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Si Quercus Ilex hablara…

Quercus Ilex

Los árboles están ligados a la historia y evolución del ser humano desde sus orígenes, cuando éramos conscientes de nuestra dependencia de la naturaleza que era y es la que propicia nuestra existencia como especie.
Los bosques, los ríos, el cielo… eran admirados y temidos a un tiempo, como seres dotados de poder y energía con los que teníamos que estar en armonía; y sobre todo el árbol era venerado como un ser inmortal y fuente inagotable de vida y de recursos.

Esta es la historia de uno de esos árboles.

Quercus Ilex nació en un bosque mediterráneo del Campo de Montiel a principios de febrero de hace muchos, muchos años, en el mismo siglo en que Colón descubrió América. Era un roble pequeño y delgadito que apenas podía sacar sus minúsculas ramitas a través del suelo cubierto de fría escarcha.
Su madre lo miró pensando “este arbolito no me crecerá mucho. Seguro que el pesado gorgojo de las bellotas se comió casi todo su alimento”.
En aquel siglo era todo muy diferente. Había mucho bullicio y luchas en esta tierra; gentes de diferentes oficios, razas y religiones compartían y peleaban por las tierras, igual que lo hacían en el bosque encinas, sabinas y matorrales.
Durante un tiempo los demás árboles del bosque crecían más deprisa y se burlaban de él, pero Quercus Ilex no les hacía caso y prefería escuchar las fascinantes historias que le contaban los mayores sobre los caballeros que vivieron en el castillo de Montiel, o sobre las aventuras amorosas e intrigas de Francisco de Quevedo o Jorge Manrique. Era un romántico.
Y mientras, se estiraba y estiraba todo lo que podía para parecer más grande y más fuerte y se esforzaba por seguir recto y firme, aguantando el fastidioso y potente sol.

Tronco encina

Reflejos del sol en el tronco de Quercus

Un día notó sus raíces muy húmedas y vio que junto a él brotaba agua de las rocas. Empezó a hacerse cada día más alto, más grueso su tronco y sus ramas se extendían muy lejos, como enormes brazos estirados. Los animales y los pastores empezaron a acercarse a él buscando el frescor de su copa en verano y el calor del sol en invierno, y mientras sus colegas desaparecían, unos para carbón, otros para hornos y muchos para construir casas, él se transformaba en un árbol majestuoso al que empezaron a llamar el gran Quercus Ilex.

En los siglos siguientes era él quien contaba historias a los más jóvenes; de caballeros y guerrilleros, señores e inquisidores… Pero poco a poco fue quedándose sólo en el antiguo bosque; sólo tenía algunos compañeros de su edad, casi tan grandes como él, que ya se sabían todas sus batallitas y además estaban un poco alejados y ni siquiera llegaban a escucharse. Sin embargo, le alegraba mucho la compañía de las ovejas y de los pocos humanos que quedaban en la zona que le respetaban mucho, aunque de vez en cuando le cortaran ramas y le quitaran bellotas para alimentar al ganado.

Pasaban los siglos y el gran Quercus Ilex iba notando el peso de la vejez. A veces, sobre todo cuando helaba mucho o hacía mucho calor, alguna rama gorda se le rompía y su copa iba perdiendo grandiosidad, pero no le importaba porque esa rama, en el suelo, pronto se convertía en el hogar de muchos insectos que le animaban con sus revoloteos y colores.

Los frutos de Quercus Ilex. Autor, M. Teruel

Los frutos de Quercus Ilex. Autor, M. Teruel

Cuando el gran Quercus Ilex cumplió 550 años, el Campo de Montiel se fue quedando sin pobladores y sin ganado y pensó que se quedaría muy sólo al final de su vida. Ya no escuchaba las conversaciones de los humanos, ni sus risas, ni sus quejas, aunque tenía el alboroto de varias familias de pico picapinos que nadie sabe cómo habían llegado hasta aquí y que tenían su casa en la parte más alta de las ramas. Y por las noches venían a visitarle el zorro y el gato montés. Bueno, y algún viejo jabalí que se rascaba en su tronco y le hacía cosquillas.
Un día, hace unos 20 años, de nuevo el Quercus Ilex escuchó muchas voces. Voces de niños y mayores que le rodeaban, le abrazaban y se quedaban mirándole con la boca abierta.
Desde entonces, nunca más ha echado de menos a los humanos. Todos los días escucha las palabras de admiración y cariño de personas que vienen a verle desde todas partes del país y aunque ya nota la debilidad de sus más de 600 años, el gran Quercus Ilex es uno de los árboles más felices de La Mancha.

