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Un encuentro con Leigh Fermor, Austria y el Danubio

Un encuentro con Leigh Fermor, Austria y el Danubio

Bosques, castillos oteando desde las altas cimas, granjas y prados diseminados por doquier, en los caminos que llevan a las ciudades más hermosas del Danubio. Ese es el panorama que recorrió a pie en el invierno de 1933-34 un muchacho de 18 años, entonces desconocido, pero que hoy es sin duda una de las figuras más sobresalientes de la literatura de viajes. El entonces adolescente Patrick Leigh Fermor, con una mochila a la espalda y una libra a la semana de presupuesto, emprendió en aquella época peligrosa un viaje que le llevaría desde Holanda a Constantinopla en año y medio, “viviendo como un vagabundo, un peregrino o un sabio itinerante”, durmiendo un día en graneros o pocilgas, y al siguiente en lujosas estancias en el interior de castillos propios de alguna leyenda bávara. Hemos querido reflejar en nuestro post de hoy algunas de las vivencias más fascinantes que dejó escritas en su diario, y que luego sirvieron para engrandecer el libro publicado en 1977 “El tiempo de los regalos”, un clásico donde los haya. En los extractos que hemos elegido, centrados en el tramo de Austria y el Danubio austriaco, aparecen todos aquellos atributos que uno puede esperar al planificar un viaje por Europa Central. Fermor supo plasmar como nadie ese hechizo legendario de los antiguos teutones enmarcado en un paisaje único de montañas, ríos y bosques… Y nosotros, conscientes de su valor, hemos querido acercarles a ustedes estas sensaciones acompañadas de una selección de magníficas fotografías de la zona. Si disfrutan de la buena literatura, tómense unos minutos de respiro, pónganse cómodos y lean lo que sigue con la tranquilidad que se merece. Seguro que no les defraudará.

2. Iglesia en Kappl, Tirol. Autor, Ceving

Iglesia en Kappl, Tirol. Autor, Ceving

«En la carretera que iba al este desde mi último alto en tierras bávaras, en Traunstein, el repentino tiempo claro me mostró lo cerca que estaba de los Alpes. Las nubes se habían desvanecido, y la gran cordillera se alzaba de la planicie con tanta brusquedad como un muro se alza en un campo. Las montañas cubiertas de nieve se elevaban brillantes, sus vertientes recorridas por largas sombras azules; serpenteantes hileras de abetos oscuros y los picos de los Alpes de Kitzbühl y el Tirol oriental se superponían en el cielo sobre una trama profunda de valles umbríos. Un poste indicador señalaba el sur y un valle en cuyo extremo se encontraba Bad Reichenhall. Por encima, en un resalto, estaba encaramado Berchtesgaden, solo conocido todavía por la abadía, el castillo y la panorámica de las anchas tierras bajas de Baviera (…)

Era de noche cuando contemplaba las estatuas y paseaba bajo las columnas barrocas de Salzburgo, en busca de un café. Las ventanas, cuando encontré uno, daban a un surtidor adornado con pétreos caballos en estampida de los que pendían carámbanos como estalactitas en una cueva».

 

3. Calle típica de Kitzbühl. Autor, Polybert49

Calle típica de Kitzbühl. Autor, Polybert49

4. En ruta por el Tirol. Cimas del Grttenhütte. Autor, Luidger

En ruta por el Tirol. Cimas del Gruttenhütte. Autor, Luidger

5. Los Alpes en Kitzbühl. Autor, Mdintenfass

Los Alpes en Kitzbühl. Autor, Mdintenfass

6. Una vista del castillo de Salzburgo. Autor, Wilson Loo

Una vista del castillo de Salzburgo. Autor, Wilson Loo

«Siempre solía tener algún castillo a la vista, apiñado en el borde de una población rural, recostado con soñolienta gracia barroca en salientes boscosos o proyectándose por encima de los árboles, discernibles desde lejos. Su presencia es una constante para el viajero, y cuando éste cruza un nuevo límite se siente como el gato con botas cuando los campesinos le dicen que el lejano castillo, los pastos, los molinos y los establos pertenecen al marqués de Carabás. Aparece un nuevo nombre, y durante un trecho es Coreth, Harrach, Traun, Ledebur, Trautmannsdorf o Seilern; entonces se extingue y cede el paso a otro (…);

