1. Durante el Imperio Romano, regiones como Francia, el norte de Alemania, Polonia o incluso Rusia y la cuenca del Danubio disfrutaron de un clima mediterráneo difícil de imaginar hoy en día. Las temperaturas cálidas y una mayor sequedad ambiental permitieron a los romanos extender el viñedo por casi todo el continente, convirtiendo así a provincias enteras en centros productores de primer orden. Con la caída de Roma a finales del siglo V d.C. y la irrupción de diversas tribus bárbaras, la civilización y las costumbres refinadas de la época estuvieron a punto de desaparecer. No ocurrió así con el vino. Gracias al impulso evangelizador de la Iglesia y a la fundación de numerosos monasterios, el cultivo de los viñedos creció como la espuma y el vino se convirtió pronto en un producto apreciado a todos los niveles. En la Alta Edad Media, por ejemplo, los galenos lo consideraban como un remedio curativo excelente y recomendaron su consumo (en especial el vino tinto) para ayudar a la digestión, aclarar el humor y generar “buena sangre” en los pacientes. Claro que, si hemos de ser rigurosos, no podemos olvidar que las propiedades del aguardiente (producto de su destilado) eran aún más alabadas que el vino, por lo que hoy día se duda seriamente del criterio de estos sabios medievales.
Paisaje de viñedos en los Alpes franceses. Autor: Semnoz
2. La gran habilidad de los monjes en elaborar vinos trajo algo más que comercio y riqueza a las arcas de la Iglesia. El 8 de julio del año 793, una abadía en la costa norte de Gran Bretaña llamada Lindisfarne fue saqueada por gentes desconocidas llegadas del mar: los vikingos. Pronto esta ola de asesinatos, robos y destrucción se extendió por media Europa llegando incluso hasta España y el Mediterráneo, pero fueron sobre todo los conventos quienes más sufrieron sus consecuencias debido a las riquezas que acumulaban… Y al vino. Efectivamente, tras mejorar la preservación de los caldos gracias al uso de barricas fabricadas con madera, los monjes empezaron a disponer de grandes reservas en sus monasterios del sur de Alemania o de Francia para el comercio a gran escala. Esto, y la ostentación de riquezas de que hacían gala, hizo que los vikingos tomasen sus excursiones muy en serio y se aficionasen a visitarlos periódicamente con la llegada del buen tiempo. Aunque las técnicas de conservación no eran todavía perfectas y la mayor parte del vino se avinagraba al llegar la primavera, el hecho parecía no importar en absoluto a los nórdicos. Avinagrados o no, cargaban sus barricas junto con el resto de tesoros y desaparecían después en el mar sin dejar rastro, de modo que los previsores monjes no tuvieron más remedio que adelantarse a los ataques escondiendo el vino en sótanos y túneles subterráneos: habían nacido las bodegas.
Las ruinas de la abadía de Lindisfarne. Reino Unido. Auto: Russ Hamer
3. El famoso champán, que hoy sirve para acompañar nuestras celebraciones de Año Nuevo junto a las 12 uvas, toma su nombre de la región francesa donde nació: la Champagne. En su origen era un vino ceremonial todavía sin burbujas y usado en grandes acontecimientos de la nobleza franca. Con ocasión del bautismo del rey Clodoveo durante las Navidades del año 498, la excelsa criatura no solo recibió las aguas de manos de San Remigio sino que fue también ungido con champán, lo cual da idea de la estima que este caldo tenía entre los franceses. A menudo, la fermentación en las barricas no se producía correctamente y los vinos se echaban a perder al tiempo que el gas contenido en su interior hacía saltar los tapones de madera (motivo por el cual recibía el nombre de “vino del diablo”). La solución tuvo que esperar al siglo XVII y a la sagacidad del francés Pierre Pérignon, un monje ciego del cual se afirmaba que solo con probar una uva sabía de qué viñedo procedía. Pérignon ideó una nueva forma de atrapar las burbujas mediante el trasvase del líquido a botellas cerradas con corcho, lo que dio origen al champán moderno y a la fama imperecedera que le acompaña desde entonces por medio mundo.
Estatua de Pierre Pérignon en Épernay, Francia. Autor: Alexandre Campolina
4. La prueba del alto valor que el champán tenía en aquella época se recogió hace 3 años en el fondo del mar Báltico. Unos investigadores descubrieron los restos de un barco mercante, que hacia 1830 naufragó frente a las costas de Finlandia en su viaje hacia San Petersburgo, entonces capital de Rusia. En su interior aparecieron al menos 30 botellas de champán intactas, casi con total seguridad pertenecientes a la prestigiosa casa Veuve Clicquot y a una cosecha datada a finales del siglo XVIII. Según estiman los investigadores, las botellas habrían sido un regalo del rey francés Luis XVI a la Corte Imperial rusa, lo que demuestra no solo su categoría sino también el conocimiento que ya se tenía entonces del champán a lo largo y ancho de Europa. El equipo sueco responsable del hallazgo abrió una de las botellas para probar su contenido, y la sorpresa fue mayúscula: «Estaba fantástico… con un sabor muy dulce, se notaba roble y tenía un aroma muy fuerte a tabaco. Y unas burbujas muy pequeñas», dijo el submarinista. Según el gobierno regional finlandés, casi todas las botellas se han conservado perfectamente gracias a la oscuridad y las bajas temperaturas del mar Báltico, donde se han mantenido en reposo durante casi 200 años.
Después de la vendimia. Alvaro Alcalá Galiano. Óleo sobre lienzo, 1930
5. Varios especialistas han alabado este champán Veuve Clicquot con frases expresivas como “tiene un aroma tostado, con notas de café, y un sabor muy agradable con detalles de flores y limón», mientras que un experto sueco aseguraba que «no se parece a nada que haya probado antes». De lo que no hay duda es que, vistos los precios que pueden llegar a pagarse por un vino histórico, las reliquias encontradas en el mar Báltico poseen un valor extraordinario (ya han sido tasadas a razón de unos 48.000 € la unidad) y no es de extrañar que los descubridores prefieran mantener en secreto la localización exacta del hallazgo. Desde luego tienen buenas razones para ello puesto que en una primera subasta realizada poco después, un comprador anónimo de Singapur pagó la friolera de 54.000 € por dos botellas, convirtiéndolas así en el champán más caro de la historia vendido en una subasta. Pero los excesos pecuniarios no terminan con este ejemplo: también en 2010, una subasta celebrada en la casa Sotheby´s de Hong Kong batió el record absoluto con tres botellas de un vino Château Lafite-Rothschild, fechadas en 1869. Nuestro comprador fue con toda probabilidad un multimillonario chino que pujó por teléfono, y que no tuvo reparos en desembolsar la increíble cifra de 166.210 € por cada botella. Esto equivale a 22.500 € la copa o más de 1.500 € el sorbo… Todo un lujo al alcance de muy pocos.
Barriles de la casa Veuve Clicquot fundada en 1772. Champagne. Autor: Tomas Er
6. Una de las mayores excentricidades actuales en torno al vino lo constituye el hotel holandés “De Vrouwe van Stavoren” situado en Stavoren, un tranquilo pueblecito pesquero junto a la costa del mar del Norte. El hotel ofrece habitaciones comunes como cualquier otro establecimiento al uso, pero en su interior aloja también una sorpresa para sibaritas: por un módico precio que oscila entre 74 y 119 € la noche, el cliente puede dormir en un genuino y auténtico barril de vino fabricado en madera. Dispone para elegir entre 4 cómodas barricas con 15.000 litros de capacidad cada una y con todas las comodidades de una habitación normal: televisión, radio, teléfono y espacio para sentarse y dormir. Los barriles pueden alojar cómodamente a dos personas, disponen de baño anexo, sala de estar, y en temporada baja los descuentos alcanzan hasta el 75% del precio original. Aunque uno termine oliendo a vino durante el resto de la semana, sin duda es una oferta hostelera muy a tener en cuenta.
Viñedos cerca de Burdeos, cuna del vino más caro del mundo. Autor: Riolnet