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El Greco, pintor divino

El Greco en Toledo

Algunos artistas del siglo XX consideraron a El Greco como “el dios de la pintura”, un dios que en su época alteró el orden visual del universo y puso el mundo al revés


Doménikos Theotokópoulos cumplió el sueño -que se creía inalcanzable- de volver a reunir en un todo tanto el sentir artístico como el religioso de la parte occidental, la latina, y de la oriental, la ortodoxa, de aquel imperio que había tenido en Roma y Bizancio sus capitales y en las orillas del Mediterráneo su territorio.
Iniciado en la pintura en la tradición espiritualista y trascendente bizantina propia de su lugar de origen, Creta, y formado en la Venecia dominada por las formas densas, expresivas e intensas del Tiziano servidor de Carlos V y Felipe II, y en la Roma convulsionada por los rigores tridentinos del Pío V -el papa de la cruzada contra los turco y la batalla de Lepanto-, supo reconocer y adoptar la “manera moderna” de concebir la realidad y la manierista de hacer pintura. Llevó esa manera de desproporciones y expresividades a Toledo, ciudad que había sido abandonada por el imperio, pero aún vital y con importantes fundaciones religiosas, dominada en lo pictórico por secundarios como Luis de Carvajal, Blas de Prado y Luis de Velasco. Allí, a lo largo de no menos de treinta y siete años no sólo concibió retablos, imágenes de devoción y retratos para una clientela tímidamente ávida de innovaciones, sino que, según Francisco Pacheco, “escribió de la pintura, escultura y arquitectura”.
En Toledo, la nueva Troya de cielos intensamente azules -pero también de grises densos- y de nubes rasgadas por brillantes luces blancas, murió el 7 de abril de 1614 tras recibir los sacramentos por el rito católico. Sus restos mortales fueron enterrados en una capilla de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. Cinco años después fueron trasladados a un lugar aún hoy desconocido. Al morir, el poeta Luis de Góngora lo evocó, sin recordarle como un nuevo Apeles, en un soneto:

Esta en forma elegante, oh peregrino,
de pórfido luciente dura llave,
el pincel niega al mundo más suave,
que dio espíritu a leño, vida a lino.
Su nombre, aún de mayor aliento dino
que en los clarines de la Fama cabe,
el campo ilustra de ese mármol grave:
venéralo y prosigue tu camino.
Yace el Griego. Heredó Naturaleza
Arte; y el Arte, estudio; Iris, colores;
Febo, luces -si no sombras, Morfeo-.
Tanta urna, a pesar de su dureza,
lágrimas beba, y cuantos suda olores
corteza funeral de árbol sabeo.

Vista de Toledo. Metropolitan Museum of Art, New York

Vista de Toledo. Metropolitan Museum of Art, New York

Detalle de El Expolio. Sacristía de la Catedral de Toledo.

Detalle de El Expolio. Sacristía de la Catedral de Toledo

Extravagante y divino pintor

Si en Francia El Greco alentó filias y fobias, en España su aceptación tuvo mucho que ver con la grave crisis de identidad que en los últimos años del siglo XIX supuso el fin del imperio colonial y la ansiosa búsqueda del alma nacional. Para los escritores y pensadores de la llamada Generación del 98, esa alma pervive en el austero paisaje castellano, en la pobreza de sus pueblos, en la sencillez de sus gentes y en lo extremado de su clima; florece en las letras de Gonzalo de Bercero, Jorge Manrique, Cervantes y Quevedo, y respira en las expresivas formas y en las intensas manchas de color transidas de misticismo indígena de El Greco, como escribió en 1908 Manuel Bartolomé Cossío refiriéndose al Entierro del señor de Orgaz: “El idealista y, más que evangélico, apocalíptico humanismo, con que debió nutrirse El Greco en Italia dejose penetrar rápidamente, al llegar a Castilla, no sólo por aquel otro humanismo nacional, más apacible y familiar, de fray Luis de León, sino por el típico misticismo español: el del maestro Juan de Ávila, el de santa Teresa y san Juan de la Cruz, ardoroso y sutil de un lado, y de otro, contemplativo y recogido”.

