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Ruidera. Un oasis en mitad de España.

lagunas de ruidera

Más allá de las poéticas descripciones cervantinas, las lagunas de Ruidera, enclavadas en el Campo de Montiel, forman el parque natural más interesante de Castilla – La Mancha. Sus excepcionales paisajes dominados por el agua y el verde, contrastan con el entorno seco en que se insertan.
Un rosario de bellas lagunas de origen cárstico, y que en conjunto constituyen todo un espectáculo para los sentidos, además de una curiosidad ecológica y geológica de primer orden tanto en España como en todo el ámbito europeo.

Disponeos a descubrir este auténtico oasis de la llanura manchega.

Ruidera. Autor, Dan

Pura vida, Ruidera. Autor, Dan

El origen de este sistema húmedo es el afloramiento en la superficie de corrientes de agua subterráneas procedentes del circundante Campo de Montiel. Cada laguna de este singular espacio natural, protegido bajo la figura de parque natural, está separada de la siguiente por barreras y terrazas, lo que da al conjunto un peculiar atractivo. Pero la especial belleza de Ruidera está en el intensísimo color de sus quince lagunas: unas veces azul turquesa, otras verde cristalino, más propio de la idea que todos tenemos de lugares exóticos y tropicales. La sensación del visitante al ver estas particulares tonalidades de las aguas es de total irrealidad.
Además, al ser el terreno calizo, algunas lagunas han disuelto literalmente las orillas en las que se asientan y se han ido hundiendo poco a poco. Como testigos de la primitiva altura que alcanzaban quedan sobresalientes cornisas asomadas sobre las aguas, cuya parte inferior, blanqueada por la cal del terreno, refleja los espectaculares colores.

Sabina albar. Autor, acusticalennon

Sabina albar. Autor, acusticalennon

La vegetación predominante alrededor de las lagunas es la palustre. Una orla de carrizo y enea rodea muchas de ellas, formando una muralla impenetrable, mientras que en las laderas cercanas abundan las encinas y la vegetación mediterránea.
También son frecuentes las sabinas y enebros de gran tamaño. La sabina albar (Juniperus thurifera) es un árbol reliquia de otros tiempos, adaptado para soportar condiciones climatológicas extremas de temperaturas muy altas en verano y muy bajas en invierno, además de una pluviosidad muy escasa. La frugal sabina es capaz de prosperar en estas condiciones, aunque su crecimiento es muy lento. Debido a la dureza del medio en el que crece, el sabinar siempre forma manchas discontinuas, puesto que si los árboles estuviesen muy juntos no podrían desarrollarse bien.
Las sabinas de Ruidera, de buen porte, son centenarias. Estrictamente protegidas.

Aguilucho lagunero. Autor, Francisco Montero

Aguilucho lagunero. Autor, Francisco Montero

La fauna dominante en Ruidera son las aves acuáticas: ánades reales, patos colorados, porrones, fochas, cercetas y garzas nidifican entre los cañaverales o se acercan aquí a pasar el invierno o a descansar durante sus viajes migratorios. La gran extensión de la superficie acuática da cobijo también a una ictiofauna en la que sobresalen la boga, el barbo y la carpa, además del lucio y del black-bass, voraces especies foráneas introducidas con fines pesqueros.
Sin embargo, la especie reina de las lagunas es el escaso aguilucho lagunero (Circus aeroginosus). Esta rapaz es de gran belleza: en el macho dominan los tonos blanquecinos en su parte inferior, mientras que la hembra es inconfundible por su color chocolate y las manchas color crema que presenta en la cabeza y en los “hombros” de las alas.
Este águila de tamaño mediano es una especialista en la caza por sorpresa entre los cañavelares. Sobrevuela las masas de carrizos y eneas a la búsqueda de presas (pequeños mamíferos, aves acuáticas, reptiles…). De repente, cuando localiza algo interesante, se para y se lanza para capturar a su víctima.
En los montes cercanos habitan los jabalíes, los zorros, los conejos, las liebres y las aves rapaces, mientras que en los cultivos de secano de los campos circundantes subsiste una importante población de aves esteparias, entre las que destacan la perdiz y la avutarda, una de las mayores aves españolas.