El escenario estaba empezando a cambiar. Avanzaba siguiendo un arroyo helado que discurría a través de un bosque, por una región donde juncos, plantas acuáticas, vegetación de marisma, zarzas y arbustos se enmarañaban con tal densidad como en una selva primigenia. Los claros eran lisas extensiones de hielo, que daban la impresión de un manglar en el Círculo Polar Ártico. Cada ramita, recubierta de hielo y nieve, centelleaba. La helada había convertido los juncos en empalizadas de varas quebradizas y los matorrales estaban cargados de carámbanos y gotas heladas que la luz irisaba».

 

7. Las torres de Hall, en el Tirol. Autor, Herbert Ortner

Las torres de Hall, en el Tirol. Autor, Herbert Ortner

8. El Danubio, en Salzburgo. Autor, Wilson Loo

El Danubio, en Salzburgo. Autor, Wilson Loo

9. Danubio en el Parque Nacional Donau-Auen. Austria. Autor, Thomas Lieser

Danubio en el Parque Nacional Donau-Auen. Austria. Autor, Thomas Lieser

10. Castillo de Hohenwerfen, cerca de Salzburgo. Autor, Dvdstphns

Castillo de Hohenwerfen, cerca de Salzburgo. Autor, Dvdstphns

«Los duros inviernos originan sus antídotos: Kümmel, Vodka, Aquavit, Danziger Goldwasser. ¡Ah, un dedo del frío norte! Pociones a la vez ardientes y heladas, chispeantes como lentejuelas, capaces de encender cohetes que recorren el torrente sanguíneo, reanimar los miembros derrengados y hacer que los viajeros reanuden con brío su marcha a través del hielo y la nieve. El fuego blanco me enrojecía las mejillas, me calentaba y daba alas. Este descubrimiento hizo que resplandeciera mi aproximación a Linz. Unos pocos kilómetros más adelante, tras un meandro del río, apareció la ciudad. Una visión de cúpulas y campanarios reunidos bajo una severa fortaleza y unidos por medio de puentes a una población más pequeña al pie de una montaña en la otra orilla».

 

11. Pelícanos sobre el Danubio. Autor, Goliath

Pelícanos sobre el Danubio. Autor, Goliath

12. Otra vista de Salzburgo. Autor, Voodoo2me

Otra vista de Salzburgo. Autor, Voodoo2me

13. Lago Hopfensee, y Alpes austriacos. Autor Moyan_Breen

Lago Hopfensee, y Alpes austriacos. Autor Moyan_Breen

14. Hallstatt. Autor, Unicoletti

Hallstatt. Autor, Unicoletti

«Al atardecer, recorrí Linz, renqueante. Las fachadas con molduras de yeso estaban pintadas de color chocolate, verde, violeta, crema y azul. Los adornos eran medallones en altorrelieve, y las volutas en la piedra y el yeso le daban un aire de movimiento y fluidez. Las ventanas de los primeros pisos eran saledizas, en forma de semihexágono y con batientes (…) A nivel del suelo, unas columnas conmemorativas en espiral se alzaban desde las losas de las plazas y elevaban al cielo, similares a los rayos de una custodia, las púas doradas que eran como un estallido de la Contrarreforma. Con excepción de la adusta fortaleza encaramada en la roca, toda la ciudad había sido construida para el placer y el esplendor. Por doquier había belleza, espacio y amenidad. Por la noche, Hans y Freda, mis anfitriones, me llevaron a una fiesta en una hostería, y a la mañana siguiente me puse en marcha Danubio abajo».

