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Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Todos estamos acostumbrados a considerar el verano, la playa y las costas mediterráneas como la combinación perfecta para unas vacaciones de órdago… Pero cuesta imaginar que, en el pasado, esta imagen hoy tan familiar resultaba totalmente desconocida. El turismo de playa no comenzó en nuestro país sino hasta 1830 y difería enormemente del actual, tanto en lo que se refiere a volumen de turistas como a destinos, usos y costumbres establecidos. Podemos decir que sus peculiaridades partían de dos puntos básicos: en primer lugar se trataba de una actividad reservada exclusivamente a las clases pudientes. El turismo de masas solo se generalizó a lo largo del siglo XX cuando los sueldos y las jornadas laborales permitieron disponer de dinero y tiempo en grandes cantidades. Por otro lado, en sus comienzos la playa era considerada atractiva solo por sus supuestas propiedades medicinales, de modo que fueron las frías aguas del Atlántico y no el Mediterráneo (cálido y al parecer insalubre) donde se concentraron inicialmente los más elitistas focos del turismo nacional e internacional. Lanneau Rolland, en su guía editada en 1864 sobre nuestro país, cuenta que: “Ante Alicante, la mar tiene poco fondo. Las aguas del Mediterráneo en este punto son viscosas, fétidas y de baños imposibles”. No sabemos si ésta era también la idea de los españoles, pero si se sabe que aunque existían por aquel tiempo baños en Arenys de mar, Barcelona, Valencia o Málaga, muchos entendidos (como fue el caso de Richard Ford, autor del famoso manual de viajeros por España de 1844) descartaban el Mediterráneo y el verano para los baños “por las altas temperaturas que se daban en aquellas costas, que hacían insalubre dicha actividad”.

Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor, Sfgamchick

                                                    Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor: Sfgamchick

Aunque ya hubo referentes en la Inglaterra del siglo XVIII, fue en el XIX cuando se consolidó la idea de que el mar podía ser un antídoto a las agresiones de la civilización. La medicina entonces en boga argumentaba que el mar fortalecía los cuerpos y era bueno contra la melancolía y las ansiedades de las clases dominantes. En la francesa Dieppe se construyó una estación balnearia abierta al mar durante la primera mitad del siglo XIX, y dentro de la ciudad un hotel de baños de mar calientes, todo ello muy lujoso y asiduamente visitado por personajes tan sonados como la mismísima esposa del Delfín de Francia (se sabe que esta buena mujer tenía la costumbre de zambullirse en las olas acompañada de dos bañeros uniformados y de un médico inspector de baños). Fue también por aquella época cuando San Sebastián comenzó a darse cuenta de las posibilidades de su emplazamiento: desde el 26 de julio hasta el 15 de agosto de 1830 fueron a pasar allí parte de su temporada estival el Infante Francisco de Paula Antonio, hermano de Fernando VII, su esposa (hermana de la Reina María Cristina), sus 6 hijos y un séquito regio de 24 personas.

Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                              Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor: Biblioteca Nacional de España

Sin ninguna duda, los “baños de mar” decimonónicos tuvieron en Santander, y sobre todo en San Sebastián, sus principales hitos de categoría “cinco estrellas”. En la capital donostiarra el éxito de los baños fue nacional e internacional. Ya existía cerca de “La Bella Easo” un turismo de termalismo antes del “Boom”, y Francisco de Paula Madrazo, quien en 1849 publicó su conocida obra «Una expedición a Guipúzcoa en el verano de 1848», nos refiere algunos lugares guipuzcoanos que por entonces empezaban a ser frecuentados, como Baños Viejos de Arechavaleta, Santa Águeda de Mondragón o Cestona. También cita en su trabajo a las villas costeras de Deva y San Sebastián, relativamente próximas a dichos centros termales. Posteriormente y tras la destrucción de las murallas que cercaban el casco antiguo en 1863, la ciudad comenzó a crecer por todas partes surgiendo barrios residenciales e industrias más o menos relacionadas con la actividad balnearia: vidrio, chocolate, cerveza o sombreros. Este hecho, unido a las nuevas infraestructuras de avenidas; los alcantarillados; parques o jardines; el encauzamiento del Urumea o la ampliación del tendido eléctrico evidenciaban la repercusión que esta ciudad del Cantábrico comenzaba a tener entre las clases pudientes de medio mundo. También fue decisiva la inauguración de la línea del ferrocarril del Norte, en 1864, lo que permitió la llegada de una importante masa de visitantes de Madrid y otras zonas del interior peninsular.

Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor, Krista

                                         Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor: Krista

La ciudad de San Sebastián tuvo en la vecina Biarritz un modelo a seguir. Biarritz cuadruplica su población de 1826 a 1872, y la presencia allí de personalidades de alcurnia (como Napoleón III y la Emperatriz Victoria Eugenia de Montijo, que veranearon ininterrumpidamente en Villa Eugénie desde 1864 hasta 1878), daban cuenta del alto standing alcanzado en pocos años por la población vecina. En 1869 aparece “la Perla del Océano”, el primer establecimiento donostiarra de baños con una concesión del Estado, al cual sucede “La Nueva Perla” en 1908. Finalizando el siglo XIX se acometieron colosales obras en el monte Urgull y el Igueldo, que se convirtieron en deliciosos lugares de paseo y recreo para la colonia turística. Por otro lado, y con el fin de dar más brillo a la actividad veraniega, se proyectó también la construcción de un casino (obviamente, ya existía uno en Biarritz). En 1880 es lanzado el proyecto y solo dos años más tarde, en 1882, se inaugura el edificio de lujo con gran éxito desde el primer día de apertura.

San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor: Biblioteca Nacional de España

San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor, Aerismaud

                              San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor: Aerismaud

Claro que, al contrario de lo que ocurría con el resto de ciudades-balneario europeas, faltaba todavía en San Sebastián una importante oferta hotelera. Se echaban especialmente de menos las llamadas fincas de especulación, es decir, casas en barrios de lujo alquiladas a familias de acaudalados y a precios exorbitantes, que se alojaban allí aislados de trato y roce con el resto de la población. El sistema de alojamiento fue en sus comienzos muy dispar e iba desde el socorrido alquiler de habitaciones y las casas de pupilaje (domicilios donde se recibían huéspedes que hacían vida en común con la familia propietaria) hasta fondas, paradores y algún que otro hotel de dudosa catadura. Más tarde se crean barrios residenciales de alto standing y el número y categoría de los hoteles crece sin parar: 3 en 1884; 15 en 1916; 31 en 1936… El más espectacular de todos ellos fue sin duda el María Cristina, aunque no abrió sus puertas hasta 1912.

Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor, Carmen A. Suarez

                                        Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor: Carmen A. Suarez

Aparte de las actividades balnearias, no pasa mucho tiempo sin que se imponga en San Sebastián la idea de que hay que divertir a la colonia extranjera. Y se hace en torno a 3 ejes: el baño; el casino y el programa de fiestas. Se alarga la temporada de verano del 24 de julio al 27 de septiembre, intentando fomentar la de invierno “porque es inverosímil que Biarritz la tenga y San Sebastián no”. Sin embargo, nunca se consiguió este último objetivo. En cambio, durante los dos meses veraniegos se prodigan actos y atracciones a todas horas, entre los que destacan por su vistosidad y éxito multitudinario los conciertos de calle. La Banda Municipal toca cada noche a las 21h en el quiosco de la Alameda del Boulevard, construido por el famoso ingeniero Eiffel; los jueves, domingos y festivos se organizan más en el mismo sitio y a las 12 del mediodía; y en el Gran Casino, esta vez a las 5 de la tarde, la Sociedad de Conciertos ameniza igualmente al respetable con su propio repertorio. Luego estaban los fuegos artificiales, los cotillones, las consabidas corridas de toros (en San Sebastián se presumía de tener la mejor plaza de toros del mundo con vistas al mar) y la iluminación nocturna de los montes Igueldo y Urgull, que en el escenario natural de La Concha producía unos efectos espectaculares. Para el turista de a pie habían cucañas acuáticas, batallas de flores, batallas navales y otros concursos de variada tipología; para los acaudalados, cacerías de patos y 5 o 6 días de regatas; y para todos ellos, festivales, ferias y romerías populares a cual más atractiva. Cada balneario intenta innovar antes que los demás y copiar las actividades que resultaban de más éxito entre los visitantes. Por otro lado, en 1916 se abre el hipódromo; en los años 20 el circuito de automóviles de Lasarte, y en los 30 varios campos de golf y de tenis, fomentando de esta forma un turismo de élite por encima del de masas, cada vez más en boga en otros puntos del litoral.

Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor, Gipuzkoakultura

                                Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor: Gipuzkoakultura

Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor, Julio Codesal

                          Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor: Julio Codesal

Evidentemente, el papel de la realeza fue primordial para el éxito de San Sebastián. Tras la visita del Infante Don Francisco de Paula Antonio, primero en 1830 y luego en 1833, la misma Isabel II visitó la ciudad en 1845 afectada por un problema de piel. A partir de ese momento diferentes miembros de la realeza se acercarían a esta localidad a tomar los baños. Incluso la reina María Cristina, asidua veraneante desde 1887, decidió construir su propio palacio en la bahía de La Concha. No fue raro por tanto que desde 1887 la ciudad pasara a ser lugar habitual de veraneo de la Familia de Alfonso XIII y su corte. Y con ella, por supuesto, de la aristocracia, de los políticos, la prensa y el mundillo social más elitista de nuestro país (aunque solo lo pretendiesen)… Pero de eso, y de cómo eran las costumbres playeras en la encorchetada sociedad de entonces, comentaremos largo y tendido en un próximo capítulo veraniego.

Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                         Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

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Por la sierra de la Demanda. La Leyenda del campo de la Horca

Por la sierra de la Demanda. La Leyenda del campo de la Horca

Entre las localidades de Cidones y Abejar existió antaño un yermo inculto conocido por los lugareños con el nombre de campo de la Horca. Durante el reinado de Fernando VII el lugar era paso obligado de viajeros que, procedentes de Soria, debían atravesar la sierra de la Demanda en dirección a Burgos para enlazar con el conocido Camino de los peregrinos. Se trataba de un camino en extremo complicado durante el invierno, y las historias locales insistían una y otra vez en la extrema lobreguez de aquel llano cubierto entonces de una infinita extensión de brezos y expuesto a todos los vientos, donde era casi imposible encontrar refugio o una mala posada ni en 10 leguas a la redonda. Sucedió pues que, cierta tarde de noviembre, un cazador y su montura atravesaron aquel lugar en dirección a la cresta de la Penada, y dado que estaba pronto a nevar y la noche amenazaba con ser en extremo inclemente, el viajero salió del camino y cabalgó con brío hacia un valle cercano donde le pareció haber visto esa misma mañana una choza de adobe abandonada. Poco después alcanzó a otro viajero que llevaba la misma dirección que él, de modo que fue a situarse a su lado y preguntole si conocía la zona y sabía de algún lugar decente donde obtener cena y cama. El caminante, a decir de su aspecto un capellán o un clérigo, sonrió señalando hacia el fondo del valle. “Tengo un encargo que hacer y no puedo acompañarle, pero no muy lejos se encuentra la cabaña de un pastor de ovejas. Vaya allí y encontrará refugio”, y en diciendo ésto saludó al cazador y se desvió hacia un alto que se veía enfrente, desapareciendo al poco tras unos árboles a la derecha del camino.

Plaza Mayor de Soria

                                                                            Plaza Mayor de Soria

Del cielo oscuro comenzaron a caer finos copos de nieve, de modo que el cazador apresuró su marcha y llegó finalmente a la choza indicada, una estructura baja de adobe y con techado de brezo que parecía a todas luces abandonada. A lo lejos se oía débilmente el sonido de una campana, cosa que al pronto le extrañó, pues no tenía constancia de núcleos habitados en el lugar. Tras desmontar y acercarse a pasos precipitados el viajero comenzó a golpear la entrada con el pie, pero apenas hubo dado el primer golpe cuando del agujero situado en lo alto del techado comenzó a salir un humo denso, oscuro, que se deshilachó enseguida en finas hebras con el ímpetu de la ventisca. Lo que parecía lugar despoblado tomó vida, oyose ruido de pasos y al poco la puerta se abría dejando ver en el hueco un hombrecillo achaparrado y adusto, que sostenía una lámpara de grasa encendida en la mano. La llama ardía débilmente en la penumbra mientras el hombre escudriñaba al forastero.

Campos de Soria. Autor, Cornava

                                                                  Campos de Soria. Autor: Cornava

“No es tiempo para viajes. Pase y acérquese al fuego” dijo en un susurro. “Gracias. Me he retrasado y mi caballo necesita descanso y paja”. El cazador se percató enseguida del hedor indescriptible que emanaba de aquel habitáculo. “Yo dormiré fuera, creo que no…” “Este es el campo de la Horca y mañana colgarán a un hombre” sentenció el desconocido súbitamente. “Por el amor de Dios, entre y duerma aquí esta noche. No es tiempo para viajes, señor”. Sin saber muy bien por qué, el aspecto, el olor y la forma de hablar de aquel individuo confundieron al viajero. Balbuceando una disculpa saltó sobre su montura mientras el personaje lo seguía a gritos, pero un momento más tarde el jinete se encontraba ya bajando la pendiente y esquivando hábilmente las masas de helechos en busca de la continuación del sendero, que de seguro descendía hasta el fondo del valle. Las voces se perdieron tras él, cada vez más débiles e inconexas, hasta que la choza y su inquilino desaparecieron finalmente de la vista. Todo quedó atrás. La oscuridad envolvió el valle y el aire se llenó nuevamente de silencios, del olor a brezo húmedo y del suave tacto de la nieve al caer.


