La cerveza constituyó la bebida medieval de las clases humildes y formó parte de la paga de los soldados. Los nobles la desdeñaban, pero era alabada por las órdenes monásticas más austeras
En muchas películas de Hollywood sobre Robin Hood hay escenas en las que los frailes invitan a dar gracias a Dios por el más importante fruto del cereal, la cerveza. En medio de la maraña de errores históricos que acompañan a estas producciones, esta alusión proporciona un detalle auténtico de la vida cotidiana en la Inglaterra medieval.
Durante siglos, el agua de los ríos, manantiales o pozos fue considerada –y en parte realmente lo era- como una bebida peligrosa, potencialmente portadora de enfermedades, que tan sólo se podía utilizar hervida y nunca para beber. Por otra parte, la leche se empleaba para la fabricación de queso o de mantequilla. Por tanto, para apagar la sed, alimentarse, relajarse o embriagarse, solamente quedaban el vino, varios tipos de cerveza y algún que otro producto de la fermentación, como la sidra.
El vino tenía una gran difusión, debido al valor simbólico que le daba la sociedad cristiana, pero en las zonas donde difícilmente se podía cultivar la vid, como sucedía en las islas Británicas y en el centro y norte de Europa, la importación lo convertía en un producto reservado a las clases privilegiadas. A las masas populares, que vivían en el campo y en las ciudades, tan sólo les quedaba la cerveza.
Campesinos de fiesta en una taberna holandesa. Adriaen van Ostade. 1673
El lúpulo y la seducción femenina
Puesto que la fabricación de la cerveza era un trabajo esencialmente doméstico, en Inglaterra hasta finales del siglo XIV la producción y el comercio de esta bebida estaba, casi en su totalidad, en manos de mujeres. Junto a las amas de casa, que preparaban la cerveza para la familia y vendían el excedente, existían algunas mujeres que iban un poco más allá en la comercialización, sin que esto incomodase al marido.
Cada año, algunos magistrados recorrían pueblos y ciudades para recaudar el assizes of ale (impuesto de la cerveza): cataban la producción, concedían licencias de venta o las revocaban, controlaban que las medidas usadas y la calidad correspondiese a lo que exigían los Estatutos, o a las costumbres transmitidas oralmente por la administración regia, local o señorial; finalmente fijaban el precio al que se podía vender la cerveza en ese lugar. En sus registros quedan reflejados, entre otras muchas cosas, los nombres de mujeres “cerveceras”. Una producción y un comercio hecho por las mujeres en el que, sin embargo, las pautas de calidad y los precios eran fijados por los hombres, no siempre funcionaba sin tropiezos. Los registros están repletos de cerveceras que intentaron evitar el pago de estos impuestos. Por otro lado, tampoco para los catadores debía ser fácil distinguir las mujeres que realizaban la producción para sí mismas de aquellas que lo hacían con fines comerciales. A todo esto hay que añadir que la imagen que los hombres daban de estas cerveceras no era demasiado atractiva: las describen como violentas y poco femeninas, o también como peligrosas seductoras, capaces de engañarte mientras venden su cerveza. En cualquier caso, con la progresiva introducción de la beer con lúpulo, cuya importación y posterior producción fue acaparada por los hombres, la presencia de las mujeres en el comercio de la cerveza se redujo drásticamente, hasta convertirse en época moderna en una simple labor de intercambio de productos caseros. Mientras tanto comenzaban a surgir las public houses, donde es podía ir por la noche a beber cerveza sin tener que hacer frente a las terribles y peligrosas cerveceras.
El alegre bebedor. Judith Leyster. 1629
Cerveza para mojar pan
En la Edad Media, el consumo de cerveza era muy alto y se repartía a lo largo de toda la jornada. Se desayunaba con cerveza, mojando en ella pan seco, acompañado de queso, sopa de avena, verduras y en las otras comidas del día, cuando las había, a veces carne. Con ella se apagaba la sed durante el trabajo cuando hacía calor y servía de bebida reconfortante cuando, por el contrario, el tiempo se volvía frío y húmedo. Finalmente, con la llegada de la noche, se ahogaban en cerveza las fatigas de la jornada. Eduardo I de Inglaterra (1239-1307) estableció que sus soldados tenían derecho a recibir un galón de cerveza al día (unos 4,5 litros), que era lo que un hombre adulto inglés bebía cotidianamente.
