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Corfú, Gerald Durrell y el reino perdido de los olivos

Corfú, Gerald Durrell y el reino perdido de los olivos

En 1956 el naturalista, divulgador y viajero británico Gerald Durrell publicó “Mi familia y otros animales”, una obra donde relata sus años de infancia en la isla griega de Corfú. Kérkyra, como se denomina en griego, se encuentra en el mar Jónico, un trozo de tierra de forma alargada en el límite entre Grecia y Albania y durante muchos siglos posesión de Venecia, antes de caer bajo el control de los británicos con las guerras napoleónicas. Sin embargo, no es su historia de asedios y batallas lo que atrajo a la familia Durrell hasta esas latitudes, allá por los años treinta del pasado siglo. Sus costas escarpadas; sus calas de aguas transparentes y fondos inmaculados; villas vetustas rodeadas de cipreses y el sempiterno aroma del arrayán envolviendo los bosques de olivos bajo el sol ardiente del Mediterráneo, son en conjunto atractivos suficientes para que cualquiera pueda sentirse tentado a considerar Corfú como el paraíso de sus sueños. Y Gerald, con sus escasos doce años, así lo consideró, a tenor de lo que escribiría posteriormente en la que hoy se considera su obra cumbre.

Las páginas del libro, cálidas, nostálgicas y divertidísimas en grado sumo, son un desfile inacabable de paisajes encantadores y de personajes imposibles de olvidar: estrambóticos unos, divertidos otros y todos entrañables en su conjunto, siempre con la Grecia más profunda resaltando sus rasgos como un telón de fondo multicolor. Un mosaico de vivencias moldeadas por el brillo cegador del Mare Nostrum, y que en su frescura juvenil contribuyen a firmar algunos de los pasajes más memorables de la literatura contemporánea universal. Les dejamos con una selección variopinta de los mismos, acompañados de un muestrario de fotografías que de seguro les hechizarán al igual que lo han conseguido en nosotros. No podía ser de otra forma, puesto que se trata de Gerald Durrell en estado puro y, por supuesto, de Corfú, la isla y el reino perdido de los olivos. ¡Que lo disfruten!

2. Amanecer. Fortaleza de Corfú a la izquierda. Autor, Alex Ki

Amanecer. Fortaleza de Corfú a la izquierda. Autor: Alex Ki

3. Callejeando por Corfú. Autor, Qfwfq78

Callejeando por Corfú. Autor: Qfwfq78

4. Estampa costera de la isla. Bas Boerman

Estampa costera de la isla. Bas Boerman

5. Sendero entre olivos y cañas. Autor, Keith Laverack

Sendero entre olivos y cañas. Autor: Keith Laverack

1. “Corríamos por una carretera blanca cubierta de un estrato de polvo sedoso que se alzaba como una hirviente nube a nuestro paso, toda ella flanqueada de chumberas formando una empalizada de placas verdes hábilmente apoyadas unas en otras, salpicadas de bolas de rojo fruto. Dejamos atrás viñedos en los que las pequeñas y achaparradas cepas se vestían de un encaje de hojas verdes, olivares cuyos troncos horadados nos dirigían mil muecas sorprendidas desde su oscura sombra, y listados cañaverales que agitaban sus hojas como una multitud de banderitas verdes. Al fin coronamos a toda marcha una colina, y Spiro pisó el freno deteniendo el coche en medio de una niebla de polvo.

– Hemos llegado – dijo, apuntando con su carnoso dedo índice –; ésa es la villa con baños, como ustedes querían.

Mamá, que durante todo el trayecto había venido con los ojos firmemente cerrados, los abrió ahora cautelosamente y miró. Spiro apuntaba hacia una suave curva de la colina asomada sobre el mar brillante. La colina y los valles circundantes formaban como un edredón de olivares, reluciente como un pez allí donde la brisa movía las hojas. A media pendiente, protegida por un grupo de altos y esbeltos cipreses, asomaba la villa, como una fruta exótica rodeada de verdor. Los cipreses cabeceaban levemente en la brisa, diríase que afanados en pintar el cielo aún más azul para nuestra llegada”.

