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Entre silos y molinos de viento. Por tierras toledanas del Campo de San Juan (2ª Parte)

Entre silos y molinos de viento. Por tierras toledanas del Campo de San Juan (2ª Parte)

El viajero sube a la mañana siguiente al famoso cerro Calderico y al castillo que lo corona. La mañana es fresca, en lo alto un ligero viento hace correr los últimos hilachos de la tormenta que descargó por la noche. Mientras trata de ir saltando los charcos del sendero, le viene a la mente la historia de Zaida, la princesa de origen musulmán por cuyo matrimonio con el rey de Castilla, Alfonso VI, se consiguió para la cristiandad el castillo de Consuegra. Zaida era una joven agraciada de apenas metro y medio de estatura, según revelan los pocos restos óseos que se conservan, y que casó en primeras nupcias con el hijo del rey de Sevilla Al-Mu’tamid.

 

2. Campos de Consuegra. Autor, Jose María Moreno García

Campos de Consuegra. Autor, Jose María Moreno García

Cuando los Almorávides cruzaron el estrecho y amenazaron con apoderarse de todas las Taifas de la península, su marido, el rey cordobés, la puso a salvo en el cercano castillo de Almodóvar del Río, mientras el moría a manos de los africanos a las puertas de la antigua ciudad califal. Alfonso VI tomó como vasallo al suegro de Zaida y éste se apresuró a pedirle que salvase a la princesa, sitiada y sin posibilidad alguna de escapatoria, a lo que éste accedió de buena gana. Marchando hacia Almodóvar del Río Alfonso se dispuso a entablar batalla con el ejército Almorávide, pero por desgracia el choque resultó contrario a sus intereses. Eso sí, consiguió rescatar a la princesa, que así marchó con él a Toledo pasando a ser al poco tiempo su concubina. A la muerte de la esposa del monarca, Zaida se convirtió al cristianismo bautizándose con el nombre de Isabel, y Alfonso la tomó como esposa recibiendo de Al-Mu’tamid como dote el castillo de Consuegra…

 

3. Detalle de las murallas. Autor, M. Martín Vicente

Detalle de las murallas. Autor, M. Martín Vicente

Bonita historia, piensa nuestro caminante, mientas ataca la última cuesta del terreno antes de llegar a los gruesos muros de la fortaleza. No le lleva mucho tiempo contemplar su porte altivo y su diseño militar admirable incluso para nuestra época. De planta cuadrada, dispone de una torre circular en cada uno de sus lados, mientras que de su origen árabe habla la espectacular torre albarrana, en la parte más meridional del castillo, y que en su época estaba unida al cuerpo principal gracias a un adarve. A pesar del abandono sufrido con la desamortización del XIX y los estragos de un incendio, hoy en día el Ayuntamiento lleva a cabo una reconstrucción integral que han convertido al castillo de Consuegra, sin duda, en una de las tres fortalezas mejor conservadas de toda Castilla La Mancha.

 

4. Castillo de Consuegra. Autor, Mackote_VK

Castillo de Consuegra. Autor, Mackote_VK

Desde allí el caminante se dirige hacia los famosos molinos, cuya estampa ha recorrido los cinco continentes hasta convertir al paisaje manchego en uno de los hitos turísticos más universalmente conocidos. Son 12 los molinos, cada uno de ellos con un nombre que parece sacado de las páginas más envidiadas de Don Quijote. Pero al viajero le interesa sobre todo su historia, cuál era en verdad el funcionamiento de estos gigantes y la dura vida del molinero y su familia, enganchada día y noche a las aspas generadoras de fuerza motriz. Allí acudían los agricultores de secano con sus sacos de trigo, de cebada o de guijas, que se almacenaban apilados en la cuadra o planta inferior de la estructura. De allí el propietario los subía cargados a la espalda hasta el moledero, el último piso, donde estaba situada la maquinaria principal y se efectuaba el trabajo de la molienda.

 

5. Por tierras del Campo de San Juan. Autor, Parsifal Poirot

Por tierras del Campo de San Juan. Autor, Parsifal Poirot

Previamente, por supuesto, era necesario armar las velas, es decir, colocar los lienzos de tela que cubren las aspas del molino. Una vez colocadas se giraba la caperuza cónica que corona el edificio por medio de un torno exterior y un palo de gobierno, y que junto a la maquinaria iba orientándose lentamente hasta enfrentarse al viento dominante. La vigilancia era constante, y uno de los peligros más temidos lo constituía precisamente la llegada de las nubes de verano, acompañadas a menudo de rachas impredecibles. Si el viento giraba bruscamente y el molinero no estaba avieso, era frecuente que las aspas y hasta la propia maquinaria se destrozasen con el golpe súbito y fatal.

