El éxodo obligado por la guerra era el otro azote que no había cesado desde que, en los primeros días de agosto de 1936, unos campesinos andaluces y extremeños iniciaron iniciado una alucinada huida. Pero con el fin de la contienda éste se intensificó, convirtiendo a Madrid en una estación con viaje a ninguna parte. La presencia de todos estos hombres, mujeres y niños planteaba nuevos y numerosos problemas de acomodo, de adaptación, mientras las estaciones se llenaban de una muchedumbre que en muchos casos llevaba consigo todas sus pertenencias dentro de un hatillo, o de la maleta desvencijada: unos con la esperanza de encontrar una tierra donde poner punto final a su perenigraje; otros en disfrute de un permiso y muchos más de regreso a la unidad después de una licencia. El tren, a punto de partir de Madrid, era un hervidero de pasajeros de toda condición y clase. Los evacuados se abrazaban a sus posesiones, aferraban la mano a sus pequeños, no fueran a perderse en el tumulto. Las madres apretaban contra su pecho a los más pequeños. Y mientras el tren iniciaba su lenta marcha, se alargaban las despedidas, los últimos consejos para alguien que quedaba en el andén y a quien probablemente no se volvería a ver.
Zona de Atocha. Caballos muertos después de un bombardeo. Autor, Druidabruxux
Madrid y la calle Toledo durante la guerra. Autor, Recuerdos de Pandora
El final de la guerra trajo sus propios estragos, evidenciados por una carestía casi total de recursos y el control férreo que las autoridades aplicaban tanto a la producción como al comercio. Como resultado, en las calles y plazas de Madrid el estraperlo hacía de las suyas. Para los comerciantes y productores la implantación del mercado negro a todos los niveles fue algo providencial, y con ellos entraron también en el negocio una extraordinaria tropa de aventureros, intermediarios que crearon el eslabón preciso entre los que no querían dar la cara y el inevitable consumidor. Las variantes no tenían fin: adulteraciones, ventas ilícitas, compra de influencias, mercado de cupos… Y el nivel variaba desde la operación de altos vuelos hasta el estraperlo folklórico de las clases más bajas, el ferroviario del aceite o del arroz, o el callejero de la barra de pan oculta en el refajo, todo lo cual no era sino un medio de subsistir cuando la vida ofrecía para los de abajo su más tétrica faz. Cualquier producto de mercado se ocultaba al fisco y su venta se montaba sobre bases falseadas, documentos amañados y facturas camufladas. Los recibos iban sin membrete, los albaranes igual. En estas circunstancias la contabilidad era una completa superchería y el “¡usted no sabe con quién está hablando!”, la frase que abría puertas a la más completa impunidad.
Parque del Capricho, en Madrid, horadado de túneles de defensa republicanos. Autor, Druidabruxux
Ni que decir tiene que la pillería infantil madrileña rozaba el esperpento de las mejores novelas de Dickens. Muchos de ellos, sin padre y con la madre trabajando o sin ninguno de los dos, hacían de la calle su hábitat predilecto, y tras tomar su potaje en el comedor infantil se echaban al mundo urbano cual bandadas de gorriones para cometer pillerías. La recogida de niños pedigüeños era cosa de todos los días, llevándose después a albergues donde a algunos nadie los reclamaba. Allí los más pequeños se codeaban con los mayorcitos, más maleados, que enseñaban así al ignorante los trucos, las estratagemas y los hurtos más eficaces para ir tirando. Muchos vivían como carteristas típicos; otros simulando incapacidades y locuras mientras mendigaban, o haciendo de lazarillos de falsos invidentes. Estaba la hornada de los estraperlistas de tres al cuarto, aquellos que ofrecían tabaco rubio; y también los que hacían de avisacoches o abrían puertas. Las noches daban trabajo a la salida de los cabarets donde, a altas horas de la madrugada, se utilizaban sus servicios para ir hasta un piso donde comer un par de huevos fritos con jamón y pan blanco. Eso, o cosas peores, como aquellos infantes que alcahueteaban descaradamente la compañía de una hermana suya que decían virgen, o bien conducían a un prostíbulo a tanto el cliente.
Refugio familiar improvisado bajo una carretera
Eran también las noches el escenario ideal para las escenas más esperpénticas. Gentes que buscaban en las basuras restos comestibles o trozos de carboncillo susceptible de arder y dar calor. Gentes sin hogar, acurrucadas en las bocas del metro. Todo un escaparate de pillos, de chulos y de noctámbulos impenitentes poblaba la Gran Vía madrileña y sus calles adyacentes, mientras la fila de estraperlistas ofrecía bocadillos o pan, siempre prestos a correr al oír el grito de “¡la bofia!” y desapareciendo como por ensalmo de la vista de los transeúntes. Y de la estafa se pasaba con facilidad al hurto, sobre todo de metales: el hierro, el plomo, el aluminio o el cobre eran objeto de un tráfico ilícito intensísimo. Los robos de cañerías de plomo utilizadas en la conducción del gas estaban a la orden del día, a veces con mortales consecuencias por los escapes y explosiones consiguientes, y las conducciones de cobre eran asimismo muy solicitadas, aunque algunos pagaron con la vida electrocutándose al cortar cables de alta tensión. El robo de automóviles revestía características curiosas puesto que el vehículo en si no era muy apetecible (dada la escasez de carburante), de modo que los ladrones se limitaban a vaciar el depósito y a desmontar los neumáticos y todo lo que supusiese un beneficio inmediato. En algún caso, del coche no quedaba más que el chasis.