Detalle de Acacia de tres espinas. Castillo de Montizón

Detalle de Acacia de tres espinas. Castillo de Montizón. Autor, Antonio Bellón

Si necesitáis respirar aire puro y un poquito de ecoturismo por Ciudad – Real, os recomiendo visitar los siguientes árboles y arboledas monumentales del Campo de Montiel, por su porte y por su valor paisajístico:
– Los magníficos y raros ejemplares de acacia de tres espinas, a los pies del castillo de Montizón. Perfectamente adaptadas al entorno y a las condiciones de nuestro clima.
– La encina del cortijo de El Toconar, en Almedina, varias veces centenaria.
– Las sabinas centenarias en el entorno de la Laguna Blanca, en Villahermosa. Muy valiosas por su antigüedad y belleza estética, con ramas atormentadas por la climatología.
– La encina centenaria de bellotas comestibles, grandes como castañas, de Los Monegrillos, en Fuenllana. Y algo más lúgubre, el ciprés centenario de su cementerio.
– Los nogales centenarios junto a los Ojos de Montiel.
– El olmo de Albaladejo, mencionado en el Quijote.
– El viejo álamo blanco junto a la Laguna Redondilla y la majestuosa noguera de San Pedro, en las Lagunas de Ruidera.
– Los grandes pinos carrasco de la finca de Cañas en Villanueva de los Infantes.
– Las encinas adehesadas centenarias en el Pozo de la Serna.
– Las choperas de chopo lombardo de Cañamares, en Villahermosa.
– Y por último la gran higuera que ha colonizado toda la aldea de Torres.

La Laguna Blanca de Villahermosa con las sabinas al fondo. Autor, Miguel Andújar

La Laguna Blanca de Villahermosa con las sabinas al fondo. Autor, Miguel Andújar

Encina de Los Monegrillos. Fuenllana. Autor, Salvador Dueñas

Encina de Los Monegrillos. Fuenllana. Autor, Salvador Dueñas

Nogales en Ojos de Montiel. Autor, Julián J. Valverde

Nogales en Ojos de Montiel. Autor, Julián J. Valverde

Pinos carrascos de Cañas. Autor, Julián J. Valverde

Pinos carrascos de Cañas. Autor, Julián J. Valverde

Por los campos del Pozo de la Serna. Autor, Antonio Bellón

Por los campos del Pozo de la Serna. Autor, Antonio Bellón

Chopos lombardos en Cañamares

Chopos lombardos en Cañamares. Autor, Antonio Bellón

Noguera Ruidera
Noguera de San Pedro junto a la ermita de San Pedro. Lagunas de Ruidera dentro del término de Ossa de Montiel. Autora, Yoyi Ca

Encina de El Toconar. Autor, Entreviñas Villanueva de los Infantes

Encina de El Toconar. Autor, Entreviñas Villanueva de los Infantes

Si queréis descubrir esta maravillosa tierra, os proponemos vivir estas experiencias con www.sabersabor.es

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Un artículo de Antonio Bellón Márquez
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Fotografía de portada: Encina milenaria. Autor, Luis Fernández

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La magia de la dehesa manchega y sus carrascas centenarias

La magia de la dehesa manchega y sus carrascas centenarias

La visita que realizaremos en próximos días a Villahermosa y Montiel, en el Campo de Montiel, nos permitirá reencontrarnos con la esencia misma de la naturaleza en su aspecto más mágico. Y es que la existencia allí de encinas centenarias, nos trae a la memoria colectiva la época en que enormes bosques de encinas y robles cubrían gran parte de España. Hace miles de años los primitivos habitantes de estas tierras vieron en el roble un símbolo de plenitud y de fuerza, al tiempo que recogían las bellotas como alimento al ser fáciles de almacenar. De acuerdo con Plinio, la bellota era molida y horneada en forma de pan, mientras que el geógrafo e historiador griego Estrabón señalaba al pan de bellota como la dieta básica de los celtas de Iberia.

El roble de esta zona de La Mancha es el denominado carrasca (Quercus coccifera) o encina (Quercus ilex), y está emparentado con otras especies de monumental porte como el castaño, el haya o el alcornoque. Desde muy antiguo este árbol ha sido muy apreciado por los diversos pueblos, y así por ejemplo, la madera se destinaba a la producción de carbón vegetal o a la fabricación de vigas para la construcción (debido a su resistencia y fortaleza). Como ocurre con otras especies de robles, la carrasca y la encina son marcescentes, es decir, pierden las hojas al llegar el otoño. Pero curiosamente no lo hacen del todo, ya que muchas de ellas, incluso secas, permanecen adheridas a las ramas hasta el momento en que brotan las nuevas hojas. No está clara la causa de tal fenómeno, aunque se cree que con ello consigue proteger de las heladas los brotes tiernos que están formándose debajo de la antigua hoja.