Viajero en la niebla. Obra de Theodor Severin Kittelsen. 1900                                            Viajero en la niebla. Obra de Theodor Severin Kittelsen. 1900

Con una inmensa sensación de alivio el cazador cabalgó entonces hacia el alto que se abría al este y adonde le pareció que se dirigía aquel caminante solitario que halló en el camino apenas una hora antes. Las campanas seguían tocando un sonido triste, extraño, que iba y venía en leves impulsos a capricho de las rachas de viento. Mientras las oía pensó que sería buena idea seguir al clérigo y trabar amistad con él, pues quizás fuese oriundo de lugar y, en ese caso, forzosamente habría de conocer algún sitio donde guarecerse durante aquella fría noche. No tuvo que buscar mucho. Tras sobrepasar unas rocas peladas y bordeadas de helechos, llegó al alto barrido por el viento y sus pasos le condujeron fácilmente hasta lo que parecía un sólido edificio difuminado en la oscuridad, sin duda una ermita o una vieja iglesia. Aquel era pues el origen de los tañidos, se dijo. Tras una de las altas ventanas brillaba una luz y junto a la puerta descubrió al fin la figura del religioso, pequeño y oscuro, agitando la mano y mirándolo con cara sonriente. “Vamos, acérquese. Aquí podrá reposar sus huesos cómodamente por esta noche y reponerse de sus fatigas”.

Iglesia de la Asunción. Cueva de Ágreda, Soria. Autor, Eugenio Hanson

                                    Iglesia de la Asunción. Cueva de Ágreda, Soria. Autor: Eugenio Hanson

Los dos compañeros de viaje estaban sentados en el suelo, uno frente a otro, mientras el fuego ardía con intensidad en una chimenea de grandes proporciones situada a un lado de la estancia. A las preguntas sobre el extraño habitante del páramo que vivía allá abajo, el cura sonrió y empezó a hablar. “Es un lugar extraño, éste. Nadie se aventura por estos despoblados si no es necesario para el negocio. Hasta el párroco de Abejar se ausenta sin justificación posible dejando de hacer sus obligaciones para con Dios. La caza escasea y los venados no abandonan la protección de los bosques, allá abajo, en Cidones. Incluso es raro ver rebaños de ovejas, pues la zona está infectada de lobos. Sobre todo cuando la nieve cubre el paso de la Penada y bajan de la sierra en manadas hasta el valle, buscando presa fácil. Un sitio raro, sí.”. Mientras hablaba el viajero guardó silencio y comenzó a observar a su compañero con algo más de detenimiento. Eran hábitos de dominico los que llevaba puestos, no cabía duda, pero estaban raídos y deteriorados hasta lo indecible. Resultaba evidente el descuido mostrado por su interlocutor. Su rostro aparecía además demacrado y con una expresión algo ausente, fijos los ojos en algún punto por encima de su cabeza. No terminaba de sentirse tranquilo en su presencia y, lo que era más incómodo, venía notando desde hacía rato un tufo indefinible a humedad rancia y a hojarasca que parecía emanar directamente de su persona. Sin duda era difícil de definir, aunque en cierto modo le traía a la memoria el olor de los sótanos por largo tiempo cerrados, o de la tierra removida.

El cura seguía hablando. “Usted no conoce ni por asomo estos lares. Escuche, escuche con atención… ¿Puede oir el tañido de la campana ahí arriba? Seguirá repicando toda la noche pues mañana se ajusticia aquí a alguien, un desgraciado forastero según tengo entendido. Yo soy el único que viene aquí a cumplir con el sagrado mandato de dar sepultura, pues es de recibo no tratar a penados como si fuesen perros”. Continuaba sonriendo y movía incansables las manos en su dirección, unas manos seniles a todas luces, acartonadas y cubiertas de llagas oscuras. El viajero lo miraba cada vez más incrédulo y no pudo evitar que una creciente sensación de alarma fuese asomando a su rostro. Al momento descubrió algo que no había visto antes: el párroco protegía su cuello con un gran pañuelo negro de lino similar al que utilizan las viudas, algo en verdad inaudito para un religioso. Lo tenía manchado de tierra y firmemente anudado a la nuca, extendiéndose desde allí para cubrir todo el espacio por debajo de la barbilla como si quisiera esconder la garganta de miradas indiscretas. De improviso fue muy consciente de su propia vulnerabilidad. Poco a poco un sudor frío perló su frente y bajó incontenible por la espalda, sensación que se agudizó hasta el extremo al descubrir cierto detalle en su acompañante que le hizo sentir nauseas, pues de los orificios de su nariz asomaban como por descuido dos sucios trozos de algodón blanco. Recordaba haber visto tiempo atrás algo parecido en el funeral de una aldea, cuando los familiares más cercanos adecentaban al difunto y lo preparaban antes de introducirlo en la caja. El olor a podredumbre era ahora más fuerte que nunca.