Este es un detalle que puede encontrarse en la contabilidad de las casas señoriales, en las prescripciones monásticas y en los donativos a los pobres. En Polonia, los castellanos bebían entre tres y seis litros de cerveza al día, mientras que los campesinos debían contentarse con tan sólo un par de ellos. Efectivamente, en el campo el consumo era más reducido, no llegando casi nunca al exceso. Se sabe que una mujer que tuviera que cuidar de una familia de cinco personas fabricaba semanalmente unos ocho galones de cerveza (lo que significaría el consumo de un litro per cápita al día). Es difícil establecer la cantidad de alcohol que contenían estas bebidas, pues esto dependía de la proporción entre agua y malta, así como de la fermentación. Probablemente se podían obtener cervezas más o menos fuertes, dependiendo de la estación y, por otra parte, la cerveza se podía rebajar con agua, al igual que se hace con el vino.
Solo cerveza de barril. Autor, Dan Graham
Inferior al noble fruto de la vid
En el campo como en la ciudad la cerveza siempre fue una bebida de pobres, tanto por sus características alimenticias y de sabor, como por tener un precio relativamente bajo (siempre ligado al de los cereales), pero también y sobre todo, por su imagen: en la sociedad cristiana solamente podía ser una bebida inferior al noble fruto de la vid. Una vez superado el largo periodo en el que beber cerveza era indicativo de origen germano, los nobles y los burgueses que podían permitírselo se inclinaban por el consumo de vino, incluso en aquellas regiones en las que no había ni rastro de viñedos. A menos que pretendieran haber gala de un estatus diferente, como sucedió con ciertos grupos de nobles de origen anglosajón, que en la Inglaterra de los siglos XI-XII trataban de diferenciarse de los normandos.
Por lo que se refiere a la convivencia entre el vino y la cerveza en las hosterías, el primero era solicitado por sacerdotes, caballeros, jóvenes damas, señores y ricos comerciantes, mientras que la segunda era del agrado de artesanos, peregrinos y muchachos. Incluso en la literatura se respeta plenamente esta distinción, como se pone de manifiesto en los Cuentos de Canterbury. Aunque los señores y las clases acomodadas podían beber cerveza por la mañana o para apagar la sed durante una partida de caza, habría sido inadecuado servirla en un banquete nocturno.
También los recipientes destinados a conservar o beber la cerveza transmiten la idea de pobreza o simplicidad: no solamente los barriles eran de madera, sino también los enormes jarros y las barricas de un galón, así como las jarras más pequeñas, las garrafas o los vasos de una pinta (cerca de medio litro). Las familias más opulentas hicieron a este respecto alguna pequeña concesión al lujo, decorando con plata los grandes jarros de madera, a los que se añade una tapa. Son objetos personales que como tal aparecen en los testamentos y en los listados de bienes.
El aura de humildad ligada a la cerveza hacía de ella una bebida muy bien vista en las abadías. Aunque San Benito en la Regla había aceptado el consumo de vino, numerosos movimientos de reforma monástica, para distinguirse de la riqueza de las mesas episcopales o de las que proliferaban en las abadías decadentes, predicaban frecuentemente el regreso a la pobreza y a la frugalidad y, en este contexto, la cerveza era mejor tolerada que el vino. Fue así como en el norte de Francia, en Bélgica, en Holanda y en Inglaterra muchas abadías desarrollaron su propia producción de cerveza, que más tarde se convirtió en característica y tradicional. No es una casualidad que gracias a los Trapenses del siglo XVIII la denominada cerveza de abadía, con cuerpo, de color ámbar, muy alcohólica pero apenas amarga y con un inconfundible regusto a levadura, haya llegado hasta nosotros con la fama de ser la mejor del mercado.
Cerveza artesana de autor