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La azarosa vida de furtivos y percheros en el Campo de Montiel

La azarosa vida de furtivos y percheros en el Campo de Montiel

En los años posteriores a la guerra civil, el hambre y la precariedad obligaron a muchas familias del Campo de Montiel a buscarse la vida para subsistir. La mayor parte de la gente humilde en los pueblos de campiña vivía de las labores del campo, enganchando algunas peonadas en épocas favorables, y poco más. Sin embargo la abundancia de monte arbolado y de caza en el Campo de Montiel, sobre todo en las zonas más montañosas del sur, propició el desarrollo de otras actividades de subsistencia: fue el caso del carboneo (la fabricación de carbón de encina para el picón de los braseros y los hornos de pan) y, como no podía ser de otra forma, la caza furtiva.

Montiel y S Morena 4. Autor, Pablo.Sanchez

Típicas fincas de caza en el Campo de Montiel. Villahermosa. Autor, Pablo.Sanchez

La caza furtiva constituyó el pan de cada día para muchas familias rurales, a menudo como un complemento a otros ingresos pero tambien como la única manera de sobrevivir. El producto de este furtiveo se vendía luego en los bares del pueblo, así como a algunos particulares que no sufrían o no tenían problemas económicos. Era frecuente asimismo la actividad del estraperlo asociada a la caza ilegal. En pueblos como Villamanrique o Castellar de Santiago, en las vertientes de Sierra Morena, resultaba normal la visita de mujeres especializadas en este tipo de contrabando, y que hacían de enlace entre muchos cazadores furtivos y los puntos de venta en éstos y otros municipios de los alrededores. Así, no era extraño hallar zorzales, perdices, conejos, liebres y ocasionalmente alguna pieza de caza mayor entre las mercancías que habitualmente pasaban los puertos a altas horas de la noche, y que luego servían para preparar la rica variedad culinaria de que hoy hace gala toda la comarca.

Plato de perdiz en escabeche. Autor, Javier Lastras

Plato de perdiz en escabeche. Autor: Javier Lastras

Perdiz estofada. Autor, Javier Lastras

Perdiz estofada. Autor: Javier Lastras

Las artes de caza furtiva eran abundantísimas, haciendo cierto aquel dicho de “cada pillo tiene su truquillo”. En Villahermosa y Ossa de Montiel abundaba la caza con lazo; otros utilizaban más bien cepos; los más se dedicaban a las perdices con trampas o perchas, y también los había que preferían aguardar a la estación fría para arremeter con los zorzales, a los que cazaban con trampas de alambre que ellos mismos fabricaban, o con perchas hechas con el pelo de las colas y las crines de las caballerías.

Una de las formas más complicadas de furtiveo era la caza nocturna de la perdiz con red, ya que debía de hacerse en noches de suma oscuridad, y si eran nubladas o con lluvia, tanto mejor. El problema de atrapar las perdices durante la noche era que había que conocer el monte y la sierra palmo a palmo, de ahí que no todo el mundo fuese capaz de llevarla a cabo. Los cazadores salían a altas horas de la madrugada y a menudo también durante el día, escondiéndose entonces en las escabrosidades del monte para esperar la llegada de la oscuridad. La única luz que se utilizaba era la de un carburo, débil y amarillenta, por lo que perderse en la sierra era lo más fácil del mundo.

Perdiz roja. Autor, El coleccionista de instantes

Perdiz roja. Autor: El coleccionista de instantes

En algunas zonas de la comarca la actividad de los “percheros” era tradición familiar y se transmitía de padres a hijos, llegando a constituirse verdaderos clanes familiares especializados en esta modalidad cinegética. Los padres llevaban a los chavales al monte para aprender el oficio, y una de sus primeras habilidades consistía en asegurar que no faltara la materia prima para la fabricación de perchas (las crines de caballo). Así, con las tijeras en los bolsillos, tanto en el campo como en las cuadras donde estaban las caballerías, los niños abordaban a los confiados animales y de la parte interior de la cola cortaban buenos haces de cerdas, que luego escondían en los morrales para transportarlos a casa. Este material se prefería a cualquier otro debido a su ligereza, y a la facilidad con que se deslizaba el nudo corredizo en el momento de atrapar una presa.