 

15. El nido de águila de Riegersburg. Autor, Steindy

El nido de águila de Riegersburg. Autor, Steindy

16. Bosque, rocas y nubes. Autor, José Kroezen

Bosque, rocas y nubes. Autor, José Kroezen

17. Un lujoso café. Autor, Paula Soler

Un lujoso café. Autor, Paula Soler

18. Paisaje selvático. Autor, Locken_Rock

Paisaje selvático. Autor, Locken_Rock

«Aquella noche dormí en el pueblo de Grein, río arriba desde un islote boscoso que había dado lugar a numerosas leyendas. Antiguos peligros acechaban en esos desfiladeros. Se cree que el mismo nombre es una onomatopeya del grito de un marinero que se ahogó en un remolino, pues los rápidos y escollos de ese trecho del río fueron los causantes de no pocos naufragios en el transcurso de los siglos. A los marineros que caían por la borda se les abandonaba a su suerte, considerándolos como ofrendas propiciatorias a algún dios celta o teutón que aún sobrevivía secretamente tanto desde los tiempos prerromanos como precristianos. Antes de aventurarse por esa zona amenazante, los romanos arrojaban monedas al río para aplacar a la divinidad fluvial Danubius; y viajeros posteriores tomaban los sacramentos para efectuar la travesía (…) Los muros almenados de Werfenstein, cuyos castellanos vivían de los naufragios y el saqueo, se proyectan ávidos sobre los rápidos, pero el ejército de Barbarroja, que se encaminaba a la Tercera Cruzada, era demasiado numeroso para ser atacado. Los moradores del castillo observaron a través de las troneras y se mordisquearon los nudillos con frustración mientras los cruzados avanzaban lentamente río abajo».

 

19. Castillo de Mauterndorf. Autor, HelgeRieder

Castillo de Mauterndorf. Autor, HelgeRieder

20. El río helado, a su paso por Viena. Autor, KF

El río helado, a su paso por Viena. Autor, KF

21. Jardines Mirabell y fortaleza de Salzburgo. Autor, Maxx82

Jardines Mirabell y fortaleza de Salzburgo. Autor, Maxx82

22. Camino cerca de Golling, Austria. Autor, José Kroezen

Camino cerca de Golling, Austria. Autor, José Kroezen

«Innumerables agujas de pino sombreaban los ratos de sol y salpicaban los senderos de una fascinante luz fragmentada. Un entusiasmo gélido crepitaba entre las ramas, y yo avanzaba por aquellos bosques rutilantes como un indio hurón. Pero había momentos, a primera hora de la mañana, en que las densas coníferas y los diáfanos esqueletos en los bosques de madera dura eran tan livianos como plumajes, y las primeras nieblas que se cernían sobre los valles hacían brotar en el aire los picos transparentes y encerraban los pináculos rocosos en aros de vapor de diámetro decreciente (…)

Los senderos serpenteaban cuesta abajo desde aquellas tierras altas; bajaban y bajaban hasta que los árboles disminuían y la luz del sol se extinguía. Aparecían prados, luego un granero, a continuación un huerto, un cementerio parroquial y delgadas columnas de humo que se alzaban de las chimeneas de un villorrio a orillas del río. Volvía a hallarme entre las sombras».

Et jam summa procul villarum culmina fumant
Majoresque cadunt altis de montibus umbrae.

(Lejos ya de las aldeas humean las cumbres
Y caen largas sombras desde las altas montañas).

23. Bello embarcadero en Mondsee. Autor, Markus

Bello embarcadero en Mondsee. Autor, Markus

 

Todos los extractos están sacados de la obra:

“El tiempo de los regalos”
Patrick Leigh Fermor. Editorial Península, 2001

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Villanueva de los Infantes o las divertidas andanzas de Quevedo, el burlador real.

Villanueva de los Infantes o las divertidas andanzas de Quevedo, el burlador real.