Madrid, 1938. Efectos de los bombardeos. Autor, Druidabruxux
Uno de los robos más macabros consistía en llevarse las lápidas mortuorias de los cementerios, convirtiéndolas después en mesitas para los cafés. Más de un cliente quedo estupefacto al pasar la mano distraídamente por el reverso de la mesa, palpando de seguido la leyenda del “tus hijos no te olvidan”. Y clamoroso fue también el caso de locales donde se vendían apetitosas liebres sabrosamente preparadas, y al parecer con disponibilidad inmediata. Tras levantar las sospechas de los agentes, la inspección concluía que lo que en realidad se vendía eran gatos… haciendo bueno el conocido refrán.
Evacuando los cuadros del Museo del Prado. Autor, M. Martín Vicente
Anécdotas que no ocultaban, en realidad, lo durísimo de una situación laboral trágica, aquella en la que cada cual, y según sus posibilidades, no tenía más remedio que recurrir al mercado negro para subsistir. El trabajador, a menudo sin convenios ni fijación de salarios mínimos, tenía que superar la insuficiencia de sus ingresos trabajando horas extraordinarias, o bien practicando un frenético pluriempleo. La angustiosa situación provocaba que la familia entera tuviese que colaborar en su conjunto: la madre buscando algún jornal como asistenta; los más pequeños practicando el estraperlo en las estaciones, o comenzando a trabajar en unos comercios o industrias totalmente dispuestos a aprovecharse de la mano de obra infantil; y el padre apurando una jornada laboral hasta llegar al agotamiento absoluto, y en la que ni siquiera el tiempo para la comida era un alivio: ésta se despachaba en el patio de la factoría o en un descampado cercano a base de gachas, algún arenque y un boniato de postre. Y todo para abordar después la larga jornada vespertina hasta el momento del pitido final, hora para salir disparado y sin lavarse apenas (tampoco abundaba el jabón) en busca del tranvía que le llevaría al trabajo nocturno. De madrugada se producía el retorno cansino a un hogar en el que aguardaba, si acaso, otro plato de gachas o de lentejas, algún trozo de tocino rancio y otro boniato.
La Gran Vía madrileña, en la actualidad. Autor, MisterTe
Claro que, lo que son las cosas, todavía podía estar esperándole una buena noticia en forma de botella de vino o un plato bien guisado. Esto solo ocurría si las tretas del mercado negro habían funcionado ese día para la madre o la hermana, principales agentes del merodeo clandestino. Y es que hubo que aguzar el ingenio, el admirable ingenio popular puesto a imaginar picardías que fueron la inspiración de uno de nuestros más brillantes géneros literarios: así surgieron las falsas embarazadas y los falsos jorobados que ocultaban el género en sus protuberancias. Así surgieron los chalecos con doble fondo, los petos con cámara llena de aceite que se acoplaba al torso. Las mujeres aparecían vestidas con miriñaques en cuyas oquedades (y hasta en la entrepierna) se colgaban lonchas de lomo y ristras de chorizos y longanizas. Y todo esto sin hablar de los trucos rozando lo sublime, como aquel cortejo fúnebre con un ataúd lleno hasta los bordes de pasta para sopa, o el más tierno del niño de pecho, y que en realidad se trataba de un odre lleno de aceite y envuelto en una toquilla…
Niños tomando su desayuno en el comedor social
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En una ocasión, buscando a mi abuelo en los archivos digitalizados del portal de archivos españoles (no apareció) topé de rebote con un par de inacabables expedientes de la policía política de la república. Habían sido incluidos en la Causa General después de la guerra. Los expedientes tenían cientos de folios.
Alguien debería hacer algún día justicia a esa historia. Registros continuos. Interrogatorios. Un juego del gato y el ratón sin descanso por todo Madrid. Un Madrid mucho más pequeño que el de ahora y, además, muy empequeñecido por la guerra. Un Madrid asfixiante, sin lugar al que correr. Con agentes comunistas, interrogados que delataban a quien fuera con tal de escapar, quintacolumnistas actuando en la clandestinidad, inteligencia y contra-inteligencia.
Sé muy bien que nunca nadie le prestará atención porque los malos de esa película no serían los buenos habituales. Y viceversa. Pero el clima y los hechos son fascinantes y sobrecogedores.
Era la guerra, y en la guerra casi todo vale si apoya a la causa, tanto en un lado como en el otro. Para llegar a ese nivel de detalle sería necesario investigar muy hondo.