Lazo con nudo corredizo, para caza furtiva. Autor, Jose Juan Taboada

Lazo con nudo corredizo, para caza furtiva. Autor: Jose Juan Taboada

Las crines eran trenzadas por las mujeres del hogar para formar el cordoncillo del lazo, que se oscurecía después con hollín de la chimenea para hacerlo menos visible. Este cordoncillo se ataba por un extremo a un cordel de esparto, que a su vez era amarrado a una pequeña rama clavada en el suelo, a un matojo de romero o de jara e incluso a un haz de hierbas. Tras darle al lazo la altura y la amplitud adecuadas, la percha quedaba terminada y el cazador podía así marcharse para colocar otras trampas en los alrededores. Se sabe que cada persona, incluidos los niños, podían llevar en su zurrón hasta 600 perchas listas para su uso, y que tardaban aproximadamente diez segundos en poner cada una ellas. Mientras una parte del equipo iba creando espacios y caminos en el monte para facilitar el paso de las perdices, los demás se dedicaban a colocar las trampas. Una vez colocadas se esperaba un total de tres a cuatro días, tras los cuales la familia entera volvía a echarse al monte a recoger el resultado.

Cazadores en la nieve. Obra de Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569)

Cazadores en la nieve. Obra de Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569)

A menudo los furtivos se llevaban más de una sorpresa con lo encontrado en el lazo. En una ocasión, unos “percheros” de Villamanrique hallaron atrapado en una de sus trampas a un gran lagarto, uno de esos reptiles tan abundantes en los encinares y monte bajo de La Mancha. Claro que por aquella época no se hacía ascos a nada, así que encendieron rápidamente una lumbre, y una vez pelado y arreglado lo echaron al fuego para preparar el almuerzo…

Comenzaban a poner las perchas para San Miguel (finales de Septiembre) y se dejaba la actividad en enero a fin de evitar la época de cría de las perdices. Una peculiaridad de la percha es que la mayor parte de los ejemplares se cazaban con vida, por lo que su destino no era la despensa familiar sino la venta a las gentes adineradas del pueblo, que las soltaban después en sus fincas o las utilizaban como reclamo. En los años cincuenta comenzaron a proliferar personajes que compraban a los “percheros” el producto de su caza a tres veces su precio anterior, con lo que la cosa comenzó a ser muy rentable. Venían buscando sobre todo perdices, zorzales y otros pequeños pájaros, que luego vendían en los bares y restaurantes de Madrid donde se cotizaban extraordinariamente. Los “percheros”, entretanto, habían sacado un dinerillo extra para poder guardarlo y tener excedente de recursos cuando se acabase la temporada.

Perdices para reclamo. Autor, Jose Antonio Cotallo López

Perdices para reclamo. Autor: Jose Antonio Cotallo López

El asunto fue tan rentable y proliferó tanto el furtivismo, que algunos dueños de fincas grandes no tuvieron más remedio que aliarse con los “percheros”. De esta forma, les dejaban cazar en sus fincas libremente a cambio de la mitad de la caza que capturaban. Aún así seguía siendo un buen negocio, ya que en aquellos tiempos se vendían las perdices a cinco pesetas la pieza. Con esta convivencia entre unos y otros se llega hasta los años sesenta, cuando aparecen las primeras órdenes para acabar con los furtivos y dar entrada a la legalidad (la de los cazadores que venían a matar perdices por placer, sentados cómodamente en sus puestos). Cuando las familias dedicadas a la percha comenzaron a ser acosadas y multadas por la Guardia Civil, los “percheros” llegaron a una especie de entendimiento con las autoridades para que les dejaran hacer los “ojeos” o batidas de caza durante la temporada, y ganarse así unos jornales que les permitiesen subsistir. Y aunque se tiene constancia que la actividad continuó realizándose como mínimo hasta finales de los años ochenta, este fue sin duda el fin de los “percheros” como oficio floreciente, y el principio de la empresa cinegética tal como se conoce actualmente en el Campo de Montiel.