ruidera. Autor, Frankeke Oteo

El mar de La Mancha. Autor, Frankeke Oteo

El parque natural de las lagunas de Ruidera abarca una extensión cercana a las 4000 hectáreas que protege el conjunto lagunar, así como el cercano embalse de Peñarroya. Y alberga otra una importante sorpresa que hará las delicias de los amantes de Cervantes: la cueva de Montesinos, citada expresamente en “Don Quijote de La Mancha”. A decir verdad, todo el entorno de este oasis está lleno de puntos que evocan las hazañas del Caballero de la Triste Figura.
En el famoso libro, Miguel de Cervantes escribió en el siglo XVII que el origen de esta zona lacustre se debe al encantamiento de la Dueña de Ruidera, una legendaria dama.
Volviendo a la cueva de Montesinos, Don Quijote la eligió para retirarse a reflexionar una temporada, pero tuvo la mala pata de caerse por ella y quedar maltrecho.
Por supuesto, la cueva es visitable, pero es aconsejable llevar linternas y calzado adecuado a prueba de resbalones, si no se quiere seguir la suerte del famoso hidalgo.
Sin embargo, si se quieren conocer a fondo estas profundidades, lo mejor es contratar una visita guiada con sabersabor.es. Con ellos es posible evocar perfectamente la atmósfera cervantina de la cueva, descubriendo las formas que el agua ha modelado en las paredes de la gruta: la cara de Don Quijote, la cabeza del cocodrilo, la figura de la Virgen, el Belén, la Teta de la Vaca… y la secreta “cámara el tesoro”, una pequeña sala de la cueva cuyo techo está recubierto de brillantes capas de cuarzo. El fondo de la cueva está ocupado por un lago de azuladas aguas cristalinas.
Todo un placer para los sentidos.

Entrada a la cueva de Montesinos. Autor, Victor Díaz

Entrada a la cueva de Montesinos. Autor, Victor Díaz


Un artículo de Antonio Bellón Márquez


Si queréis conocer todos los secretos de este lugar único e inigualable, os propongo vivir esta experiencia: Ruidera, el oasis de La Mancha 

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Manchegos de leyenda. La vida de Santo Tomás de Villanueva (2ª Parte)

Santo Tomás de Villanueva 2ª parte

El convento de Agustinos de Santo Tomás de Villanueva, situado en la localidad manchega que lo vio nacer y hoy declarado Bien de Interés Cultural, es prueba palpable de la importancia que este santo tuvo para la trayectoria espiritual de nuestro país. En el interior de este edificio barroco del siglo XVIII se conserva la habitación donde su madre Lucía lo trajo al mundo, así como la pila bautismal en la que fue bautizado y que perteneció a la antigua iglesia de Santa Catalina. Como todos los edificios conventuales de esta época, el convento de Agustinos es una construcción sobria, cuadrangular y dispuesta alrededor de un patio interior rodeado de claustro porticado. En la planta baja se situaba el refectorio y otras dependencias comunes, mientras que el primer piso era destinado a las celdas de los 20 o 25 monjes que allí habitaron durante casi un siglo (hasta los años de la desamortización del ministro Mendizábal).

Esa sobriedad fue el mejor homenaje que pudo hacerse en Fuenllana a Santo Tomás, puesto que su vida fue en realidad un continuo ejemplo de desprendimiento y pobreza. Se dice que una vez nombrado arzobispo de Valencia, en su casa jamás quiso tener paños de seda ni tapicería alguna que demostraran riqueza, y que para dormir utilizaba un lecho de sarmientos sobre el suelo al lado de la cama arzobispal.

Santo Tomás de Villanueva Fuenllana Campo de Montiel Castilla La ManchaVisita escolar a Fuenllana. Plaza de Santo Tomás de Villanueva

Para evitar cualquier lujo, la casa de Santo Tomás disponía de un pequeño cuarto que hacía las veces de celda y adonde se retiraba siempre para realizar sus oraciones. Existía allí una mesa con un pequeño cajón donde guardaba aguja, hilo, tijeras y todo el recado necesario para remendar sus ropas, puesto que aún siendo prelado de la Iglesia se comportaba como el monje que siempre fue, y se remendaba hasta los zapatos cuando se gastaban demasiado.

Se dice que un día vino un religioso a su casa y, encontrando ese aposento abierto, entró sin llamar y halló a nuestro hombre sentado en una silla baja, ocupado en remendar sus calzas. El buen canónigo se escandalizó de que tal cosa hiciese, puesto que no era propio para la dignidad de un arzobispo de Valencia, a lo cual Santo Tomás respondió: “Aunque me han hecho arzobispo, no dejo de ser religioso; he profesado pobreza y me alegro de hacer de vez en cuando lo que hacen los frailes pobres. Y con ese real que me ahorro puede comer mañana un pobre”.

Continuará…

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Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (2ª Parte)

Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (2ª Parte)

«Fue entonces cuando Mahmud, el hijo del campesino afortunado, regresó de una larga campaña por tierras del norte donde había ido junto a los suyos para hostigar a las huestes del rey cristiano de Oviedo, y al pasar por allí tuvo noticias de la muerte de su padre. En sabiendo ésto un gran pesar ocupó su espíritu, y el comandante de sus tropas quiso que marchase hasta su casa para ocuparse de la herencia, pues daba por bien merecida su libertad. Así pues Mahmud enjaezó el caballo, y tomando sus escasas pertenencias salió una mañana del campamento para arribar tres días después a la casa de su familia, de donde había faltado por espacio de siete largos años. Al llegar abrazó a su madre e hízose cargo de las tierras y del molino, que entretanto había hecho construir su padre a orillas del Guadiana. Y una vez hecho ésto lloró largamente la pérdida de su progenitor por las buenas obras que había acometido en vida, semejantes en número a las hojas del árbol centenario que, junto la entrada del pueblo, regala su sombra a todo aquel necesitado de descanso y compasión.

