En los tiempos lejanos de la España de los Austrias, cuando el oro y la plata fluían a sacas llenas desde los galeones procedentes de América y medio mundo temblaba bajo el poder del Imperio, Málaga y su puerto abierto al Mediterráneo tuvo el dudoso honor de servir de embarque a la peor ralea de la Península: nos referimos a los galeotes, los forzados a remar en galeras. La pena de remo era considerada como la más infame condena en vida, verdadero suplicio que se alargaba a veces a perpetuidad y que a efectos prácticos desahuciaba a estos infelices para el resto de su existencia. León, Oviedo, Salamanca, Zamora, Ávila, zona Centro y buena parte de Andalucía, enviaban los penados hasta la ciudad de Málaga para su embarque en las empresas bélicas y de vigilancia por todo el Mediterráneo. ¿Eran realmente tan despreciables ante la Justicia y la sociedad? Aquí van algunos apuntes sobre la realidad más humana de estos “olvidados de Dios”:
El puerto de Málaga. Autor: Dcapillae
1. Desde el asentamiento turco en Argel en 1516, y aún antes, toda la costa del Mediterráneo español se encontraba amenazada por ataques de piratas berberiscos. Éstos desembarcaban en cualquier punto del litoral y asolaban asentamientos rurales en busca de botín o esclavos, que luego eran transportados hasta los numerosos mercados musulmanes de Berbería. Málaga sufrió largamente estos ataques debido a su importancia como puerto de primer orden y a su cercanía a las costas magrebíes y argelinas. Para evitar esta plaga, el Emperador Carlos I ideó un sistema defensivo basado en la construcción de torres vigía por toda la costa (muchas de las cuales se conservan todavía en localidades como Nerja, Marbella o Benalmádena) y en aumentar el número de galeras de la flota del Mediterráneo. Gracias a ello el puerto de Málaga creció extraordinariamente en importancia por aquella época, puesto que de allí partían entre otras cosas las escuadrillas de castigo hacia los puertos africanos. Una escuadra de galeras necesitaba de remeros, ¿y dónde mejor y más barato para conseguirlos que entre la masa humana que colmaba los presidios? Así nació la pena de galeras en España.
El pirata Otomano Barbarroja, terror del Mediterráneo en el siglo XVI. Charles Motte (1785–1836). Litografía
2. La condena a galeras se consideraba un escarnio público, y por tanto no podía generalizarse a todas las clases sociales. Existía, por ejemplo, un indudable trato de favor para dignatarios, nobles o hidalgos venidos a menos, quienes estaban exentos de sufrir vergüenza pública y por tanto no podían ser sometidos a azotes, amputaciones u otras atenciones del estilo. Exhibir credenciales de alcurnia era éxito seguro, y aún en casos de delitos acreedores de pena capital, ésta no podía ser en ningún modo el ahorcamiento, considerado vejatorio, sino la decapitación. En definitiva, un hidalgo miserable y reo de asesinato daba por bueno perder la cabeza, si fuese de merecer, pero nunca la honra ni el respeto debido a su apellido.
Torre vigía en Vélez Málaga. Autor: Carlos Castro
3. Por el contrario, para aquel ciudadano raso que fuese descubierto en hurto o robo, y aún más si éste era de carácter violento, la condena a galeras era un hecho consumado: en 1566, el primer hurto cometido por un ladrón supuso una pena de 6 años de remo forzado. No es de extrañar, por tanto, que casi la mitad de los galeotes de la flota real fuesen en realidad simples timadores, rateros y otros cacos de tres al cuarto. Las diferencias de trato estaban aún más claras cuando se trataba del juego: por esas mismas fechas se dio el caso de un hidalgo reincidente en los dados para el que la justicia solicitó 5 años de destierro y una multa de 200 ducados; en cambio, un simple plebeyo recibía 200 azotes y 5 años de galeras por el mismo delito. Ser hijodalgo, aunque uno se muriese de hambre, constituía sin duda un gran alivio en la España del Quinientos.
Torres vigía en Maro, Nerja (Málaga). Autor: Trix
4. Con el tiempo Málaga se hizo cosmopolita, la necesidad de remeros más acuciante y, en consecuencia, la carne de galeote hubo de ampliarse también a blasfemos, desertores, huidos de prisión, vagabundos, gitanos y hasta bígamos. En tiempos de Felipe II los fornicadores se cuidaban bien de airear sus aventuras y el vagabundo fue considerado ladrón con este curioso razonamiento: “ladrón es propiamente del pan de los pobres, el holgazán que está sano y mendiga de puerta en puerta”. Estos vagabundos, sin recursos y errantes por los caminos en busca de trabajo, cumplían por lo común penas mínimas de 4 años en los barcos de Su Majestad. Mucho más graves eran sin embargo los delitos contra la honra o la moralidad. En la España ultra católica del XVI, por ejemplo, ser chulo de prostíbulo era una profesión muy arriesgada, y aquel rufián que fuese atrapado negociando los amores de su pupila podía verse en galeras por 10 y más años. Lo mismo cabe decir de adúlteros, alcahuetes y homosexuales, aunque en estos casos, puesto que por gracia divina se salvaban de la hoguera, acababan recibiendo la condena a remos casi como una bendición.