 

6. Molinos de Consuegra. Autor, Jv_sc

Molinos de Consuegra. Autor, Jv_sc

Con el molino en funcionamiento, el giro de las aspas se transmitía mediante ruedas y engranajes a un eje vertical que movía la piedra superior, o “volandera”, sobre la piedra fija inferior o “solera”. En la tolva se iba vertiendo poco a poco el grano que pasaba por una hendidura hasta situarse entre las dos grandes piedras de molino, quedando así triturado por el movimiento giratorio. Al salir, la cáscara estaba totalmente separada de la harina y todo caía al final por un canalón hacia la camareta, bajo el moledero, donde se cernía la mezcla con un cedazo. De esta forma quedaba la harina lista para su entrega al propietario… por supuesto, previo pago de una parte al artífice del milagro.

 

7. Detalle de las aspas. Autor, Rboot_rboot

Detalle de las aspas. Autor, Rboot_rboot

Cuando termina el repaso a los 12 molinos de Consuegra se le ha echado ya la hora del mediodía. Hace calor y tiene hambre, de modo que nuestro caminante baja a grandes pasos hasta las primeras casas del pueblo para preguntar por un mesón donde remojar el gaznate y echarse algo al cuerpo. No tiene que caminar mucho, y tras las precisas indicaciones llega a un patio amplio en cuyo interior encuentra fácilmente lo que busca. En la mesa, bajo un toldo a rayas verdes y blancas, le colocan un porrón de vino fuerte de la tierra y una sartén de gachas, acompañadas de la inevitable fuente de tocino y ajos tostados. No necesita más, ni siquiera parroquianos que le den las consabidas noticias de entierros, nacimientos y bondades de la cosecha. Poco a poco el medio día va pasando y se convierte en tarde abrasadora, y en la somnolencia que sigue a la comida el viajero planea (o cree planear, ni siquiera está seguro de ello) adonde le llevarán ahora sus pasos de vagabundo por la tierra del Campo de San Juan. Pero eso es sin duda otra historia…

 

8. Sartén de gachas manchegas. Autor, Jlastras

Sartén de gachas manchegas. Autor, Jlastras

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Entre silos y molinos de viento. Por tierras toledanas del Campo de San Juan (1ª Parte)

Entre silos y molinos de viento. Por tierras toledanas del Campo de San Juan (1ª Parte)

En el reseco y ligeramente ondulado altiplano de La Mancha, el viajero echa a caminar recien despuntado el día. Lo sabe por experiencia: durante el mes de agosto y en mitad de un mundo dorado de rastrojos extendidos hasta el horizonte, el sol del mediodía es como un horno llameante que chupa la humedad de hombres y bestias, y a veces no deja ni respirar. Afortunadamente, con el fresco de la madrugada la luz se difumina y con ella todos los detalles del paisaje, a veces vacío, a veces pleno de detalles sugerentes, del Campo de San Juan. Comarca histórica donde las haya, motivo de pleitos y de disputas entre poderosas Órdenes religiosas desde el lejano Medievo. El motivo era evidente: Con el reparto de las tierras recientemente conquistadas a los musulmanes tras la batalla de las Navas, en 1212, las Órdenes de Calatrava, los Hospitalarios de San Juan y la de Santiago se aprestaron a arrimarse al rey para recibir las donaciones acordadas, lo que significaba el traspaso de inmensos territorios a manos de un puñado de poderosos.

2. Caballeros de la Orden de San Juan defendiendo San Juan de Acre, en 1291. Obra de Dominique Papety. Hacia 1840

Caballeros de la Orden de San Juan defendiendo San Juan de Acre, en 1291. Obra de Dominique Papety. Hacia 1840

3. La Mancha de Toledo en blanco y negro. Autor, Julián Lozano

                                           La Mancha de Toledo en blanco y negro. Autor: Julián Lozano

Y así, mientras los caballeros calatravos se reservaban las tierras más occidentales de Ciudad Real, los maestres de Santiago y San Juan hacían de La Mancha su feudo particular y participaban del botín como buenos perros de presa: el primero tomaba bajo su protección toda la Mancha Alta y el Campo de Montiel; el de los Hospitalarios el llamado Campo de San Juan, con sede en Consuegra, que hoy se extiende casi sin solución de continuidad entre las provincias de Ciudad Real y Toledo. Curiosamente las tierras por las que ahora transita nuestro viajero imaginario siguieron perteneciendo a los monjes-soldado de San Juan hasta 1802, cuando la Orden pasó definitivamente a control real… Qué distinto era todo hace apenas unas pocas generaciones.