Paisaje de la Sierra de la Demanda. Autor, Carlos Pons

                                                   Paisaje de la Sierra de la Demanda. Autor: Carlos Pons

La campana seguía tañendo sin parar cuando una fría racha cargada de nieve le vino al rostro. Al levantar la vista observó alarmado que el techado era apenas una estructura de vigas informes, carentes de cubierta, por donde se introducía sin obstáculo alguno el frío nocturno y los vientos procedentes de la sierra. El edificio se caía en pedazos y su campanario, simplemente, no existía. Fue entonces cuando tuvo un presentimiento fugaz, levantose y corrió afuera sin preocuparse más del clérigo. Sintió un alivio infinito al dejarlo atrás. Al dar la vuelta al edificio, tropezando con los bloques caídos y las zarzas que obstaculizaban su camino, descubrió a alguna distancia una construcción plana de madera, carcomida y decrépita en extremo, y que debió de utilizarse en tiempos como cadalso para los ajusticiados a pena de horca. Desde allí miró hacia el edificio. Por el hueco donde debería haber estado su campanario se veían oscilar claramente las luces y sombras del fuego encendido que iluminaban desde dentro la estructura en ruinas. Todo era ruinoso en aquel lugar. Y mientras trataba de entender lo que ocurría, algo comenzó a moverse y a emitir secos crujidos a su espalda. El pánico lo envolvió mientras giraba lentamente la cabeza para enfrentarse al origen de aquel sonido, al tiempo que un grito pugnaba por salir de su garganta. Y entonces lo descubrió. Frente a si el cadalso aparecía en toda su magnitud y brillaba débilmente en la oscuridad del páramo. De la viga principal colgaban dos cuerdas de esparto: una vacía. La otra, oscilando en amplios círculos con los remolinos de la ventisca, sostenía el peso de un hombre colgado a su extremo. Un hombre bajo, oscuro. Un penado con el rostro contraído en un rictus odioso semejante a una sonrisa cruel, y el cuerpo cubierto por los negros ropajes de la Orden de los Dominicos

7. Iglesia de San Juan Bautista, en Abejar, Soria

                                                      Iglesia de San Juan Bautista, en Abejar, Soria

En el año de 1617, dos siglos antes de estos acontecimientos, cierto clérigo oriundo de la zona fue colgado por robo y asesinato en el despoblado conocido por Fontarejos, donde antaño se levantaba un poblado del mismo nombre y su iglesia parroquial consagrada a San Cristóbal. Enterraron el cuerpo dentro de una zanja improvisada en el brezal, junto a la que fue su parroquia, y desde entonces los locales se refirieron a aquel paraje como el campo de la Horca y evitaron en lo posible acercarse al páramo mediado el mes de noviembre, cuando se cree tuvo lugar el linchamiento. Cuentan que durante las noches que preceden a la fecha fatídica puede oírse de nuevo el tañido de las campanas, vibrando en el aire helado sobre las ruinas, y que al mirar hacia sus naves abandonadas y sin vida éstas brillan débilmente con el fulgor de los fuegos que era costumbre encender para solaz de pastores y viajeros extraviados. Al día siguiente de los hechos que se han narrado, un pastor loco que vivía en el camino del Paso descubrió el cadáver del viajero extraviado la tarde anterior, y que durante toda la noche se había buscado sin éxito por los bosques que rodean el pueblo de Cidones. Su cadáver mostraba el rostro congestionado a causa del frío intenso, dijeron. También tenía el cuello fracturado. Roto y doblado en una posición a todas luces inverosímil, tal y como ocurre a veces con los ajusticiados de horca cuando el golpe de la soga es rápido y letal. El médico de la localidad certificó que la causa del fallecimiento había sido una desgraciada caída del caballo, probablemente a causa de las singularidades del terreno o del ataque de algún animal. Un accidente de caza, sin duda. El pastor regresó aquel mismo día hasta el páramo solitario, a su camino del Paso y a su choza perdida en el brezal, y pensó una vez más, con las primeras ventiscas de noviembre, que el campo de la Horca se había cobrado una nueva víctima.

Brezales en flor. Autor, Senderismo Sermar

                                                           Brezales en flor. Autor: Senderismo Sermar