En apenas dos semanas se cumple el 368º aniversario de la muerte de D. Francisco de Quevedo y Villegas. El que fuera miembro insigne de la Orden de Santiago y Señor de la Torre de Juan Abad pasó sus últimos días de enfermedad postrado en el lecho de una celda del Convento de Santo Domingo, en la ciudadrrealeña Villanueva de los Infantes, donde falleció y fue enterrado finalmente el 8 de septiembre de 1645. Hoy, tanto el convento como la celda del ilustre escritor son visitables por el turista aunque las dependencias del edificio monástico fueron transformadas hace tiempo en una Hostería Real. Sin duda el trasiego y la presencia de tanto devoto por sus huesos serían del agrado de don Francisco, aunque es casi seguro que, de poder coger una pluma, nada evitaría que nos regalase uno de sus sonetos cargados de ironía y buen hacer… De Quevedo, cualquiera puede decir sin temor a equivocarse aquello de: “Genio y figura hasta la sepultura”.

2. Pintura de Don Francisco de Quevedo y Villegas

Pintura de Don Francisco de Quevedo y Villegas

A Quevedo, truhan, pendenciero y bebedor, lo temían en su época más que al mismísimo diablo. Sus agudezas y salidas de tono han sobrevivido con frescura inusual a través de los siglos, tremendamente actuales además debido a su manía de no dejar títere con cabeza en cualquier estrato de la sociedad. Borrachos, prostitutas, escritores, nobles y hasta la mismísima familia real fueron objeto de sus bromas pesadas, lo que en más de una ocasión le llevaron a tener problemas y serios disgustos con las autoridades. Conocida es, por ejemplo, la antipatía que profesaba a su contemporáneo y rival Luis de Góngora, un sentimiento que sin duda alguna era mutuo. He aquí las lindezas que le dedicaba éste último refiriéndose a la desmedida afición por la bebida que compartía Quevedo con el también célebre Lope de Vega:

Hoy hacen amistad nueva
Más por Baco que por Febo
Don Francisco de Que-Bebo
Y don Felix Lope de Beba.

A lo que don Francisco, que no era manco por cierto, respondía con una oda dedicada a su monumental nariz:

Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa (…)

Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era (…).

3. Celda del antiguo convento de Santo Domingo, donde murió Quevedo

Celda del antiguo convento de Santo Domingo en Infantes, donde murió Quevedo

Para las prostitutas tenía en cambio sus cariños y consuelos, nacidos desde luego de la predilección que sentía hacia las clases más humildes:

No te quejes, ¡oh Nise!, de tu estado
aunque te llamen puta a boca llena,
que puta ha sido mucha gente buena
y millones de putas han reinado.

De Quevedo se dice que fue maestro entre maestros y que los principiantes acudían presurosos a su lado para compartir con él sus sonetos y pedirle opinión. Y es que tenía fama de sincero. Eso debió de pensar cierto aprendiz de poeta, que tras recitarle su última composición le solicitó la gracia de una crítica constructiva. El maestro le dijo: «El siguiente será mejor». «¿Cómo podéis saberlo, si aún no lo he leído?» inquirió el novato, a lo que Quevedo le soltó impertérrito: «Sencillamente, amigo mío, porque es imposible que sea peor que el que acabáis de leerme«.

4. Plaza Mayor y balaustradas de madera. Autor, Zubitarra

Plaza Mayor de Infantes y balaustradas de madera. Autor: Zubitarra

Tampoco la Iglesia salía muy bien parada de la pluma del escritor, y en uno de sus famosos chascarrillos se dice que puso en entredicho hasta el propio símbolo de la Cruz. En aquella España sucia y decadente del siglo XVII era costumbre que los orinales se vaciasen en plena calle desde los balcones, al grito de “agua va”, y también que la gente orinara en cualquier sitio de la ciudad, a resguardo o no de miradas ajenas. Los vecinos solían poner cruces o santos en sus puertas y esquinas para evitar estos regalitos desinteresados, y Quevedo, que tenía por costumbre orinar siempre en el mismo portal de la calle, se encontró una noche con que el propietario había colocado la figura de una cruz en su rincón preferido. Por supuesto don Francisco hizo caso omiso y siguió siendo fiel a su costumbre, de modo que el vecino agudizó su ingenio y fue a poner un cartel bajo la cruz que rezaba: “Donde se ponen cruces no se mea”. Quevedo, muy consciente de su orden de preferencias, escribió justo debajo: “Donde se mea no se ponen cruces”.