La expulsión de los mercaderes del templo. Minneapolis Institute or Arts, Minneapolis

La expulsión de los mercaderes del templo. Minneapolis Institute or Arts, Minneapolis

El sueño de Felipe II o Alegoría de la Liga Santa o la Adoración del nombre de Jesús. Real Monasterio de San Lorenzo, El Escorial

El sueño de Felipe II o Alegoría de la Liga Santa o la Adoración del nombre de Jesús. Real Monasterio de San Lorenzo, El Escorial

Quitar las ganas de rezar

En los primeros tiempos de estancia en tierras castellanas, a modo de presentación ante Felipe II o quizá fruto de un encargo que el rey le efectuara en Madrid, pintó la visionaria Alegoría de la Liga Santa o Adoración del nombre de Jesús, la cual debió de agradar al monarca, para quien poco después ejecutó el Martirio de san Mauricio y la legión tebana destinado a uno de los altares de la iglesia de El Escorial. Es, sin género de dudas, uno de sus más altos logros artísticos, pero según narra fray José de Sigüenza en La fundación del Monasterio de El Escorial la obra “no le contentó a Su Majestad (no es mucho), porque contenta a pocos, aunque dicen es de mucho arte y que su autor sabe mucho, y se ve en cosas excelentes de su mano […]. Como decía en su manera de hablar nuestro Mudo, los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de la pintura ha de ser esta”. Al no concentrarse, pues, debidamente según la ortodoxia de la época en la representación de la escena del martirio del santo y sus compañeros, El Greco había incurrido en una falta de decoro. Pero más que esta falta, lo que debió de desagradar al monarca fue su innovadora pintura, que no se adecuaba al ambiente tridentino que debía respirarse en la iglesia del monasterio. Aunque fue espléndidamente valorada -800 ducados, en tanto que a Navarrete el Mudo, el pintor más prestigioso del momento, se le pagaban entre 150 y 300 ducados por obra- Felipe II la condenó a una dependencia del claustro alto, sacristía de las Capas. Todo ello supuso el desvanecimiento del sueño de participar en la decoración del El Escorial, en donde quizá el cretense esperaba emular a su admirado Miguel Ángel.

El soplón. Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles

El soplón. Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles

El entierro del señor de Orgaz. Iglesia de Santo Tomé, Toledo

El entierro del señor de Orgaz. Iglesia de Santo Tomé, Toledo

Toledo

Desengañado, El Greco se instaló entonces definitivamente en Toledo donde en 1585 alquiló unas moradas en las casas del marqués de Villena -residencia toledana de renombre, hoy desaparecida-, donde consta que vivió hasta 1604 sin despreciar los lujos. Si hemos de creer a Jusepe Martínez: “ganó muchos ducados, mas los gastaba en demasiada ostentación de su casa hasta tener músicos asalariados para, cuando comía, gozar de toda delicia”. No sabemos si el inicio de esta pujanza tuvo que ver con el hecho de que la parroquia de Santo Tomé le brindase la oportunidad de ejecutar la que cabe considerar una de sus obras más universales conocida como el Entierro del conde de Orgaz (1586-1588).
En el Entierro, El Greco narra visualmente el milagro acontecido cuando, en el siglo XIV, al ser llevado el cuerpo del señor de Orgaz a sepultura en la iglesia de Santo Tomé, los nobles de la ciudad que asistían a la pía ceremonia vieron, a tenor de lo referido por Francisco de Pisa en su Descripción de la Imperial ciudad de Toledo (1612), “visible y patentemente descender de lo alto a los gloriosos san Esteban y san Agustín, con figura y traje, que todos los conocieron y llegando donde estaba el cuerpo, lleváronle a la sepultura, donde en presencia de todos le pusieron diciendo: Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve.
Lo cierto es que esta obra es visitada con particular admiración por los forasteros, y los de la ciudad nunca se cansan de admirarla, pues siempre hallan cosas nuevas que contemplar en ella.

Vista de Toledo en la actualidad

Vista de Toledo en la actualidad


Acompáñanos en esta actividad para descubrir a este genio de la pintura: Toledo. Tour monumental de las Tres Culturas


Un artículo de Antonio Bellón Márquez

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Isabel, el retrato más querido del Emperador