Río Guadiana en su curso alto. Autor, Roberto

                                                        Río Guadiana en su curso alto. Autor: Roberto

Pero la rueda no deja de girar, como suele decirse. Toma su medida de agua y la vierte bajo la moliz para dar pan, y al cabo quiso la fortuna que su ánimo se serenase con la vista del grano henchido y el canto alegre de los esclavos sobre la tierra fecunda y hermosa. Y así ocurrió que, estando una noche de estío junto a la orilla del río, la luna salió de detrás de la floresta e iluminó con rayos de plata aquel rincón de “La Encantada”, que tanta congoja había supuesto para los habitantes de la región. “Ahí se esconde el misterio del cual habló mi padre y sobre el que ningún ser, humano o divino, ha puesto todavía su mirada. ¿Quién se atreverá a descorrer el velo del viejo ulema?”. Esto pensaba Mahmud mientras observaba la tersa superficie de las aguas, cuando oyó o creyó oír un sonido triste que salía de la fronda de higueras. Era una voz de mujer, ahora estaba seguro, cantando un romance melancólico muy conocido en tierras de Oriente:

“En mi jardín, de primavera, vuelan los ibis,
Rosas inclinan sus cabezas escarlata.
Oh, Nilo, río de maravillas…”

Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autor, M. Peinado

                                          Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autor: M. Peinado

Mahmud quedó hechizado por aquella voz, y cogiendo una de las barcas que utilizaban para cargar la harina hasta el pueblo, púsose a remar al encuentro de aquel sonido. No pasó mucho tiempo antes de que entrase en el charco de luz de “La Encantada” junto a la orilla opuesta y allí, sentada sobre una roca y rodeada de juncos y de matas de arrayán, el muchacho vislumbró a una bella mujer de largos cabellos ensortijados, que ignorante de que la observaban peinaba sus bucles negros con un peine de oro. Al punto Mahmud quedó prendado de ella, y con el fin de oír mejor la melodía que brotaba de sus labios se acercó con su barca hasta quedar a escasos metros de la orilla. Pero Zulema, que así se llamaba la muchacha, lo vio venir y asustándose corrió a esconderse entre las higueras hasta desaparecer de su vista.

Orillas de un río en Octubre. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

                                      Orillas de un río en Octubre. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

Mas dice un proverbio cierto: “Deja el agua correr y todo estará cumplido”, así que a fuerza de visitas nocturnas, de quiebros, de risas y de disculpas, ambos jóvenes quedaron enamorados el uno del otro y fue de dominio público que todo acabaría mal, pues no pasaría mucho tiempo sin que llegase a oídos del padre de la muchacha, como finalmente ocurrió. Cierta noche en que ambos hallábanse paseando en la barca por el centro del río, el viejo ulema salió de su tienda y fue a caminar buscando el fresco de la corriente, como solía hacer cuando los calores del día habían sido excesivos. Al llegar al claro miró hacia el agua tersa y tranquila, que en ese momento refulgía por el brillo de la luna creciente, y fue entonces cuando descubrió a los amantes sobre la embarcación, comprendiendo así que todo estaba perdido y que la promesa que salvaguardaba a su hija había sido rota.

Presa de indignación el anciano alzó los ojos al cielo, y con un gran grito hundió su vara de olivo en la tierra húmeda, diciendo: “En la traición está la prueba de tu falso amor, hija mía. ¡Cúmplase lo que está mandado!”. Y a su voz las aguas se elevaron furiosas y la luna se cubrió de brumas oscuras, como aquella noche del diluvio, y un viento fuerte agitó los troncos de los olivos y las datileras inclinando sus troncos hasta casi rozar el suelo. Cuando todo hubo pasado, la luna volvió a brillar en la noche y el gran río calmose de inmediato, mas en el lugar donde solo un momento antes se encontraba la barca ya no había nada. El viejo, la embarcación y sus dos ocupantes se habían esfumado como un torbellino en la ventisca sin dejar rastro ¡Que Alá sea misericordioso y nos proteja!

Lamia. Obra de John William Waterhouse, 1909

                     Lamia arreglándose los cabellos junto al estanque. Obra de John William Waterhouse, 1909

Barca en el río Guadiana. Autor, Bruno Amaral

                                                          Barca en el río Guadiana. Autor: Bruno Amaral

Todo desapareció bajo las aguas, incluido aquel peine de oro con que la joven peinaba sus cabellos ensortijados. Y al día siguiente, en pleno periodo de lluvias, el cielo apareció despejado y no llovió. Tampoco lo hizo un día después ni en los restantes, contando hasta tres veces cien, y así pasaron semanas y meses sin que la tierra recibiese la bendición de una sola gota de agua. Los más viejos pensaron que el hechizo de “La Encantada” se había roto finalmente por causa del hijo del labrador, y así ocurrió de hecho. Los pozos y las huertas frondosas se secaron, los campos volvieronse a cubrir de polvo y quedaron al punto del color del heno, como ocurre también en nuestros días, y el río con su meandro misterioso, los campos de arrayanes y las centenarias higueras, todo pasó a ser solo un bello recuerdo al borde del olvido.