Condenados camino del presidio. Antonio Parreiras. Óleo sobre lienzo, 1800
Vista desde la Alcazaba de Málaga. Autor: Cayetano
5. Las cadenas de galeotes llegaban a Málaga después de semanas de viaje a pie, y eran conducidos directamente hasta la cárcel de la ciudad. El presidio fue construido en 1489 en la Plaza de las Cuatro Calles sobre unos antiguos baños árabes, y tras su ampliación permaneció en uso hasta entrado el siglo XIX. Durante el reinado de los Austrias la cárcel malagueña estaba regulada por el Cabildo Municipal, y al igual que en el resto de cárceles españolas cobraba a los presos por sus «servicios» (el agua y la lumbre eran gratuitos). Los inquilinos, en consecuencia, debían abonar todos sus costes de manutención si querían permanecer en presidio, cosa que de todas formas estaban obligados a hacer a punta de arcabuz. La situación llegaba en algunos casos a ser grotesca cuando los galeotes, que solo llevaban lo puesto, se enfrentaban a alcaides deseosos de lucrarse con ellos a costa de subir los precios, o bien al acoso de presos más veteranos y aviesos, que les «solicitaban» sin reparos una tasa de protección. En estas condiciones, el único amparo que les quedaba mientras esperaban embarque era la ayuda de instituciones religiosas especializadas en lo carcelario, como la Cofradía de los Pobres de la cárcel de Antequera, o la Hermandad de San Juan Degollado, esta última fundada en Málaga a finales del XVI.
Interrogatorio en la cárcel. Alessandro Magnasco. Óleo sobre lienzo (1710-1720)
6. Aunque eran los menos, no era raro encontrarse con galeotes de edades comprendidas entre los 60 y 70 años, y se tiene constancia de condenados que alcanzaban casi el centenar. En el extremo opuesto aparecen niños de apenas 14, lo que demuestra que la necesidad de conseguir remeros para la flota hacía buscar candidatos con el mínimo criterio objetivo. Nada mejor para ilustrarlo que la curiosa disposición tomada por Carlos V en 1530 cuando la armada de su aliado genovés, Andrea Doria, liberó a cientos de cristianos tras un ataque a las cárceles argelinas. En la batalla pudo capturar 2 galeras sarracenas de gran porte, amén de varias embarcaciones más pequeñas… Pero no disponía de remeros. ¿Qué hacer? Nada más fácil: echó mano de los infelices cristianos para convertirlos en forzados, y éstos terminaron maldiciendo su liberación y ansiosos de verse atrapados nuevamente por la piratería.
Réplica de la galera de D. Juan de Austria en la Batalla de Lepanto. Autor: Fritz Geller-Grimm
7. Cualquiera que fuese la edad del forzado, las galeras de esa época precisaban de un número de remeros que oscilaba entre los 150 y los 300, los cuales vivían en la embarcación hacinados dentro de habitáculos inmundos, mal ventilados, con una penumbra permanente y expuestos de continuo al frío y a las enfermedades. La humedad también causaba grandes molestias, ya que las galeras sobresalían poco de la superficie del mar y durante las fuertes marejadas los bajos se anegaban por completo. Un indicio del terror que suscitaban las miserias del remo entre los condenados lo tenemos en el apelativo que daban algunos a estos barcos, infiernos flotantes, llegando además a afirmar que una condena superior a 6 años era equivalente a la sentencia de muerte.
Aspecto de una galera del siglo XVII. Gaspard Van Eyck (1613-1673). Óleo sobre lienzo
8. En los primeros meses el galeote recién iniciado debía adaptarse a un mundo lleno de estrecheces. La alimentación ordinaria, por ejemplo, no era para tirar cohetes. La base estaba constituida por una tortita pequeña de harina integral medio fermentada llamada bizcocho, y todos los testimonios recogidos de la época confirman su extremada dureza, hasta el punto que para poderla ingerir era necesario remojarla previamente en agua. Afortunadamente una vez al día el bizcocho se acompañaba de un cazo de habas con cuatro gotas de aceite, aunque había que esperar a la noche para el plato fuerte: sopa aguada y preparada con el bizcocho sobrante a mediodía. La víspera de las batallas, y en general cuando se pretendía obtener de los remeros un mayor esfuerzo, aumentaban las raciones, mientras que la carne solo aparecía en días señaladísimos como la Pascua de Navidad, Carnavales, Pascua de Resurrección y Pentecostés… Todo un lujo para guardar la línea.
Costa malagueña en la Costa del Sol. Autor: Bogdan Migulski