4. Torre de la iglesia de Villacañas

                                                 Torre de la iglesia Ntra. Sra. de la Asunción, Villacañas

Solo un día antes el viajero se encontraba en la famosa Villa de don Fadrique (por cierto, perteneciente antaño a la Orden vecina y rival de Santiago), donde en julio de 1932 se produjo durante la época de siega una revuelta campesina que acabó con diversos incendios y tiroteos con la Guardia Civil, de los que resultaron muertos un miembro de la Benemérita y varios campesinos. Tiempo habrá para visitar este precioso pueblo con más felices recuerdos, pero los pasos le llevan ahora hacia Villacañas, adonde quiere llegar antes que el calor apriete y haga difícil el recorrido. Villacañas se encuentra en plena llanura manchega y en una zona donde solo destacan contra el horizonte las pequeñas colinas de la sierra del Coscojo. Se trata de un pueblo de mediano tamaño pero no carente de belleza y personalidad, pues el lugar es visitado hoy por sus curiosas viviendas llamadas silos, antaño pertenecientes a las gentes más pobres y humildes de la localidad. Sin duda, aquellos “años del hambre” de la posguerra fueron la edad de oro de estas construcciones, que en 1950 alcanzaron la friolera de 1700 dentro del casco urbano y que hoy se han convertido en punto de referencia obligado para entender la idiosincrasia de esta tierra (los silos son también comunes en otras localidades, como la cercana Madridejos).

5. Exterior de un silo-vivienda. Autor, Jose María Moreno García

                                            Exterior de un silo-vivienda. Autor: Jose María Moreno García

6. Vida cotidiana en el interior de un silo. Autor, Jose María Moreno García

                                    Vida cotidiana en el interior de un silo. Autor: Jose María Moreno García

Los villacañeros han convertido una de ellas en museo municipal, donde puede descubrirse no solo el aspecto general de estas viviendas, sencillas y sin pretensiones, sino también la curiosa manera que tenían los locales para construirlas: excavando un solar de apenas 500 m², el propietario iba perfilando las habitaciones necesarias para la vida de su familia (comedor, cocina, dormitorios) y de sus animales (gallinero, cuadras y pajar). La vivienda quedaba bajo tierra y se accedía a ella por medio de una rampa y un zaguán, al tiempo que las dependencias disponían de unas ventanas verticales o lumbreras como único contacto con el exterior. En contra de lo que pudiera pensarse, estas viviendas estaban perfectamente adaptadas al entorno extremo que las rodeaba, y mientras que en invierno disponían de una espaciosa chimenea para paliar los fríos y las heladas, en verano el revestimiento de cal y su naturaleza subterránea permitían un ambiente fresco y agradable, ideal como refugio a las largas y abrasadoras jornadas del estío.

7. Plaza Mayor de Tembleque. Autor, Vulcano

                                                           Plaza Mayor de Tembleque. Autor: Vulcano

Pero el tiempo apremia y los pasos del viajero ya se encaminan hacia Tembleque, a apenas 16 km de Villacañas. Tembleque fue la cuna de Fray Francisco Sánchez Grande, el que fuera confesor de nuestro rey Felipe IV durante los ya lejanos tiempos del Siglo de Oro. Entrar en esta villa tranquila y silenciosa es encaminarse imperiosamente a su plaza Mayor, una de las más hermosas de Castilla La Mancha. Al igual que otras en la región sigue los trazados artísticos establecidos durante el XVII para este tipo de espacios urbanos: planta cuadrada y muy amplia; pórticos de columnas de granito; y finalmente corredores en la primera planta, donde se acomodaban las familias pudientes para contemplar los espectáculos taurinos que solían organizarse en Tembleque durante las fiestas y otras fechas señaladas. En Madridejos, sin embargo, unos 26 km más al sur, lo que sorprende al viajero no es la arquitectura de la plaza o sus casonas señoriales (como la antigua Casa Grande, hoy convertida en Casa de la Cultura), sino las innumerables capas de cal que rebozan todavía las paredes en las casas y corrales más antiguos. El proceso de encalar los muros de tapial se denominaba enjalbegado, y su función respondía no solo a la necesidad de proteger a sus moradores contra un clima extremo, sino también a una cuestión sanitaria: la cal es un material desinfectante y por tanto preservaba admirablemente de contagios y enfermedades diversas.

8. Detalles del enjalbegado de las paredes. Autor, José Flores Sánchez

                                    Detalles del enjalbegado de las paredes. Autor: José Flores Sánchez

El producto base se conseguía mediante los llamados hornos de cal, donde se introducía la piedra caliza para hornearla y convertirla en cal viva. Después los terrones calcinados eran vendidos en éste y otros pueblos de La Mancha al grito de: “¡Se vende cal! ¡Cal para encalar, señora!”. El viajero se sienta en un poyete para tomar un escueto almuerzo. En silencio observa como de unas “portás” aledañas sale una mujer armada de cubo y brocha, y empieza a arreglar con rápidos pases unos desconchones de feo aspecto en el dintel. “Disculpe. Yo pensaba que lo de encalar paredes ya había pasado a mejor vida…” le comenta en un descanso de la faena “¡Quía! Eso será en su pueblo. Mi suegra “tié toavía” unos barreños en la bodega con cal muerta y la usamos “ca instante” en apaños como éste”. La señora comienza de nuevo con la brocha, se para y observa crítica el resultado “Mi marido le pone cal «a to», ¿sabe «usté»? A las “paeres” de la cuadra “pa” los bichos, y en el huerto a los almendros, “pa que no pillen ná”, ¿entiende?”. “Entiendo, entiendo” le contesta con una sonrisa el viajero, que se levanta para continuar camino hacia el famoso molino de viento de Madridejos.