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Una buena partida de caza en los años setenta, Villahermosa. Autor: Juan Antonio Resa

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El Palacio de Oriente, o de cómo un rey murió por culpa de su brasero

El Palacio de Oriente, o de cómo un rey murió por culpa de su brasero

De todos es conocido el grandioso Palacio Real de Madrid o Palacio de Oriente, llamado así por su situación en la madrileña plaza del mismo nombre. Residencia oficial de los Reyes de España, el edificio actual es sin embargo una construcción relativamente moderna, ya que se levantó durante la primera mitad del siglo XVIII sobre las ruinas del Antiguo Alcázar Real, arrasado por un incendio en la Nochebuena del año 1734.

Detalle de la Plaza de Oriente. Autor, Zaquarbal

Detalle de la Plaza de Oriente. Autor: Zaqarbal

Obras originales de Rubens, Tiziano y El Españoleto; incontables riquezas en piedras preciosas, joyas, reliquias, tapices, todo pereció convertido en cenizas durante un incendio que tardó más de dos días en apagarse, y que al parecer fue originado en la chimenea de uno de los aposentos del Alcázar durante una monumental francachela. Ciertamente, se trató del episodio más dramático ocurrido en la que fue residencia real desde Carlos I a Felipe V. Pero no fue el único, ni mucho menos.

Antiguo Alcazar Real de Madrid, en el siglo XVII. Autor desconocido

Antiguo Alcázar Real de Madrid, en el siglo XVII. Autor desconocido

Como si de una maldición se tratase, la ajetreada y licenciosa vida de los monarcas ha tenido en chimeneas y similares más de un motivo de preocupación. Quizás el caso más increíble sea el que ocasionó la muerte de Felipe III, un hecho funesto que, según las habladurías palaciegas, fue debido a una rigurosa etiqueta de palacio y a su brasero.

Felipe III. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1635

Felipe III. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1635

Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, Baronesa d’Aulnoy, viajera francesa y autora de la célebre “Memorias de la Corte de España”, relata en sus páginas cómo durante una mañana de invierno en que el rey despachaba su abundante correspondencia, los criados le colocaron al lado un brasero para preservarle mejor del frío. Desgraciadamente, el artefacto quedó tan próximo a su persona que al poco tiempo los calores se le subieron a la cabeza, aunque el monarca, digno y sufrido como nadie, no emitió por ello ni la más mínima queja.

Otra vista del Real Alcázar de Madrid. Autor desconocido

Otra vista del Real Alcázar de Madrid. Autor desconocido

Advertido el Marqués de Tovar de los apuros del rey, éste se lo comunicó al duque de Alba señalando oportunamente que la cuestión escapaba a sus competencias. El duque, alegando la misma excusa, anunció que tal servicio correspondía al duque de Uceda. Se le mandó llamar, pero por desgracia se encontraba ausente inspeccionando la construcción de una finca a las afueras de Madrid. Ni Alba ni Tovar osaron romper el protocolo hasta que no regresase el encargado del brasero, de modo que cuando al fin el duque de Uceda irrumpió en las estancias regias, el monarca, sudando copiosamente, se encontraba a esas alturas falto de resuello y sofocadísimo. Aquella misma noche Felipe III sufrió de fiebres altas y al poco le sobrevino una erisipela, lo que finalmente ocasionó su muerte el 31 de marzo de 1621. Todo sea por la etiqueta.

Palacio Real de Madrid y detalle de la Plaza de Oriente. Autor, Jean-Pierre Dalbera

Palacio Real de Madrid y detalle de la Plaza de Oriente. Autor: Jean-Pierre Dalbera