Isabel, el retrato más querido del Emperador

En 1548, un anciano pintor residente en la Roma del papa Pablo III inició un viaje hacia la húmeda y boscosa Alemania. Su nombre, Tiziano Vecellio, el máximo exponente de la escuela veneciana del Renacimiento, y su destino la Dieta de Augsburgo, donde el todopoderoso Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico solicitaba la presencia del italiano para un nuevo encargo imperial. Durante su estancia en tierras germanas nuestro genial artista finalizó el cuadro “Carlos V a caballo en Mühlberg”, una de las obras cumbres de su carrera y que representa al Emperador y su montura a orillas del Elba, victorioso tras la batalla que libró contra las tropas protestantes de la Liga de Esmalcalda. Pero para su sorpresa no fue ese el único encargo que recibió. Al poco de su llegada, el Emperador le pidió encarecidamente que retocase un cuadro suyo que había entregado en 1545 y que para Carlos tenía un significado muy especial. La obra es un retrato al óleo expuesto actualmente en el museo del Prado y muestra el torso de Isabel I de Portugal, la Emperatriz y añorada esposa de Carlos que murió seis años antes en plena flor de su juventud.

Tiziano recordaba bien esa obra, un retrato póstumo que tuvo que realizar basándose únicamente en un camafeo de autor desconocido y la información facilitada por los que conocieron a Isabel en la corte. Esa fue su única inspiración, puesto que el pintor nunca la conoció en vida, de modo que cuando hoy admiramos el retrato en las galerías del museo del Prado sorprende cuanto menos observar la fidelidad y el amor con que el artista plasmó en el lienzo un rostro ajeno a él, pero del que logró extraer una belleza y bondad que a la vista de la obra parecen trascender de este mundo: la belleza de una princesa de sangre lusa que supo llevar las riendas del Imperio en las frecuentes ausencias de su marido, y la bondad y dulzura de una mujer que atrajo a Carlos desde el momento mismo en que se conocieron, durante los esponsales celebrados en Sevilla el año de 1526.

Carlos V en Mühlberg. Tiziano, Óleo sobre lienzo. 1548

Carlos V en Mühlberg. Tiziano, Óleo sobre lienzo. 1548

El 7 de febrero de 1526 llegaba Isabel a la frontera de Portugal acompañada de un impresionante cortejo, al que recibió con grandes honores la comitiva castellana presidida por el duque de Calabria, Don Fernando de Aragón. Y apenas un mes más tarde, tras viajar con grandes honores por media Andalucía, entraban juntos castellanos y portugueses en Sevilla, la joya del Guadalquivir, con todas las calles, plazas y balcones repletos de gente deseosa de saber cómo era la Emperatriz de cuya elegancia y belleza tanto se hablaba en toda Europa. Carlos V aún tardaría siete días más en llegar a Sevilla, haciendo un desaire evidente y sin duda deliberado a su futura esposa. Cuando subió al alcázar ya era entrada la noche, y al acceder a sus aposentos, Isabel, nerviosa, no pudo hacer otra cosa que hincarse de rodillas e intentar besar la mano de su Emperador.

¿Cómo era realmente Isabel? Tenemos por fortuna además del cuadro una descripción realizada por el cronista Alonso de Santa Cruz, de cuya pluma salió el siguiente comentario: “Era la Emperatriz blanca de rostro y el mirar honesto… Tenía los ojos grandes, la boca pequeña, la nariz aguileña, los pechos secos, de buenas manos, la garganta alta y hermosa (…)”. Fue ese rostro marfileño y esos ojos grandes y de mirada franca los que cautivaron por tanto al Emperador, y he aquí que en su primer encuentro surgió lo inesperado. Porque aunque la boda fue un rentable negocio concertado entre los reinos de Portugal y España, como lo eran todas las bodas de la nobleza en aquella época, Isabel lograría enamorar a Carlos V hasta un grado pocas veces conocido en las monarquías del Renacimiento Europeo. Tras su encuentro formal y un tanto precipitado, Carlos la levantó enseguida abrazándola y tomándola después de la mano. Era ya medianoche, pero aquella pareja no pudo esperar más. Se improvisó apresuradamente un altar y el Arzobispo de Toledo oficio una misa breve a la cual asistieron contados caballeros. El matrimonio fue consumado sin más ceremonias que el amor que se profesaban, un amor que duraría lo que la vida de la Emperatriz y del que su marido siempre daría muestras de añoranza a causa de sus obligadas ausencias por asuntos de Estado.