9. La Mancha interminable, el reto del viajero. Autor, Julian Lozano

                                          La Mancha interminable, el reto del viajero. Autor: Julian Lozano

Tiempo después tuvo ocasión de averiguar qué era eso de cal viva y cal muerta. Los terrones de cal viva debían convertirse en lechadas de cal (cal muerta o apagada), y para ello se introducían en barreños de metal llenos de agua a fin de dejarlos reposar un tiempo variable. El proceso por el que la cal viva, u óxido de calcio, pasaba a ser cal muerta, o hidróxido de calcio, despedía tal cantidad de calor que el agua del barreño hervía a borbotones. Sin duda era realmente peligrosa su manipulación (cuántos niños y mozos han sufrido quemaduras por esta causa). Cuando llegaba el momento de encalar las paredes, al menos una vez al año, el blanqueador llegaba a la casa con sus grandes escaleras, sus escobas de fibras apretadas y aquellos largos palos con un cazo atado al extremo, con el que lanzaba la lechada a las partes más altas del muro. Esos días las mujeres trabajaban sin parar repasando los bajos de la pared y arreglando con brocha las esquinas y otros puntos difíciles, hasta que el resultado deslumbraba a la vista por su blancura y buen hacer. Sin duda, tener la casa recién encalada era el orgullo de toda familia en el pueblo de Madridejos y en cualquier otro municipio de la vasta tierra manchega.

10. Detalle del molino del tío Genaro, en Madridejos. Autor, JMMG

                                            Detalle del molino del tío Genaro, en Madridejos. Autor: JMMG

El molino de viento de Madridejos (solo uno, aunque en 1949 había contabilizados hasta 3) es llamado en el lugar “El molino del Tío Genaro” y estuvo en funcionamiento hasta entrado el siglo XX. Alguien comenta en el patio contiguo, hoy escenario de exposiciones, obras de teatro y otras muestras culturales, que el edificio se construyó allá por los tiempos de Felipe III, cuando España estaba en mil berenjenales de guerras y disputas por medio mundo y se nos negaba hasta un mísero mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Pero cae la tarde y el viajero debe continuar camino hasta la vecina Consuegra, la antigua sede de los de San Juan, pues desea ver antes de que anochezca sus archiconocidos 12 molinos de viento en el alto del cerro Calderico, dominando con su silueta quijotesca el casco urbano de esta tranquila villa toledana. Y allí están. Los vislumbra recortados en el cielo sonrosado del anochecer, un anochecer por lo demás digno de mediados de agosto: con el sempiterno sonido de los grillos endulzando el aire; las copas de los chopos recortadas por los últimos vencejos, volando cada vez más altos, y el olor a menta procedente de una balsa de agua cercana e invisible en la oscuridad. En una era próxima un burro atado a un poste en el suelo deja oír sus quejidos lastimeros. Parece que le llama incitándole a una fuga clandestina, pero no es tiempo de entretenerse. El viajero quiere llegar y subir rápido la cuesta para contemplar en silencio cada uno de los gigantes de su imaginación, y que conoce hasta por sus nombres de pila: Cardeño; Vista Alegre; El Caballero del Verde Gabán; Chispas, Alcancía y Clavileño; Bolero, Sancho, Mambrino y Mochilas; Espartero, y finalmente Rucio, que cuenta en su interior hasta con una exposición de vinos… No, no. No hay razón para entretenerse.