6. Un detalle de la ciudad y su costa. Autor, Ben Salter

Un detalle de la ciudad y su costa. Autor: Ben Salter

7. Calas de aguas transparentes. Autor, Keith Laverack

Calas de aguas transparentes. Autor: Keith Laverack

8. Ambiente marinero. Autor, Carol Munro

Ambiente marinero. Autor: Carol Munro

9. Casas de labranza en el interior de la isla. Autor, Ben Salter

Casas de labranza en el interior de la isla. Autor: Ben Salter

10. Casas en la parte antigua de la ciudad de Corfú. Autor, Ingridf_nl

Edificios en la parte antigua de la ciudad de Corfú. Autor: Ingridf_nl

2. “A Margo la primavera siempre le sentaba mal. Su aspecto externo, preocupación que normalmente la absorbía, casi se convertía entonces en obsesión patológica. Montañas de ropa planchada llenaban su cuarto, mientras la cuerda de tender se hundía bajo el peso de la ropa recién lavada. Cantando con voz aguda y desafinada deambulaba por la villa, cargada de montones de vaporosa lencería o frascos de perfume. A la menor ocasión se colaba en el cuarto de baño, en medio de un revuelo de toallas blancas, y una vez dentro hacerle salir era más arduo que despegar una lapa de un peñasco. Uno a uno, todos sus familiares nos turnábamos para vociferar y aporrear la puerta, sin obtener con ello mayor satisfacción que garantía de que ya estaba terminando: garantía en la cual la amarga experiencia nos había enseñado a no confiar. Emergía por fin resplandeciente e inmaculada, y tarareando volaba a tomar el sol en los olivares o a bañarse en la playa (…)

Margo, por el simple hecho de tomar el sol en los olivares enfundada en un bañador microscópico, había reunido a una ardiente banda de apuestos jóvenes campesinos que como por arte de birlibirloque surgían de un paisaje aparentemente desierto, cada vez que se le acercaba una abeja o pretendía correr la tumbona. Mamá se sintió obligada a señalar que los dichos baños de sol le parecían un poco imprudentes.

– Además, querida, ese bañador no cubre mucho, ¿no crees? – añadió.

– Oh, mamá, no seas tan anticuada – dijo impaciente Margo -. Además, de algo hay que morirse.

Observación tan desconcertante como cierta, que bastó para silenciar a mamá”.

11. Dunas y playas al rur de Corfú. Autor, Whl.Travel

Dunas y playas al sur de Corfú. Autor: Whl.Travel

12. El mundo bajo mis pies. Autor, Mark Houchin

El mundo bajo mis pies. Autor: Mark Houchin

13. Interior de la iglesia de Agios Spyridon. Autor, Keith Laverack

Interior de la iglesia de Agios Spyridon. Autor: Keith Laverack

14. Las recortadas costas de Corfú. Autor, Keith Laverack

Las recortadas costas de Corfú. Autor: Keith Laverack

15. Rincón con olivo. Autor, Keith Laverack

Rincón con olivo. Autor: Keith Laverack

3. “En verano, cuando había luna llena, la familia se aficionó a bañarse de noche, porque durante el día el mar no refrescaba de puro caliente. En cuanto salía la luna bajábamos por entre los árboles hasta el chirriante embarcadero y saltábamos a bordo de la “Vaca marina”. Anclábamos en aguas profundas y nos tirábamos por la borda a chapotear y bucear, poniendo un temblor en la luz que bañaba la superficie de la bahía. Cansados, nadábamos desganadamente a tierra y nos tendíamos sobre las rocas, cara al cielo moteado de estrellas. Pasada una media hora me solía aburrir la conversación: entonces me iba de nuevo al agua y cruzaba a nado la bahía para luego flotar boca arriba, sostenido por el mar cálido y con la vista fija en la luna (…)