Otro rincón de las Lagunas de Ruidera. Autor, Xavier

                                                     Otro rincón de las Lagunas de Ruidera. Autor: Xavier

Como un sortilegio, el Guadiana se esfuma abruptamente en la reseca llanura manchega a la altura de Argamasilla de Alba, negando el placer de sus aguas y sus sombreadas orillas a los arrieros y labradores que atraviesan el lugar. Y solo unas leguas más adelante, junto al enclave conocido por el nombre de “Los Ojos del Guadiana”, el río vuelve a aparecer sobre la tierra para no dejarla ya hasta su desembocadura en los deltas del sur. Se dice que en años húmedos “lloran los ojos del Guadiana” y tal vez sea así en recuerdo de los desgraciados amores de Zulema y Mahmud, ahogados sin misericordia por los celos de un ulema anciano y cruel. Pero hay quien piensa que, en realidad, la muerte no fue el destino último que les deparó su imprudencia, y que ambos consiguieron huir y cruzar el mar para llegar finalmente a las tierras felices del Magreb y de Egipto, de donde era oriunda la muchacha, viviendo desde entonces junto a aquel río poderoso que atraviesa el desierto y que riega con sus aguas ese país bendecido de Dios ¡Los caminos de Alá son inescrutables!

Ofelia. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

                                                          Ofelia. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

Si Zulema y Mahmud desaparecieron o no en las profundidades del Guadiana, eso es algo que nunca llegaremos a saber con seguridad. La leyenda afirma que en algunas épocas del año, durante las noches de luna creciente, puede verse junto a cierta roca una mujer bellísima desenredando con un peine de oro sus largos cabellos ensortijados, negros como alas de cuervo. Y que mientras lo hace lanza a todo aquel que halla la misma pregunta: “¿Quién crees que es más hermoso: mi peine de oro o yo?”. El que encontrándola conozca su historia y se apiade de ella, deberá sin dudar elegirla en lugar del peine, y así su alma se salvará y podrá regresar finalmente junto a su padre a orillas del río que una vez habitó. Pues se dice que el viejo ulema la espera todavía arrepentido por su mala acción, y que hizo esconder aquel meandro del Guadiana en las profundidades de La Mancha, con sus bosques de olivos y de higueras, para que sirviera a ambos de solaz lejos del paso del tiempo y las miradas envidiosas de los hombres. Y allí sigue oculta su corriente sin esperanza posible de retorno para nosotros, eternos ignorantes de los designios del profeta. ¿O sí la hay, acaso? Quizás todo cambie cuando alguien sea capaz de hallar el paradero de aquel peine de oro…

Lamia. Obra de Herbert Draper (1864-1920)

                                                          Lamia. Obra de Herbert Draper (1864-1920)

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Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (1ª Parte)

Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (1ª Parte)

El río Guadiana, o río de Anna según la etimología árabe, sorprende a todo aquel que lo visita por su misterioso origen. Tras recorrer apenas un centenar de kilómetros desde su nacimiento en el manantial de los Zampuñones, junto a Villahermosa, su curso se sosiega al cruzar la extensa llanura del Campo de San Juan y llega finalmente a Argamasilla de Alba, donde desaparece sin dejar rastro. Este enigma ha llenado páginas y páginas durante siglos sin que todavía exista una teoría que pueda explicarlo satisfactoriamente. Como no podía ser de otra forma, las leyendas han ocupado el lugar de los hechos y ésta que a continuación referimos, la de Zulema y Mahmud, es solo una de las menos conocidas para el profano. Dicha historia tiene elementos comunes con otras similares en nuestro país y se refiere al mito de la mora, o la encantada, donde la mujer joven y el peine de oro con que arregla sus cabellos constituyen sin duda el centro de la narración… Os invitamos pues a que dejéis volar la imaginación recorriendo los dilatados horizontes de La Mancha. Y a que lo hagáis con la voz de un narrador imaginario, viajando a la época en que mito y realidad se daban la mano y caminaban juntos…

Lagunas de Ruidera. Autora, María Teresa Moya Díaz Pintado

   Lagunas de Ruidera. Autora: María Teresa Moya Díaz Pintado

“En los años lejanos que siguieron a la venida al trono del cuarto emir de Occidente, ¡que Alá lo tenga en su seno! sucedió que una pertinaz sequía asoló las tierras que se extienden en la llanura del Guadiana Alto, tan grande y duradera como nunca antes se había conocido. Las huertas quedaban resecas y expuestas al polvo de los caminos, las plantas se agostaban y en el fondo de las acequias, por donde antaño corría el agua alegre y feraz, crecían ahora los cardos y la grama hasta el punto que los habitantes olvidaron su trazado original, dejaron los campos y hubieron de emigrar finalmente a otras tierras más fértiles y agradecidas.

Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autora, María Teresa Moya Díaz-Pintado

Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autora: María Teresa Moya Díaz-Pintado

Ocurrió pues que vino a oídos de un pobre labrador la existencia, en una cueva cercana, de un sabio ulema recién llegado del camino a la Meca, y que había elegido aquel lugar para descansar sus viejos huesos de tantas fatigas acumuladas. El labrador reunió a su mujer y a su único hijo, y les dijo: “Iré a ver a este sabio entre los sabios, de quien dicen que ha leído los versos sagrados en la gran Mezquita de Damasco y conoce la magia de los justos, y le pediré que nos ayude en este difícil trance”. Y así, tras aparejar al asno y despedirse de su familia, salió al camino y se alejó entre los campos resecos de su hacienda.

Cueva de Medrano, en Argamasilla de Alba. Hito en la leyenda cervantina. Autora, Mª Lluïsa

Cueva de Medrano, en Argamasilla de Alba. Hito en la leyenda cervantina. Autora: Mª Lluïsa

Al cabo de varios días de viaje llegose hasta la cueva de la que había oído hablar, entró y encontró allí a un hombre anciano vestido con largos ropajes, y que tenía en la cabeza el turbante de los que han realizado el viaje a la ciudad santa, ¡que Mahoma sea cien veces bendito! Entonces le dijo: “Sabio ulema, en tu frente está la prueba de que conoces grandes maravillas, y que has visitado los cinco rincones del Paraíso donde florece la bondad de Dios. Apiádate de mí y de mi familia, pues una cruel sequía ha agostado los campos haciendo imposible la vida en mi país, y no tenemos ya otro camino que partir de las tierras de mis abuelos para no morir de sed y de miseria”. “Conozco el mal del que me hablas” contestó el ulema “y por ser fiel a los preceptos del Enviado te concederé lo que deseas. Tendrás agua para tus campos y tu ganado, el cielo se abrirá y caerá lluvia abundante haciendo florecer la reseca llanura, y surgirá un río donde nadie antes había conocido tal. Tú y tu familia, y los vecinos y amigos de tu familia no pasaréis más sed y tendréis de aquí en adelante hermosos frutos que os harán la vida regalada”. El labrador le dio encarecidamente las gracias, mas el sabio no había terminado de hablar.

Baño de Ninfas. Obra de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625)

Baño de Ninfas. Obra de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625)

“Todo esto lo alcanzarás con una condición. Pues has de saber que yo tengo una hermosa hija llamada Zulema, a la que quiero más que cualquier otra cosa en el mundo. Ella vivirá aquí para solaz mío, y a fin de que no sienta nostalgia del río y los jardines que la vieron nacer, allá en el lejano Nilo, construiré para ella un rincón maravilloso a orillas de éste, repleto de estanques y de nenúfares ocultos a la sombra de las higueras, donde podrá pasear y componer poemas y canciones para su anciano padre por el resto de sus días”. En este punto el ulema miró al labrador con ojos fieros antes de proseguir: “Todo el río será vuestro salvo este pequeño meandro repleto de verdor. Estará vedado, y nadie podrá entrar y perturbar al más preciado de mis desvelos si no es a costa de mi maldición solemne. Concédeme solo esto, y tendrás lo que pides”.

The Lady of Shallot. Obra de John William Waterhouse. 1888

The Lady of Shallot. Obra de John William Waterhouse. 1888

El pobre labrador se lo prometió cumplidamente, y partió enseguida de la cueva para volver al lado de los suyos, a los que refirió las extrañas maravillas que había oído de boca del anciano, no dejando de alertar sobre la condición que había impuesto para su cumplimiento. Nadie en el pueblo dio crédito a las palabras de su vecino hasta que una noche, estando él y su familia reposando en la terraza de su casa, vieron como la luna se ocultaba en densas sombras y un viento fuerte agitaba las datileras a orillas de la acequia, tras lo cual corrieron a refugiarse en la cuadra y cerraron puertas y ventanas por miedo de lo que pudiese suceder. No bien hubieron hecho esto cuando del cielo comenzaron a caer cataratas de agua que inundaron los campos e hicieron correr arroyos y regatos por donde nunca antes se habían visto.

Al cabo de diez días las alamedas se hincharon de humedad y reverdecieron, y los campos pobláronse de tréboles y de lirios amarillos, perfumando el aire y haciendo llegar infinidad de aves para retozar en los lagos que surgían abundantes por todos los rincones de la llanura. Una y otra vez rodaban las nubes majestuosas, retumbando en el cielo, y descargaban agua en abundancia a semejanza de las ubres henchidas de una vaca cuando el ternero solicita su atención. Y tanto llovió, y tanta agua vino a correr por los campos, que el río Guadiana se desvió de su curso desde la cercana Ruidera y tuvo a bien cruzar estas tierras dejando abandonado su antiguo cauce. Los hombres quedaron maravillados de tal portento, nunca visto ni oído, y el labrador dio las gracias al cielo sacrificando uno de los dos cabritos que poseía, y diciendo: “Este es sin duda un regalo de Alá, ¡que su nombre sea cantado en todas las mezquitas de la tierra! De aquí en adelante las huertas darán abundante fruto y no habremos de temer más el hambre y la sed. Salgamos de casa y trabajemos la tierra como está mandado”.