11. Un refugio en la llanura manchega. Autor, Julián Lozano

                                                  Un refugio en la llanura manchega. Autor: Julián Lozano

12. El cerro Calderico y sus molinos. Autor, Fjdrevorio

                                                      El cerro Calderico y sus molinos. Autor: Fjdrevorio

Pero antes de llegar a las primeras casas del pueblo de Consuegra el viajero es sorprendido por un sonido poco habitual. Llega haste él un metálico retumbar de clarines, como llamando a la batalla, y más cerca el tañido de un laúd hiende el aire calmo de la noche y hace revivir viejas añoranzas medievales. En su camino se cruza con gentes ataviadas con extraños ropajes: las mujeres con camisas de seda, túnicas sin manga y mantos forrados de piel, que sujetan al cuello por medio de una fíbula de plata; los hombres, igual que aquellos galantes caballeros medievales de “La Celestina”, llevan polainas largas, medias, camisolas y también capa; y por supuesto deambulan por la calle armados todos con espada larga al cinto, protegida con su vaina… Suenan más clarines y a la vuelta de una esquina el viajero se encuentra con una fragua portátil y dos puestos destartalados de herrador y de alfarero. Un cetrero da de comer a un gigantesco azor mientras su compañera exhibe el vuelo de un gerifalte ante la mirada asombrada de decenas de niños, que no pueden creer lo que están viendo… Él, tampoco. Y entonces, temiendo ya uno de esos extraños trasvases en el tiempo que solo ocurren en los programas televisivos, decide preguntar al viejo más a mano que encuentra. “¿Qué si está “usté” tarumba? ¡Quía! ¡Pero es que no «s’acuerda» de qué día es hoy?” responde jocoso el anciano “¿El día de hoy? Sí, claro. 15 de agosto. Pero que tiene que ver…” “¿Que qué «tié» que ver? Pues no es “usté” de por aquí, a lo que parece. Hoy se celebra la batalla de Consuegra, cuando el buen rey Alfonso le dio “candela” a los moros y les dijo de lo que se tenían que morir. ¡”Na menos”! La batalla de Consuegra y el día en que murió el hijo del Cid…”

Ahora comprende. Y aunque si mal no recuerda fueron los almorávides quienes nos dieron «candela» a nosotros, no estará de más hacer un alto en Consuegra y vivir por unos días la magia de una época cuajada de héroes, princesas, alcahuetas y leyendas sin fin. Los molinos pueden esperar, sin duda. Pero eso lo contaremos en otro momento…

13. Detalle de las fiestas de Consuegra medieval, edición de 2012. Autor, Jose María Moreno García

                Detalle de las fiestas de Consuegra medieval, edición de 2012. Autor: Jose María Moreno García

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Villanueva de los Infantes o las divertidas andanzas de Quevedo, el burlador real.

Villanueva de los Infantes o las divertidas andanzas de Quevedo, el burlador real.

En apenas dos semanas se cumple el 368º aniversario de la muerte de D. Francisco de Quevedo y Villegas. El que fuera miembro insigne de la Orden de Santiago y Señor de la Torre de Juan Abad pasó sus últimos días de enfermedad postrado en el lecho de una celda del Convento de Santo Domingo, en la ciudadrrealeña Villanueva de los Infantes, donde falleció y fue enterrado finalmente el 8 de septiembre de 1645. Hoy, tanto el convento como la celda del ilustre escritor son visitables por el turista aunque las dependencias del edificio monástico fueron transformadas hace tiempo en una Hostería Real. Sin duda el trasiego y la presencia de tanto devoto por sus huesos serían del agrado de don Francisco, aunque es casi seguro que, de poder coger una pluma, nada evitaría que nos regalase uno de sus sonetos cargados de ironía y buen hacer… De Quevedo, cualquiera puede decir sin temor a equivocarse aquello de: “Genio y figura hasta la sepultura”.

2. Pintura de Don Francisco de Quevedo y Villegas

Pintura de Don Francisco de Quevedo y Villegas

A Quevedo, truhan, pendenciero y bebedor, lo temían en su época más que al mismísimo diablo. Sus agudezas y salidas de tono han sobrevivido con frescura inusual a través de los siglos, tremendamente actuales además debido a su manía de no dejar títere con cabeza en cualquier estrato de la sociedad. Borrachos, prostitutas, escritores, nobles y hasta la mismísima familia real fueron objeto de sus bromas pesadas, lo que en más de una ocasión le llevaron a tener problemas y serios disgustos con las autoridades. Conocida es, por ejemplo, la antipatía que profesaba a su contemporáneo y rival Luis de Góngora, un sentimiento que sin duda alguna era mutuo. He aquí las lindezas que le dedicaba éste último refiriéndose a la desmedida afición por la bebida que compartía Quevedo con el también célebre Lope de Vega:

Hoy hacen amistad nueva
Más por Baco que por Febo
Don Francisco de Que-Bebo
Y don Felix Lope de Beba.

A lo que don Francisco, que no era manco por cierto, respondía con una oda dedicada a su monumental nariz:

Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa (…)

Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era (…).

3. Celda del antiguo convento de Santo Domingo, donde murió Quevedo

Celda del antiguo convento de Santo Domingo en Infantes, donde murió Quevedo

Para las prostitutas tenía en cambio sus cariños y consuelos, nacidos desde luego de la predilección que sentía hacia las clases más humildes:

No te quejes, ¡oh Nise!, de tu estado
aunque te llamen puta a boca llena,
que puta ha sido mucha gente buena
y millones de putas han reinado.

De Quevedo se dice que fue maestro entre maestros y que los principiantes acudían presurosos a su lado para compartir con él sus sonetos y pedirle opinión. Y es que tenía fama de sincero. Eso debió de pensar cierto aprendiz de poeta, que tras recitarle su última composición le solicitó la gracia de una crítica constructiva. El maestro le dijo: «El siguiente será mejor». «¿Cómo podéis saberlo, si aún no lo he leído?» inquirió el novato, a lo que Quevedo le soltó impertérrito: «Sencillamente, amigo mío, porque es imposible que sea peor que el que acabáis de leerme«.