5. Pozo en el patio de la Alhóndiga. Autor, Zubitarra

Pozo en el patio de la Alhóndiga. Autor: Zubitarra

Sin lugar a dudas las anécdotas más famosas de Quevedo tienen que ver con su desmedida afición a chotearse de la familia real. Felipe IV y su consorte fueron objeto de algunas de las burlas más desternillantes que se recuerdan en aquella España abocada al desamparo y la penuria, lo cual era de agradecer. Juzguen si no el efecto que debió de tener el siguiente episodio entre los mentideros y bajos fondos del reino: se cuenta que el rey, harto de los continuos desplantes de su amigo escritor, expulsó del país a Quevedo y le prohibió volver a pisar tierra española, por lo que éste sacudió sus sandalias y tomó camino de Portugal. Mas al llegar allí cargó un carro de tierra, se sentó encima y ni corto ni perezoso volvió a España. Al pasar por palacio se puso de pie en el carro, y al verlo el rey se disgustó muchísimo: “¿Cómo tienes valor de volver a mi presencia después de haberte prohibido que pisaras tierra española”. Don Francisco respondió sin despeinarse: “Perdone Su Majestad, pero yo vengo pisando tierra portuguesa”.

6. Calle típica de Villanueva de los Infantes. Autor, Ángel Aroca

Calle típica de Villanueva de los Infantes. Autor: Ángel Aroca

Y es que Felipe IV no era precisamente santo de la devoción de nuestro hombre. El Imperio español se deshacía a ojos vista, se perdían guerras y países, y el oro, en vez de servir para paliar la escasez del pueblo, marchaba por los puertos del Mediterráneo con destino a las arcas de los banqueros genoveses. Felipe IV era llamado “el Rey Planeta” o “el Grande” en alusión a sus dominios repartidos por las cuatro esquinas del mundo, pero Quevedo supo estar a la altura que se esperaba de él, y con una sola frase resumió a sus contemporáneos la verdadera y patética realidad que se escondía tras el Austria… ¿Cómo lo hizo? Pues comparándolo con un agujero: “Su Majestad es más grande cuanta más tierra le quitan”.

7. Yacimiento de Jamila. Autor, Pahuer

Yacimiento de Jamila en Vva. de los Infantes.  Autor: Pahuer

De esta forma no es extraño que don Francisco aprovechase cualquier ocasión para hacer del monarca objeto de sus burlas más crueles. Como aquella que alude a la famosa ventosidad del escritor junto a las mismísimas narices de Felipe IV: Subiendo estaban Quevedo y el rey por unas escaleras de palacio cuando a don Francisco se le desató un zapato, y dándose cuenta enseguida se agachó para anudarse los cordones. Las tripas le andaban un tanto revueltas aquella tarde, y al doblar el espinazo en tamaña postura no pudo evitar que se le escapase un monumental pedo, el cual por efecto expansivo fue a parar a los morros de Felipe, situado justo debajo. El monarca, dándole unos golpecitos en el trasero, va y le dice: ”¡Hombre, Quevedo!”, a lo que éste, no sabemos si temiendo o no por su vida, contestó: “Hombre, ¿a qué puerta llamará el rey que no le abran?”

8. El rey de España Felipe IV. Diego Velázquez. Óleo sobre tela, 1632

El rey de España Felipe IV. Diego Velázquez. Óleo sobre tela, 1632

La España de aquella época debió de regodearse impunemente ante estas salidas de tono, y de seguro elevó a Quevedo a los altares de la religión justo por debajo de Santa Eduvigis, patrona de los afligidos y deudores. En otro de sus chascarrillos más felices, el rey Felipe IV le pidió un día a su amigo que le dedicase unos versos espontáneos, sabedor de la gran creatividad y arrojo de que hacía gala el poeta en sus círculos más íntimos. Quevedo salió del paso pidiéndole al monarca que le diese pie, refiriéndose con ello a que le diese un comienzo. Pero bien por la baja acústica de palacio o por la soberana estupidez del Cuarto Felipe, éste lo interpretó de otro modo y no tuvo otra que plantar su pie en las manos de don Francisco. No se descompuso por ello el poeta. Sin retirar la insigne zarpa, y en alusión directa a la inteligencia caballuna del rey, le dedicó de seguido los siguientes versos:

“Paréceme, gran señor,
que estando en esta postura,
yo parezco el herrador
y vos la cabalgadura.”

9. Detalle de la Plaza Mayor de noche. Autor, Zubitarra

Detalle nocturno de la Plaza Mayor de Infantes. Autor: Zubitarra

La reina tampoco fue ajena a las ocurrencias de Quevedo. Y es que Doña Mariana de Austria y segunda esposa de Felipe IV sufría de una cojera más que aparente, cosa de la que andaba sin duda muy susceptible. Nadie podía hacer ni la más mínima alusión o mofa a su discapacidad si no quería verse sometido a las iras del rey… Pero no ocurrió así con nuestro poeta, quien se apostó con sus amigos lo que no tenía a que era capaz de decirle a la reina en su misma cara que era coja, y bien coja. “Veréis como yo se lo voy a decir. No os quepa la menor duda” decía Quevedo a sus compañeros “¡Pero tú estás loco! ¿Cómo le vas a decir…? Si le dices que está coja, te cortarán en pedacitos y los echarán al Manzanares como pasto de los peces…”. Haciendo caso omiso de los consejos de sus amigos, Quevedo se llegó hasta el palacio real no sin antes tomar de los jardines una hermosa rosa y un clavel. Después se presentó ante la reina, dobló el espinazo a la moda de la época y con exquisita galantería le dijo a Doña Mariana: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, Su Majestad es-coja”.

10. La reina Mariana de Austria. Diego Velázquez. Óleo sobre tela. 1655-57

La reina Mariana de Austria. Diego Velázquez. Óleo sobre tela. 1655-57

Para quitarse el sombrero es la siguiente hazaña recogida en el anecdotario popular, que de ser cierta supuso un nivel de desparpajo difícilmente igualable en las monarquías absolutas y todopoderosas de aquel periodo. Se dice que estando un día Quevedo en palacio sentado a la mesa real, en compañía de numerosos miembros de la nobleza, ocurrió que en mitad del banquete fue a volcar accidentalmente un plato lleno de viandas sobre su compañero de mesa. La víctima, viéndose sus ropas cubiertas de salsa, no pudo contenerse y propinó un sonoro bofetón en el rostro al poeta, el cual no tuvo más ocurrencia que girarse a su vez y darle un guantazo al comensal del otro lado. Éste no era otro que el rey (como ya habrán imaginado). Los rostros palidecieron y la sala entera cayó en un silencio sepulcral mientras todos miraban al monarca, tieso como un mástil y con uno de sus mofletes hinchado peligrosamente. Pero de forma increíble Quevedo salió al paso con su habitual ingenio, y tras sobreponerse de la sorpresa dijo: “¡Que siga la rueda!”

11. Pisto manchego con huevo. Autor, Bocadorada

Pisto manchego con huevo. Autor: Bocadorada

Después de este anecdotario sublime, no nos queda sino esperar que la figura de don Francisco no vuelva a caer en el olvido, y que todo el mundo tenga presente a este genial escritor en el próximo aniversario de su fallecimiento. Escritor que supo servirse de su pluma para aliviar las penas de sus contemporáneos, y que con infinita maestría la utilizó como un fino estilete endiabladamente bien esgrimido. Un estilete con el que rebanó las presunciones y la pompa apolillada y rancia de una monarquía que por aquellos años, estaba claro, tenía signos de sumir a España en la más absoluta de las miserias… En cierto modo, si hacemos honor a la verdad, todavía no hemos salido de ella.

12. Retrato de Francisco de Quevedo. Obra atribuida a John Vanderham

Retrato de Francisco de Quevedo. Obra atribuida a John Vanderham