Tormenta en la llanura. Autor, Frank StarmerTormenta en la llanura. Autor: Frank Starmer

Pasaron los años y el río Guadiana mantuvo su nuevo curso, y las lluvias, sin llegar a ser diluvio, siguieron regando las huertas y los bancales haciendo del lugar uno de los más fértiles y celebrados por los poetas de Al-Ándalus. No volvió a verse al anciano ulema en la cueva que le dio cobijo, pero todos estuvieron de acuerdo en que el viejo y su hija vivieron desde entonces junto a aquel rincón vedado del río, situado en uno de sus meandros y oculto a las miradas por datileras, arrayanes y extensos bosques de higueras y de olivos. Era aquel un jardín prohibido y nadie osó jamás poner su pie en él, y debido a ello llamaron a aquel lugar “La Encantada” y cubrieron de extensas dunas de arena todo su perímetro, para avisar a los incautos del peligro que acechaba entre sus gratas sombras”.

(FIN DE LA PRIMERA PARTE)

Después de la tormenta. Autor, Paul BicaDespués de la tormenta. Autor: Paul Bica

Río Guadiana. Autora María Teresa Moya Díaz-Pintado

Río Guadiana. Autora: María Teresa Moya Díaz-Pintado

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Por la sierra de la Demanda. La Leyenda del campo de la Horca

Por la sierra de la Demanda. La Leyenda del campo de la Horca

Entre las localidades de Cidones y Abejar existió antaño un yermo inculto conocido por los lugareños con el nombre de campo de la Horca. Durante el reinado de Fernando VII el lugar era paso obligado de viajeros que, procedentes de Soria, debían atravesar la sierra de la Demanda en dirección a Burgos para enlazar con el conocido Camino de los peregrinos. Se trataba de un camino en extremo complicado durante el invierno, y las historias locales insistían una y otra vez en la extrema lobreguez de aquel llano cubierto entonces de una infinita extensión de brezos y expuesto a todos los vientos, donde era casi imposible encontrar refugio o una mala posada ni en 10 leguas a la redonda. Sucedió pues que, cierta tarde de noviembre, un cazador y su montura atravesaron aquel lugar en dirección a la cresta de la Penada, y dado que estaba pronto a nevar y la noche amenazaba con ser en extremo inclemente, el viajero salió del camino y cabalgó con brío hacia un valle cercano donde le pareció haber visto esa misma mañana una choza de adobe abandonada. Poco después alcanzó a otro viajero que llevaba la misma dirección que él, de modo que fue a situarse a su lado y preguntole si conocía la zona y sabía de algún lugar decente donde obtener cena y cama. El caminante, a decir de su aspecto un capellán o un clérigo, sonrió señalando hacia el fondo del valle. “Tengo un encargo que hacer y no puedo acompañarle, pero no muy lejos se encuentra la cabaña de un pastor de ovejas. Vaya allí y encontrará refugio”, y en diciendo ésto saludó al cazador y se desvió hacia un alto que se veía enfrente, desapareciendo al poco tras unos árboles a la derecha del camino.

Plaza Mayor de Soria

                                                                            Plaza Mayor de Soria

Del cielo oscuro comenzaron a caer finos copos de nieve, de modo que el cazador apresuró su marcha y llegó finalmente a la choza indicada, una estructura baja de adobe y con techado de brezo que parecía a todas luces abandonada. A lo lejos se oía débilmente el sonido de una campana, cosa que al pronto le extrañó, pues no tenía constancia de núcleos habitados en el lugar. Tras desmontar y acercarse a pasos precipitados el viajero comenzó a golpear la entrada con el pie, pero apenas hubo dado el primer golpe cuando del agujero situado en lo alto del techado comenzó a salir un humo denso, oscuro, que se deshilachó enseguida en finas hebras con el ímpetu de la ventisca. Lo que parecía lugar despoblado tomó vida, oyose ruido de pasos y al poco la puerta se abría dejando ver en el hueco un hombrecillo achaparrado y adusto, que sostenía una lámpara de grasa encendida en la mano. La llama ardía débilmente en la penumbra mientras el hombre escudriñaba al forastero.