4. Plaza Mayor y balaustradas de madera. Autor, Zubitarra

Plaza Mayor de Infantes y balaustradas de madera. Autor: Zubitarra

Tampoco la Iglesia salía muy bien parada de la pluma del escritor, y en uno de sus famosos chascarrillos se dice que puso en entredicho hasta el propio símbolo de la Cruz. En aquella España sucia y decadente del siglo XVII era costumbre que los orinales se vaciasen en plena calle desde los balcones, al grito de “agua va”, y también que la gente orinara en cualquier sitio de la ciudad, a resguardo o no de miradas ajenas. Los vecinos solían poner cruces o santos en sus puertas y esquinas para evitar estos regalitos desinteresados, y Quevedo, que tenía por costumbre orinar siempre en el mismo portal de la calle, se encontró una noche con que el propietario había colocado la figura de una cruz en su rincón preferido. Por supuesto don Francisco hizo caso omiso y siguió siendo fiel a su costumbre, de modo que el vecino agudizó su ingenio y fue a poner un cartel bajo la cruz que rezaba: “Donde se ponen cruces no se mea”. Quevedo, muy consciente de su orden de preferencias, escribió justo debajo: “Donde se mea no se ponen cruces”.

5. Pozo en el patio de la Alhóndiga. Autor, Zubitarra

Pozo en el patio de la Alhóndiga. Autor: Zubitarra

Sin lugar a dudas las anécdotas más famosas de Quevedo tienen que ver con su desmedida afición a chotearse de la familia real. Felipe IV y su consorte fueron objeto de algunas de las burlas más desternillantes que se recuerdan en aquella España abocada al desamparo y la penuria, lo cual era de agradecer. Juzguen si no el efecto que debió de tener el siguiente episodio entre los mentideros y bajos fondos del reino: se cuenta que el rey, harto de los continuos desplantes de su amigo escritor, expulsó del país a Quevedo y le prohibió volver a pisar tierra española, por lo que éste sacudió sus sandalias y tomó camino de Portugal. Mas al llegar allí cargó un carro de tierra, se sentó encima y ni corto ni perezoso volvió a España. Al pasar por palacio se puso de pie en el carro, y al verlo el rey se disgustó muchísimo: “¿Cómo tienes valor de volver a mi presencia después de haberte prohibido que pisaras tierra española”. Don Francisco respondió sin despeinarse: “Perdone Su Majestad, pero yo vengo pisando tierra portuguesa”.

6. Calle típica de Villanueva de los Infantes. Autor, Ángel Aroca

Calle típica de Villanueva de los Infantes. Autor: Ángel Aroca

Y es que Felipe IV no era precisamente santo de la devoción de nuestro hombre. El Imperio español se deshacía a ojos vista, se perdían guerras y países, y el oro, en vez de servir para paliar la escasez del pueblo, marchaba por los puertos del Mediterráneo con destino a las arcas de los banqueros genoveses. Felipe IV era llamado “el Rey Planeta” o “el Grande” en alusión a sus dominios repartidos por las cuatro esquinas del mundo, pero Quevedo supo estar a la altura que se esperaba de él, y con una sola frase resumió a sus contemporáneos la verdadera y patética realidad que se escondía tras el Austria… ¿Cómo lo hizo? Pues comparándolo con un agujero: “Su Majestad es más grande cuanta más tierra le quitan”.

7. Yacimiento de Jamila. Autor, Pahuer

Yacimiento de Jamila en Vva. de los Infantes.  Autor: Pahuer

De esta forma no es extraño que don Francisco aprovechase cualquier ocasión para hacer del monarca objeto de sus burlas más crueles. Como aquella que alude a la famosa ventosidad del escritor junto a las mismísimas narices de Felipe IV: Subiendo estaban Quevedo y el rey por unas escaleras de palacio cuando a don Francisco se le desató un zapato, y dándose cuenta enseguida se agachó para anudarse los cordones. Las tripas le andaban un tanto revueltas aquella tarde, y al doblar el espinazo en tamaña postura no pudo evitar que se le escapase un monumental pedo, el cual por efecto expansivo fue a parar a los morros de Felipe, situado justo debajo. El monarca, dándole unos golpecitos en el trasero, va y le dice: ”¡Hombre, Quevedo!”, a lo que éste, no sabemos si temiendo o no por su vida, contestó: “Hombre, ¿a qué puerta llamará el rey que no le abran?”