Nos tumbamos a comer en la playa. Al descorchar el vino al final de la cena y como a una señal convenida, unas cuantas luciérnagas aparecieron sobre los olivos a nuestra espalda, especie de obertura del espectáculo. Primero no fueron más que dos o tres puntitos verdes que flotaban blandamente entre los árboles, encendiéndose y apagándose con regularidad. Pero pronto surgieron más y más, hasta iluminar algunas partes del olivar con un extraño resplandor verdoso. Jamás habíamos visto tal cantidad de luciérnagas: enjambres enteros volaban entre los árboles, trepaban por la hierba, los matorrales y los troncos de olivo, pasaban sobre nuestras cabezas y se posaban en las toallas como ascuas verdes. Nubes de luciérnagas salieron al mar revoloteando sobre las olas, y en ese preciso instante aparecieron los delfines nadando en fila india por la bahía, cimbreándose rítmicamente, con los lomos pintados de fósforo. En el centro de la cala se detuvieron a nadar en círculo, girando y sumergiéndose, saltando a veces en el aire para caer en medio de un estallido de luz”.

16. Otra de las calles de Corfú. Autor, Michael of Scott

Otra de las calles de Corfú. Autor: Michael of Scott

17. Corfú, la isla del sol naciente. Ingridf_nl

Corfú, la isla del sol naciente. Autor: Ingridf_nl

18. Corfú, paraiso de cipreses y olivos. Autor, Keith Laverack

Corfú, paraíso de cipreses y olivos. Autor: Keith Laverack

19. Casas perdidas en un mar de olivos. Autor, Laura O'Connell

Casas perdidas en un mar de olivos. Autor: Laura O’Connell

20. La isla del Ratón, en Corfú. Autor, Keith Laverack

La isla del Ratón, en Corfú. Autor: Keith Laverack

4. “Hice amistad con las rollizas muchachas campesinas que mañana y tarde pasaban por delante del jardín. Montadas a la mujeriega sobre sus derrengados burros de orejas gachas, eran chillonas y parlanchinas como cotorras, y su charla y su risa reverberaban en los olivares. Por la mañana saludaban sonrientes al paso rítmico de sus burros, y al atardecer se inclinaban sobre el seto de fucsia, balanceándose precariamente en sus monturas, para ofrecerme regalos con una sonrisa: un racimo de uvas color ámbar todavía calientes del sol, brevas negras como el alquitrán veteadas de rosa por donde se habían desgarrado de puro maduras, o una sandía gigante llena de rosáceo hielo en su interior (…).

Poco a poco la magia de la isla se nos iba posando suave y adherente como un polen. Cada día tenía tal tranquilidad, tal atemporalidad, que deseábamos que no acabase nunca. Pero la oscura piel de la noche se rasgaba para entregarnos otro día más, polícromo y brillante como una calcomanía y con el mismo matiz de irrealidad”.

21. Otra estampa de la isla del Ratón. Autor, Keith Laverack

Otra estampa de la isla del Ratón. Autor: Keith Laverack

22. Rincón de la ciudad. Autor, Rob.Sandbach

Rincón de la ciudad. Autor: Rob.Sandbach

23. Una vivienda imposible junto al mar. Autor, Getty

Una vivienda imposible junto al mar. Autor: Getty

24. Villas y olivos en el interior de la isla. Autor, Powwow

Villas y olivos en el interior de la isla. Autor: Powwow

25. El olivo, la joya de Corfú. Autor, Ángel Hernansáez

El olivo, la joya de Corfú. Autor: Ángel Hernansáez

5. “Poco después de sernos arrebatada la tortuga Aquiles obtuve otro animalito. Esta vez fue un palomo. Era todavía muy joven y había que alimentarle a la fuerza a base de pan con leche y cereal mojado. Debido a su apariencia repugnante y a su obesidad, Larry propuso llamarle Quasimodo, y yo, gustándome el nombre sin darme cuenta de sus resonancias, accedí (…) Por efecto de su nada ortodoxa crianza y del hecho de no tener padres que le enseñaran las cosas de la vida, Quasimodo estaba convencido de no ser en realidad un ave y se negó a volar. En su lugar, iba a todas partes andando. Si le apetecía subirse a una mesa o a una silla, se metía debajo y, ladeando la cabeza, arrullaba con su rico timbre de contralto hasta que alguien le subía. Siempre quería participar en todo lo que hiciéramos, y hasta intentaba venirse con nosotros de paseo. Pero esto no se lo podíamos permitir, porque o había que llevarle sobre un hombro, con el consiguiente peligro de accidentes para la ropa, o dejarle caminar detrás. Si se le dejaba caminar había que ajustar el propio paso al suyo, porque si uno se adelantaba mucho pronto llegaban a sus oídos los arrullos más frenéticos e implorantes, y al volverse se encontraba a Quasimodo corriendo desesperadamente a la zaga, meneando la cola seductoramente y con el irisado buche inflado de indignación ante tamaña crueldad.

Empeñóse Quasimodo en dormir en casa; no hubo coacción ni rapapolvo que lograse hacerle ocupar el palomar que yo le había construido ex profeso. Prefería dormir a los pies de la cama de Margo. Con el tiempo, sin embargo, se le desterró al sofá del cuarto de estar, porque si de noche Margo se daba la vuelta Quasimodo se despertaba, brincaba por la casa y acababa por posársele en la cara, arrullando cariñosa y enérgicamente”.

26. Mar encrespado en la isla. Autor, Riccardo

Mar encrespado en la isla. Autor: Riccardo

27. Mi isla perdida. Autor, John Gulliver

Mi isla perdida. Autor: John Gulliver

28. Monasterios de Vlajerna y Pondikonisi. Autor, Keith Laverack

Monasterios de Vlajerna y Pondikonisi. Autor: Keith Laverack

29. Bosque de olivos centenarios. Autor, Keith Laverack

Bosque de olivos centenarios. Autor: Keith Laverack

30. Anochecer en la isla. Autor, Albusorin

Anochecer en la isla. Autor: Albusorin

6. “Aparte de Agathi, la persona que más me gustaba era el pastor Yani, un viejo alto y desgarbado con narizota ganchuda como el pico de un águila y unos bigotes increíbles. Le conocí una tarde calurosa en que Roger y yo habíamos pasado horas intentando hacer salir a un gran lagarto verde de su rendija en un muro de piedras. Al cabo, vencidos, sudorosos y cansados, nos tiramos al pie de cinco cipresitos que arrojaban un pulcro cuadrado de sombra sobre la agostada hierba. Estando allí tendido oí aproximarse el tintineo débil y soñoliento de una esquila, y al poco todo el rebaño de cabras desfiló por nuestro lado, parándose brevemente para mirarnos con sus ojos ausentes y amarillos, balar sarcásticamente y seguir andando. El suave murmurar de sus esquilas, y de sus dientes arrancando y triscando la maleza, ejerció sobre mí un efecto sedante, y cuando ya se alejaban a paso lento y llegó el pastor yo estaba casi dormido. Apoyado en su parda garrota de olivo paróse a mirarme con sus fieros ojillos bajo las cejas hirsutas, las grandes botas bien plantadas en el brezal (…)

– Le voy a decir una cosa, pequeño lord – dijo -; es peligroso que se tumbe ahí, bajo los árboles.

Alcé la mirada a los cipreses pero me parecieron bastante sólidos, y al no encontrar en ellos nada alarmante le pregunté por qué pensaba que eran peligrosos.

– Ah, sentarse sí se puede. Dan buena sombra, fría como agua de pozo; pero ahí está lo malo, que le tientan a uno a dormirse. Y jamás, por ningún motivo, se debe dormir a la sombra de un ciprés.

Hizo una pausa, se atusó el bigote, esperó a que le preguntase por qué, y prosiguió entonces:

¿Qué por qué? Porque si se hace se despierta uno cambiado. Los cipreses negros son peligrosos, sí. Mientras que uno duerme, sus raíces se le meten en los sesos y se los llevan, y al despertarse está uno loco, con la cabeza más vacía que un pito”.

 

Todas las citas literarias se han extraído de la obra “Mi familia y otros animales”. Gerald Durrell.
Alianza Editorial, 1975

 

31. Corfú, entre amigos. Autor, Catherine Murray

Corfú, entre amigos. Autor: Catherine Murray

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Ciudad Real, años Cincuenta. Tertulias y anécdotas alrededor de un botijo

Ciudad Real, años Cincuenta. Tertulias y anécdotas alrededor de un botijo

El próximo 7 de junio y durante 3 días se llevará a cabo en la plaza Mayor de Ciudad Real el popular Mercado “Años 50” con el objetivo de revivir en la mente de todos una época única, cargada de connotaciones nostálgicas. Actores, artesanos y visitantes habrán de unir esfuerzos para recrear no sólo los oficios, sino también el vocabulario y los usos de una década que muchos de nosotros no conocemos más que en los libros o el cine, pero que sin duda nos resulta totalmente familiar… Sin ir más lejos ¿Quién no tiene en casa el típico botijo del abuelo decorando la estantería del comedor?

Plaza Mayor de Ciudad real. Autor, Kyezitri

                                                           Plaza Mayor de Ciudad Real. Autor: Kyezitri

Mujer bebiendo de botijo. William-Adolphe Bouguereau. Óleo sobre lienzo. 1886

                              Mujer bebiendo de botijo. William-Adolphe Bouguereau. Óleo sobre lienzo. 1886

Y hablando de botijos… Aunque se trata de un invento que ya viene de lejos, una de sus imágenes más populares procede de aquellos veraneos familiares de los 50 y 60, cuando la familia en bloque se embutía dentro del Seiscientos para atravesar España en plena canícula de julio, camino del litoral. Y es que nadie puede negar que el botijo es un gran invento. Había botijos de arcilla blanca y de arcilla roja, y existían también de verano y de invierno. Los primeros refrescaban el agua gracias a los poros de la arcilla y al efecto de transpiración producido en la superficie del recipiente. En cambio los de invierno se recubrían de una capa vítrea impidiendo tal proceso, al tiempo que se aprovechaba para decorarlo según gustos y producir un objeto de gran valor ornamental. Con el fin de proteger el agua de los insectos era frecuente que la boca ancha apareciese cubierta por el conocido tapete blanco de ganchillo, mientras que al pitorro se le insertaba una pieza artística acabada en punta (o para acabar pronto, un simple trozo de sarmiento).

Cerámica de Talavera y botijo de invierno. Autora, Lourdes Cardenal

                                      Cerámica de Talavera y botijo de invierno. Autora: Lourdes Cardenal

Madre y niño con un botijo. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1905

                                        Madre y niño con un botijo. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1905

Los botijos tenían su aquel, y todos sabían por ejemplo que nunca debía usarse un botijo nuevo si éste no era antes “curado” para evitar que el agua tuviera sabor a barro. Para evitarlo se llenaba el recipiente de una mezcla de agua y anís y se dejaba reposar al menos una semana antes del estreno. No era mala idea lo del anís, y de hecho en muchas zonas de España fue tradición usar el botijo no para el agua, sino para contener “palometa”, léase agua mezclada con un buen chorro de cazalla, lo que aparte de quitar la sed resultaba un buen reconstituyente. Sobran los testimonios que ilustran esta costumbre, como el recogido en uno de aquellos viajes infumables a la costa levantina: “Nemesio, ya nos hemos dejado otra vez el cruce, a ver si prestas más atención. Y deja de hacerle caso a tu padre que desde que salimos del pueblo no suelta el botijo ni para toser” El conductor al volante, que se cabrea “¡Pero qué tiene que ver ahora mi padre y el botijo, a ver!”. “¡Pues qué va a ser! Que lo ha llenao al salir con el aguardiente de la alacena. ¡Ea, míralo como sonríe!”.

El inefable Seiscientos a la aventura. Autor, Óscarq

                                                   El inefable Seiscientos a la aventura. Autor: Óscarq

En todas las casas había un botijo con agua fresca, y hasta el barbero o el maestro presumían de tener el suyo, siempre sobre un plato de barro arrimado al rincón más alejado de la puerta. Para muchos el botijo de los Cincuenta está asociado a su niñez y a aquellas expediciones de la chiquillería hasta el taller del alfarero para recoger las piezas defectuosas, que luego servían en multitud de juegos más o menos inocentes. Era aquella la época de separación de sexos y las niñas en corro se iban pasando el cacharro al compás de canciones pegadizas, que resonaban en las plazas con voz despreocupada y feliz. Los niños, en cambio, éramos más de piedra, correa y descalabro. Algunos (los menos) se quedaban junto al torno para ver como las manos portentosas del artesano sacaban esos recipientes y filigranas de barro, nacidos como por arte de birlibirloque de un montón de arcilla informe. Luego se supo que al fin y al cabo no era tan milagroso el invento, y que el secreto de un buen botijo consistía en añadir sal a la masa con el fin de lograr la porosidad adecuada, lo que permitía a la pieza “sudar” y por tanto refrescar el agua contenida en su interior.

Aquellos maravillosos años de la niñez. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

                      Aquellos maravillosos años de la niñez. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

Las manos milagrosas del alfarero. Autor, Juantiagues

                                                 Las manos milagrosas del alfarero. Autor: Juantiagues

Con el paso de los años los botijos cambiaron de contexto pero no de importancia para el populacho. En los cines de verano era habitual, por ejemplo, que el aguador (gran oficio anterior a la existencia de agua corriente en los edificios) vendiese tragos en botijo a peseta la «jartá», es decir, que por una peseta uno bebía lo que pudiese de un tirón. El truco consistía en aprender a tragar y respirar a un tiempo, y los jóvenes más habilidosos llegaban a vaciar el recipiente por completo para desesperación del botijero, que debía ir a llenarlo una y otra vez a la fuente. Los que no sabían usarlo terminaban con la camisa empapada y eran objeto de burlas constantes. Quizá sea éste el origen de ciertas asociaciones crueles entre botijo y maña: “Parecía tonto cuando lo cambiamos por un botijo”, o también este otro, “El otro día murió uno ahogado en la cocina de su casa. Se puso a beber de un botijo, y no supo pararlo”.

El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1620

                                          El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1620

Durante la siega o la vendimia se agradecía un parón para hacer circular el botijo rebosante de agua fresca, acompañado a ser posible de un trago de aguardiente, y en muchos pueblos era costumbre tener el botijo a la puerta de casa para invitar a los transeúntes más o menos ociosos, que agradecían el gesto quedándose «un momento» a intercambiar los ultimos comadreos locales. De noche, en cambio, lo erótico tomaba cuerpo: como en los hogares todavía escaseaba el televisor, la tertulia de calle alrededor del botijo resultaba cosa obligada, y también los paseos de la moza hasta el pozo para buscar agua fresca (como era tradición). Y, claro, adonde iba ella… allá que volaba él. Si los botijos hablaran. No cabe duda que el Generalísimo debió de estar muy contento con este instrumento nacional tan apropiado a sus planes de repoblar el país, en las décadas de los 50 y 60. Aunque no todos compartieron su idea: harto de oír que ésta y otras decisiones del Caudillo le venían inspiradas por la paloma del Espíritu Santo, el novelista y diplomático español Agustín de Foxá replicó: “Si eso es cierto, yo me hago del tiro a pichón”.

Acarreando paja después de la siega. Autora, Plácida

                                                   Acarreando paja después de la siega. Autora: Plácida

Tertulia en el cortijo. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

                                    Tertulia en el cortijo. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

Y es que el socorrido botijo servía lo mismo para una boda que para un bautizo, aunque existen testimonios de la época que achacan a este recipiente los usos más inverosímiles. Es el caso recogido por el escritor José Ignacio de Arana en su Anecdotario Médico, donde cuenta el intento de suicidio de uno de sus pacientes: una mujer entra despavorida en la consulta al grito de “¡Corra, por Dios, Doctor, que mi padre se está suicidando!”. El médico se incorpora, coge al vuelo el maletín y ambos salen de estampida sin tiempo que perder. La carrera es más de lo que puede soportar el galeno, cuesta arriba y cuesta abajo, esquivando transeúntes al galope y con más de un tropiezo en los cruces peligrosos a causa de los vehículos, de modo que en poco tiempo comienza a faltarle el resuello y a quedarse atrás. “¡Doctor, por lo que más quiera! Quizás sea ya demasiado tarde”. Totalmente derrengado pregunta con un hilo de voz “¿Pero se ha tomado algo? ¿Se ha cortado las venas, o qué?” “No, que va. Ha cogido el botijo de madre y se está abriendo la cabeza con él”. El médico para en seco su carrera y se la queda mirando. “Es que está mal de la chaveta, mi padre. Por la mañana se ha levantado con esa fijación y ahora no hay quien lo pare”. Cuando llegaron a su casa vieron que, efectivamente, el hombre asía el recipiente con las dos manos y se daba porrazos al grito de “¡Es que me mato, me mato!”. Por fortuna la cosa no pasó de ser un buen susto y el doctor pudo volver finalmente a su consulta, esta vez a un paso más tranquilo.

La ciencia del botijo. Autor, Frado66

                                                               Graffiti sobre la ciencia del botijo. Autor: Frado66

A pesar del desuso y la caída en popularidad, hoy podemos decir sin temor a equivocarnos que existe un botijo en cada pueblo o aldea de nuestro territorio. Hay, incluso, museos enteros con el botijo como único protagonista. Toral de los Guzmanes, en León, o el más conocido de Villena, han incorporado a lo largo de los años cientos de piezas únicas de valor material y sentimental incalculable, y lo mismo puede decirse sobre la colección particular de la alcazareña Julia Morales, verdadera obra maestra de artesanía en tierras manchegas. Pero el botijo, como suele decirse, traspasa fronteras, y si hay un sitio donde este recipiente ha sido ensalzado y aparece como verdadero estereotipo de la personalidad de un pueblo, es en la capital de España. Según la leyenda San Isidro hizo brotar agua de una roca mientras trabajaba en los campos, y como recuerdo de aquel milagro se levantó junto a aquel rincón del Manzanares la famosa ermita en su honor. Desde el siglo XVI y durante las fiestas del Santo es costumbre que los madrileños acudan a beber de esas aguas antes de marcharse a la Pradera para merendar, y hoy abundan allí los puestos de venta de rosquillas, garrapiñadas y por supuesto los tradicionales botijos de vino de San Isidro, solicitadísimos por cualquier devoto ávido de plegarias y diversión.

Botijos de Alcorcón. Autor, Tamorlan

                                                               Botijos de Alcorcón. Autor: Tamorlan

Fiesta en la ermita de san Isidro. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1788

                               Fiesta en la ermita de san Isidro. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1788

Pero no hay que echar mano de leyendas castizas para explicar la fama de este recipiente. Existió antaño en Madrid un comercio de aperos y quincalla llamado precisamente “La Tienda del Botijo”, en el madrileño barrio de La Latina, y cuyo sonoro nombre aludía al botijo lleno de aguardiente que el propietario colocaba muy ufano en su mostrador. Por una perra gorda cualquiera podía echar un buen trago de aquel manantial de sabiduría, y mucho nos tememos que fue este servicio y no el género de venta lo que terminó por hacer del local uno de los puntos más aclamados de la capital (no es casualidad que hoy, transformada en tienda de cosméticos, siga conservando el nombre original).

Tendero y exposición de piezas de alfarería. Autor, Wiros

                                                 Tendero y exposición de piezas de alfarería. Autor: Wiros

Todo un icono de lo español, el botijo pretende en los próximos años saltar las fronteras de nuestro planeta y hacer un viaje al espacio. Sí, como se oye. Esa es al menos la idea de Xavier Gabriel, el famoso lotero de la Bruja de Oro, quien tras pagar 156.000 € a tocateja será uno de los próximos tripulantes de la nave espacial VSS Enterprise, propiedad de un magnate estadounidense. Tras arduas negociaciones el leridano consiguió también que la empresa aceptase colocar en órbita un botijo de su propiedad, y que encargó previamente a un artesano extremeño del municipio de Salvatierra. Sin duda la epopeya supera todas las expectativas para tan humilde utensilio, y según comentó el propio Xavier: “No sé si decir algunas palabras históricas, algo así como que es un pequeño paso para un botijo, pero un gran trago para la humanidad». Sea cual sea el resultado de esta historia, y a pesar del gusto por la modernidad y el glamour aplastantes que nos invade hoy día, tendremos que aceptar que el humilde botijo lleva camino de convertirse en estereotipo único de nuestra cultura ante el mundo, y por supuesto, en el utensilio español más famoso de la galaxia.

La Tierra desde el Espacio exterior. Aytor, Garysan97

                                                    La Tierra desde el Espacio exterior. Autor: Garysan97

Botijo decorando una ventana. Autora, Bego Díaz

                                                       Botijo decorando una ventana. Autora: Bego Díaz