Campos de Soria. Autor, Cornava

                                                                  Campos de Soria. Autor: Cornava

“No es tiempo para viajes. Pase y acérquese al fuego” dijo en un susurro. “Gracias. Me he retrasado y mi caballo necesita descanso y paja”. El cazador se percató enseguida del hedor indescriptible que emanaba de aquel habitáculo. “Yo dormiré fuera, creo que no…” “Este es el campo de la Horca y mañana colgarán a un hombre” sentenció el desconocido súbitamente. “Por el amor de Dios, entre y duerma aquí esta noche. No es tiempo para viajes, señor”. Sin saber muy bien por qué, el aspecto, el olor y la forma de hablar de aquel individuo confundieron al viajero. Balbuceando una disculpa saltó sobre su montura mientras el personaje lo seguía a gritos, pero un momento más tarde el jinete se encontraba ya bajando la pendiente y esquivando hábilmente las masas de helechos en busca de la continuación del sendero, que de seguro descendía hasta el fondo del valle. Las voces se perdieron tras él, cada vez más débiles e inconexas, hasta que la choza y su inquilino desaparecieron finalmente de la vista. Todo quedó atrás. La oscuridad envolvió el valle y el aire se llenó nuevamente de silencios, del olor a brezo húmedo y del suave tacto de la nieve al caer.


Viajero en la niebla. Obra de Theodor Severin Kittelsen. 1900                                            Viajero en la niebla. Obra de Theodor Severin Kittelsen. 1900

Con una inmensa sensación de alivio el cazador cabalgó entonces hacia el alto que se abría al este y adonde le pareció que se dirigía aquel caminante solitario que halló en el camino apenas una hora antes. Las campanas seguían tocando un sonido triste, extraño, que iba y venía en leves impulsos a capricho de las rachas de viento. Mientras las oía pensó que sería buena idea seguir al clérigo y trabar amistad con él, pues quizás fuese oriundo de lugar y, en ese caso, forzosamente habría de conocer algún sitio donde guarecerse durante aquella fría noche. No tuvo que buscar mucho. Tras sobrepasar unas rocas peladas y bordeadas de helechos, llegó al alto barrido por el viento y sus pasos le condujeron fácilmente hasta lo que parecía un sólido edificio difuminado en la oscuridad, sin duda una ermita o una vieja iglesia. Aquel era pues el origen de los tañidos, se dijo. Tras una de las altas ventanas brillaba una luz y junto a la puerta descubrió al fin la figura del religioso, pequeño y oscuro, agitando la mano y mirándolo con cara sonriente. “Vamos, acérquese. Aquí podrá reposar sus huesos cómodamente por esta noche y reponerse de sus fatigas”.

Iglesia de la Asunción. Cueva de Ágreda, Soria. Autor, Eugenio Hanson

                                    Iglesia de la Asunción. Cueva de Ágreda, Soria. Autor: Eugenio Hanson

Los dos compañeros de viaje estaban sentados en el suelo, uno frente a otro, mientras el fuego ardía con intensidad en una chimenea de grandes proporciones situada a un lado de la estancia. A las preguntas sobre el extraño habitante del páramo que vivía allá abajo, el cura sonrió y empezó a hablar. “Es un lugar extraño, éste. Nadie se aventura por estos despoblados si no es necesario para el negocio. Hasta el párroco de Abejar se ausenta sin justificación posible dejando de hacer sus obligaciones para con Dios. La caza escasea y los venados no abandonan la protección de los bosques, allá abajo, en Cidones. Incluso es raro ver rebaños de ovejas, pues la zona está infectada de lobos. Sobre todo cuando la nieve cubre el paso de la Penada y bajan de la sierra en manadas hasta el valle, buscando presa fácil. Un sitio raro, sí.”. Mientras hablaba el viajero guardó silencio y comenzó a observar a su compañero con algo más de detenimiento. Eran hábitos de dominico los que llevaba puestos, no cabía duda, pero estaban raídos y deteriorados hasta lo indecible. Resultaba evidente el descuido mostrado por su interlocutor. Su rostro aparecía además demacrado y con una expresión algo ausente, fijos los ojos en algún punto por encima de su cabeza. No terminaba de sentirse tranquilo en su presencia y, lo que era más incómodo, venía notando desde hacía rato un tufo indefinible a humedad rancia y a hojarasca que parecía emanar directamente de su persona. Sin duda era difícil de definir, aunque en cierto modo le traía a la memoria el olor de los sótanos por largo tiempo cerrados, o de la tierra removida.

El cura seguía hablando. “Usted no conoce ni por asomo estos lares. Escuche, escuche con atención… ¿Puede oir el tañido de la campana ahí arriba? Seguirá repicando toda la noche pues mañana se ajusticia aquí a alguien, un desgraciado forastero según tengo entendido. Yo soy el único que viene aquí a cumplir con el sagrado mandato de dar sepultura, pues es de recibo no tratar a penados como si fuesen perros”. Continuaba sonriendo y movía incansables las manos en su dirección, unas manos seniles a todas luces, acartonadas y cubiertas de llagas oscuras. El viajero lo miraba cada vez más incrédulo y no pudo evitar que una creciente sensación de alarma fuese asomando a su rostro. Al momento descubrió algo que no había visto antes: el párroco protegía su cuello con un gran pañuelo negro de lino similar al que utilizan las viudas, algo en verdad inaudito para un religioso. Lo tenía manchado de tierra y firmemente anudado a la nuca, extendiéndose desde allí para cubrir todo el espacio por debajo de la barbilla como si quisiera esconder la garganta de miradas indiscretas. De improviso fue muy consciente de su propia vulnerabilidad. Poco a poco un sudor frío perló su frente y bajó incontenible por la espalda, sensación que se agudizó hasta el extremo al descubrir cierto detalle en su acompañante que le hizo sentir nauseas, pues de los orificios de su nariz asomaban como por descuido dos sucios trozos de algodón blanco. Recordaba haber visto tiempo atrás algo parecido en el funeral de una aldea, cuando los familiares más cercanos adecentaban al difunto y lo preparaban antes de introducirlo en la caja. El olor a podredumbre era ahora más fuerte que nunca.

Paisaje de la Sierra de la Demanda. Autor, Carlos Pons

                                                   Paisaje de la Sierra de la Demanda. Autor: Carlos Pons

La campana seguía tañendo sin parar cuando una fría racha cargada de nieve le vino al rostro. Al levantar la vista observó alarmado que el techado era apenas una estructura de vigas informes, carentes de cubierta, por donde se introducía sin obstáculo alguno el frío nocturno y los vientos procedentes de la sierra. El edificio se caía en pedazos y su campanario, simplemente, no existía. Fue entonces cuando tuvo un presentimiento fugaz, levantose y corrió afuera sin preocuparse más del clérigo. Sintió un alivio infinito al dejarlo atrás. Al dar la vuelta al edificio, tropezando con los bloques caídos y las zarzas que obstaculizaban su camino, descubrió a alguna distancia una construcción plana de madera, carcomida y decrépita en extremo, y que debió de utilizarse en tiempos como cadalso para los ajusticiados a pena de horca. Desde allí miró hacia el edificio. Por el hueco donde debería haber estado su campanario se veían oscilar claramente las luces y sombras del fuego encendido que iluminaban desde dentro la estructura en ruinas. Todo era ruinoso en aquel lugar. Y mientras trataba de entender lo que ocurría, algo comenzó a moverse y a emitir secos crujidos a su espalda. El pánico lo envolvió mientras giraba lentamente la cabeza para enfrentarse al origen de aquel sonido, al tiempo que un grito pugnaba por salir de su garganta. Y entonces lo descubrió. Frente a si el cadalso aparecía en toda su magnitud y brillaba débilmente en la oscuridad del páramo. De la viga principal colgaban dos cuerdas de esparto: una vacía. La otra, oscilando en amplios círculos con los remolinos de la ventisca, sostenía el peso de un hombre colgado a su extremo. Un hombre bajo, oscuro. Un penado con el rostro contraído en un rictus odioso semejante a una sonrisa cruel, y el cuerpo cubierto por los negros ropajes de la Orden de los Dominicos

7. Iglesia de San Juan Bautista, en Abejar, Soria

                                                      Iglesia de San Juan Bautista, en Abejar, Soria

En el año de 1617, dos siglos antes de estos acontecimientos, cierto clérigo oriundo de la zona fue colgado por robo y asesinato en el despoblado conocido por Fontarejos, donde antaño se levantaba un poblado del mismo nombre y su iglesia parroquial consagrada a San Cristóbal. Enterraron el cuerpo dentro de una zanja improvisada en el brezal, junto a la que fue su parroquia, y desde entonces los locales se refirieron a aquel paraje como el campo de la Horca y evitaron en lo posible acercarse al páramo mediado el mes de noviembre, cuando se cree tuvo lugar el linchamiento. Cuentan que durante las noches que preceden a la fecha fatídica puede oírse de nuevo el tañido de las campanas, vibrando en el aire helado sobre las ruinas, y que al mirar hacia sus naves abandonadas y sin vida éstas brillan débilmente con el fulgor de los fuegos que era costumbre encender para solaz de pastores y viajeros extraviados. Al día siguiente de los hechos que se han narrado, un pastor loco que vivía en el camino del Paso descubrió el cadáver del viajero extraviado la tarde anterior, y que durante toda la noche se había buscado sin éxito por los bosques que rodean el pueblo de Cidones. Su cadáver mostraba el rostro congestionado a causa del frío intenso, dijeron. También tenía el cuello fracturado. Roto y doblado en una posición a todas luces inverosímil, tal y como ocurre a veces con los ajusticiados de horca cuando el golpe de la soga es rápido y letal. El médico de la localidad certificó que la causa del fallecimiento había sido una desgraciada caída del caballo, probablemente a causa de las singularidades del terreno o del ataque de algún animal. Un accidente de caza, sin duda. El pastor regresó aquel mismo día hasta el páramo solitario, a su camino del Paso y a su choza perdida en el brezal, y pensó una vez más, con las primeras ventiscas de noviembre, que el campo de la Horca se había cobrado una nueva víctima.

Brezales en flor. Autor, Senderismo Sermar

                                                           Brezales en flor. Autor: Senderismo Sermar