8. El rey de España Felipe IV. Diego Velázquez. Óleo sobre tela, 1632

El rey de España Felipe IV. Diego Velázquez. Óleo sobre tela, 1632

La España de aquella época debió de regodearse impunemente ante estas salidas de tono, y de seguro elevó a Quevedo a los altares de la religión justo por debajo de Santa Eduvigis, patrona de los afligidos y deudores. En otro de sus chascarrillos más felices, el rey Felipe IV le pidió un día a su amigo que le dedicase unos versos espontáneos, sabedor de la gran creatividad y arrojo de que hacía gala el poeta en sus círculos más íntimos. Quevedo salió del paso pidiéndole al monarca que le diese pie, refiriéndose con ello a que le diese un comienzo. Pero bien por la baja acústica de palacio o por la soberana estupidez del Cuarto Felipe, éste lo interpretó de otro modo y no tuvo otra que plantar su pie en las manos de don Francisco. No se descompuso por ello el poeta. Sin retirar la insigne zarpa, y en alusión directa a la inteligencia caballuna del rey, le dedicó de seguido los siguientes versos:

“Paréceme, gran señor,
que estando en esta postura,
yo parezco el herrador
y vos la cabalgadura.”

9. Detalle de la Plaza Mayor de noche. Autor, Zubitarra

Detalle nocturno de la Plaza Mayor de Infantes. Autor: Zubitarra

La reina tampoco fue ajena a las ocurrencias de Quevedo. Y es que Doña Mariana de Austria y segunda esposa de Felipe IV sufría de una cojera más que aparente, cosa de la que andaba sin duda muy susceptible. Nadie podía hacer ni la más mínima alusión o mofa a su discapacidad si no quería verse sometido a las iras del rey… Pero no ocurrió así con nuestro poeta, quien se apostó con sus amigos lo que no tenía a que era capaz de decirle a la reina en su misma cara que era coja, y bien coja. “Veréis como yo se lo voy a decir. No os quepa la menor duda” decía Quevedo a sus compañeros “¡Pero tú estás loco! ¿Cómo le vas a decir…? Si le dices que está coja, te cortarán en pedacitos y los echarán al Manzanares como pasto de los peces…”. Haciendo caso omiso de los consejos de sus amigos, Quevedo se llegó hasta el palacio real no sin antes tomar de los jardines una hermosa rosa y un clavel. Después se presentó ante la reina, dobló el espinazo a la moda de la época y con exquisita galantería le dijo a Doña Mariana: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, Su Majestad es-coja”.

10. La reina Mariana de Austria. Diego Velázquez. Óleo sobre tela. 1655-57

La reina Mariana de Austria. Diego Velázquez. Óleo sobre tela. 1655-57

Para quitarse el sombrero es la siguiente hazaña recogida en el anecdotario popular, que de ser cierta supuso un nivel de desparpajo difícilmente igualable en las monarquías absolutas y todopoderosas de aquel periodo. Se dice que estando un día Quevedo en palacio sentado a la mesa real, en compañía de numerosos miembros de la nobleza, ocurrió que en mitad del banquete fue a volcar accidentalmente un plato lleno de viandas sobre su compañero de mesa. La víctima, viéndose sus ropas cubiertas de salsa, no pudo contenerse y propinó un sonoro bofetón en el rostro al poeta, el cual no tuvo más ocurrencia que girarse a su vez y darle un guantazo al comensal del otro lado. Éste no era otro que el rey (como ya habrán imaginado). Los rostros palidecieron y la sala entera cayó en un silencio sepulcral mientras todos miraban al monarca, tieso como un mástil y con uno de sus mofletes hinchado peligrosamente. Pero de forma increíble Quevedo salió al paso con su habitual ingenio, y tras sobreponerse de la sorpresa dijo: “¡Que siga la rueda!”

11. Pisto manchego con huevo. Autor, Bocadorada

Pisto manchego con huevo. Autor: Bocadorada

Después de este anecdotario sublime, no nos queda sino esperar que la figura de don Francisco no vuelva a caer en el olvido, y que todo el mundo tenga presente a este genial escritor en el próximo aniversario de su fallecimiento. Escritor que supo servirse de su pluma para aliviar las penas de sus contemporáneos, y que con infinita maestría la utilizó como un fino estilete endiabladamente bien esgrimido. Un estilete con el que rebanó las presunciones y la pompa apolillada y rancia de una monarquía que por aquellos años, estaba claro, tenía signos de sumir a España en la más absoluta de las miserias… En cierto modo, si hacemos honor a la verdad, todavía no hemos salido de ella.

12. Retrato de Francisco de Quevedo. Obra atribuida a John Vanderham

Retrato de Francisco de Quevedo. Obra atribuida a John Vanderham

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El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (1ª Parte)

Celebrar la fiesta de San Juan Bautista, el 24 de junio, era en España una costumbre antiquísima, pues ya los moros festejaban aquel día con luminarias, juegos de cañas y otros esparcimientos parecidos. En muchas casas del Madrid del siglo XVII, se preparaban la víspera de aquel santo grandes y costosos altares. Detrás de ellos había músicos, que tocaban y cantaban, y se invitaba a esta fiesta a las personas amigas agasajándolas con dulces, sorbetes y aguas de guinda o limón.