Autorretrato de Tiziano (Detalle). Óleo sobre lienzo. Entre 1565-70

Autorretrato de Tiziano (Detalle). Óleo sobre lienzo. Entre 1565-70

La pareja pasó su luna de miel en Granada, ciudad cantada por todos los poetas. Jerónimo Münzer la visitó a finales del siglo XV y decía de ella: “Repleta de jardines deleitosos con limoneros, arrayanes, estanques de marmóreos muros, tazas de mármol con surtidores de agua (…)”. Y algo de aquel soberbio enclave a los pies de Sierra Nevada debió de anidar en el corazón de los recién casados, pues decidieron prolongar su estancia en la capital nazarí hasta diciembre de aquel mismo año. Fue allí, en los aposentos de palacio, donde engendraron a su primer hijo: un heredero al que llamarían Felipe y que décadas más tarde sometería bajo su cetro los destinos de medio mundo.

La muerte de la Emperatriz vino a truncar esta dicha. Tras sufrir un aborto como consecuencia de unas fiebres sufridas en los primeros meses de embarazo, Isabel dejaba este mundo en Toledo a la edad de 36 años, el 1 de mayo de 1539. Carlos, que no se encontraba en la Corte en aquellos días, quedo sumido en una pena profunda e inconsolable. Fue tal su tristeza al conocer la noticia que marchó de inmediato hacia el convento de Santa María de la Sisla, en los Montes de Toledo, donde se encerró dos largos meses en la soledad más absoluta mientras el cortejo fúnebre de la Emperatriz atravesaba España camino de las vegas y las crestas de Sierra Nevada. Isabel volvía así a Granada, la ciudad regada por las frías aguas del río Genil. Y allí recibió finalmente sepultura en la Capilla Real que se levanta junto a la Catedral, donde ya descansaban los Reyes Católicos, su hija Juana la Loca y el marido de ésta, Felipe el Hermoso. Carlos V dejaría reflejado su pesar en diversos escritos aunque de una manera fría y casi diplomática, como si tuviese miedo de desvelar sus sentimientos a algún extraño. Pero fue con su hermana, María de Hungría, con quien el Emperador se sinceraría y daría rienda suelta al dolor más absoluto: “je suis en l’anxieté et tristesse que pouvez bien penser, d’avoir fait une si grande et extrême perte (…)”.

Cenotafio de Carlos I de España e Isabel de Portugal. Monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial. Autor, Lancastermerrin88

Cenotafio de Carlos I de España e Isabel de Portugal. Monasterio de San Lorenzo el Real del Escorial. Autor: Lancastermerrin88

Desgraciadamente, en aquellos días el Emperador vino a caer en la cuenta de que no conservaba ningún retrato de Isabel, y el único existente, guardado por su hermana en la pinacoteca de Malinas, era pésimo y apenas si tenía algún parecido con el amado rostro que él recordaba. El cuadro realizado por Tiziano en 1545 vino a arreglar esta situación y palió sin duda la pena que sentía Carlos por la muerte de su esposa. Se sabe que el artista reutilizó un lienzo usado, ya que a través de análisis por radiografía se ha podido entrever tras las capas de pintura el perfil de una figura femenina. Tiziano terminó el cuadro con grandes dificultades y lo presentó finalmente en la Corte en 1545, pero por desgracia no gustó al Emperador: había plasmado el rostro con la nariz un tanto aguileña. Fue en 1548 y tras su viaje a Augsburgo, cuando el pintor italiano, que ya contada con sesenta años de edad, pudo dar los últimos retoques a su obra y ofrecerla de nuevo a su cliente y amigo.

El resultado: uno de los retratos más conmovedores, bellos y dignos de admiración de todo el Quinientos europeo. La Emperatriz se encuentra sentada y sostiene un libro abierto en su mano izquierda, quizá un misal o libro de oraciones. Isabel mira al frente con expresión dulce y profundamente humana, la postura erguida y envuelta en ricos vestidos mientras tras ella se despliega un paisaje renacentista desde unos grandes ventanales. Y Carlos, nuevamente al lado de su bienamada mujer, frente a aquel rostro marfileño y de grandes ojos que miraban al infinito y del que por desgracia no pudo despedirse, supo entonces que aquel cuadro le acompañaría siempre hasta el final de su vida. Así fue. Está documentado que el retrato de la Emperatriz fue una de las pocas pertenencias de las que no quiso desprenderse tras su renuncia al Imperio, agotado, prematuramente envejecido y enfermo de gota, y que lo siguió a su retiro definitivo en el monasterio extremeño de Yuste, donde moriría rodeado de jardines y a la sombra de la sierra de Tormantos el 21 de septiembre de 1558.

Isabel de Portugal. Óleo sobre lienzo. Tiziano, 1548

Isabel de Portugal. Óleo sobre lienzo. Tiziano, 1548