Encina. Autor, Jesús

Encina de la dehesa manchega. Autor, Jesús

En la antigüedad el roble no sólo proporcionaba alimento o madera. Aquellos pueblos primitivos comenzaron a desarrollar la idea de que el roble era el árbol más venerable del bosque, el más resistente y el más útil. Para las construcciones funerarias de celtas y celtíberos se utilizaba solo madera de roble, y dichos pueblos consideraban además que éste árbol era el gran símbolo del crecimiento de las plantas. Por eso muchas tribus tenían su propio roble sagrado, que se alzaba como tótem o talismán en el centro de su territorio. En la cultura celta un ataque contra el clan enemigo podía suceder sólo con el propósito de destruir el árbol sagrado de éste y desmoralizar al rival. Y es que de ocurrir así la desgracia para estas gentes era cosa segura, ya que los robles, debido a su carácter sagrado, eran fuente de horribles maldiciones tras ser cortados: se decía incluso que la copa del roble que brota de las raíces de un tronco caído es malevolente, y que resulta peligroso transitar cerca de allí sin protección, sobre todo tras la puesta de sol.

La abundancia de encinas en este enclave nos evoca un sinfín de usos olvidados, pero que antaño tuvieron gran importancia para el primitivo habitante de estas tierras. Con las bellotas se elaboraban finas harinas que daban lugar a distintas variedades de pan. “Es cosa cierta -escribe Plinio– que aún hoy la bellota constituye una riqueza para muchos pueblos hasta en tiempos de paz. Habiendo escasez de cereales se secan bellotas, se mondan y se amasa una harina en forma de pan. Actualmente incluso en las hispanias, la bellota figura entre los postres. Tostada entre ceniza es más dulce”. Con este preámbulo no es difícil entender el porqué del calificativo de árbol de la vida dado a la encina. Podemos imaginar incluso a un guerrero íbero con su zurrón, y en éste unos puñados de bellotas y tiras de carne seca, alimentos con los que podía resistir una larga campaña sin necesidad de reponer nuevas viandas.

Molino de vaivén. Autor, José Manuel Benito

Molino de vaivén. Autor, José Manuel Benito

La molienda de la bellota se hacía en casa con unos molinos domésticos. Los más antiguos constaban de una piedra cóncava fija y otra redonda que se movía en vaivén. Sin duda debía ser éste un trabajo agotador, normalmente efectuado por una mujer, mientras los hombres hacían labores agrícolas, de caza o de pastoreo combinadas con la vigilancia y defensa de los poblados. Estos molinos de vaivén llegaron hasta el siglo V a.C., fecha en la que se extendió el molino giratorio formado por dos piedras circulares, una fija y otra móvil, con su manija de palo para accionarlo.
También fue de gran importancia el uso de la madera para fabricar utensilios de cocina, principalmente una especie de cubos donde se depositaban piedras candentes a fin de hervir los guisos: ésta es sin duda la primera cocina de la historia, anterior al descubrimiento de la cerámica y los metales.

Agalla de roble. Autora, Jacinta Lluch

Agalla de roble. Autora, Jacinta Lluch

El uso más extraño de los robles se refiere unas pequeñas esférulas que aparecen con profusión tanto en las ramas como tapizando el suelo, una vez caídas: las agallas. Efectivamente, en diversas especies de robles se forman estas excrecencias producidas generalmente por la picadura de avispas. La hembra del insecto tiene en el abdomen una especie de pequeñísimo taladro, y con él perfora los tejidos vegetales para depositar un huevo. El árbol reacciona creando la agalla, una especie de reacción alérgica que le viene como anillo al dedo a la pequeña larva. Ésta se desarrollará en su interior hasta la llegada de la primavera, cuando tras perforar un diminuto agujero saldrá al aire libre como avispa adulta.
Todas las agallas son ricas en tanino y ácido gálico, y por ello se empleaban con profusión para el curtido de las pieles, el teñido de tejidos e incluso para fabricar tintas de escritura y determinados productos farmacéuticos. Los árabes se servían de ellas en la elaboración de un licor llamado palamond: para ello las enterraban por algún tiempo a fin de eliminar su sabor amargo, y seguidamente las tostaban y trituraban, mezclando el polvo obtenido con azúcar y aromas diversos.

Y de pronto una liebre

Y de pronto una liebre corriendo por la dehesa

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Un artículo de Antonio Bellón Márquez
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