A las doce terminaba el concierto, y las jóvenes solteras se apresuraban a salir a su balcón o reja, preguntando en aquel preciso momento: “Señor San Juan, ¿me casaré bien y presto?” Los mozos alegres, que rondaban las calles cantando picarescas seguidillas, acompañados por la guitarra, solían responder a las preguntonas en lugar del santo, con palabras tales como: “Aún no es tiempo. Mañana será otro día” u otras cosas análogas, si no más fuertes.

La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

                                                La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

Las muchachas que tenían gancho con el elemento masculino y podían elegir, cambiaban de novio por San Juan. Pero no todas disfrutaban tal suerte. Con frecuencia, las doncellas se ponían a medianoche en las rejas o en los balcones de sus casas, con el cabello suelto y el pie izquierdo dentro de una palangana llena de agua, para averiguar si habían de casarse o no. En caso de que alguno al pasar dijese un nombre, le daban una cinta para poderle reconocer a la siguiente mañana; y si, casualmente, se topaban en la calle con el que había recibido tal señal, era elegido unilateralmente como futuro marido y se le otorgaban los más obsequiosos honores, puesto que había sido decisión del santo.

Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor, M. Peinado

                                                  Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor: M. Peinado

Otras jóvenes sacaban a medianoche a los patios de sus viviendas calderos llenos de agua, con la convicción de que en ella verían retratada la imagen de sus futuros esposos. Algunas muchachas en estado de merecer, ponían un huevo fresco de gallina negra en un vaso lleno de agua; y de ciertas señales que creían ver a la mañana siguiente, deducían si su destino les iba a otorgar o no amores felices y boda. Y es que para el casamiento todo valía, como podemos leer en las conocidísimas Bodas de Camacho de Don Miguel de Cervantes. Basilio, enamorado desde la infancia de Quiteria, quiere evitar la boda entre ésta y el rico Camacho, y para ello finge suicidarse clavándose una daga en el pecho. Entonces ruega a su amada que consienta casarse con él antes de morir, y ésta, conmovida por la escena, accede. El astuto Basilio, así como recibe la bendición, se levanta con ligereza ante el asombro de todos y da por terminado el engaño, mientras Don Quijote sentencia la unión: “el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia”.

Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

               Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

La noche del 23, que llamaban víspera de San Juan el Verde, había en toda la nación gran tumulto y regocijo. Todo el mundo se desplazaba hacia apartados paseos para disfrutar de los encantos de la noche estival, como muy acertadamente contaba Don Quiñones de Benavente en su entremés “Las Dueñas”:

¿Qué sabandija se queda
La víspera de San Juan
Sin ir al río, si hay río
Y sin ir al mar, si hay mar?

Los grupos de amigos, como ahora, encendían hogueras en las alturas, resonaban por todas partes gritos de júbilo, y en ciudades, campos y aldeas la gente moza se entregaba a la diversión en grupos bulliciosos, cantando, bailando o simplemente retozando. Era noche de libertad general, en que todo estaba permitido; noche de alegría, de amor y de aventura, por la cual suspiraba la juventud desde muchos meses antes; noche sagrada y embrujada, de ilusión y misterio para todo aquel que ansiase encontrarlo.

Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor, Trioptikmal

                                          Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor: Trioptikmal

Aún las jóvenes más honestas, las que solo iban a misa los domingos y a las fiestas religiosas más sonadas, salían durante la noche de San Juan con motivo o pretexto fingido de visitar los altares. Así lo expresaba con segundas Ruíz de Alarcón en su obra “Las paredes oyen”:

¿Y estar quieres encerrada
Noche en que el uso permite
Que los altares visite
La doncella más honrada?

En Madrid se festejaba la verbena de San Juan con excursiones nocturnas a la vega del Manzanares, y a las que asistió alguna vez el propio monarca Felipe IV. También se celebraba la víspera de esta festividad con cenas en el Prado. En uno y otro lugar hacía uso de carruaje quien podía. Y como el uso del coche era la pasión femenina de la época, ningún galán medianamente rumboso y que quisiera hacer méritos con su dama, podía dejar de costearle tal vehículo para aquel día, a la vez que una merendona. El coste, como puede suponerse, suponía un verdadero quebranto para los enamorados menos pudientes. Pero ya se decía entonces que: “Más vale viejo con plata que joven con alpargatas”. Y entre coches, coqueteos y persecuciones galantes, bullían frases alusivas como:

¡Oh, noche de San Juan, alegre noche
En que anda desvelado todo coche!
¡Oh noche de San Juan, alegre y fresca
Que en el río das caza más que pesca!

A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo

                                 A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo