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Chocolate. El oscuro deseo del Monasterio de Piedra (2ª Parte)

Chocolate. El oscuro deseo del Monasterio de Piedra (2ª Parte)

Es curioso comprobar cómo los aztecas reverenciaban el chocolate atribuyéndole las más variadas propiedades. Sabían, por ejemplo, que una taza de xocolatl eliminaba el cansancio y estimulaba las capacidades psíquicas y mentales. Para los aztecas el xocolatl era asimismo una fuente de sabiduría espiritual, energía corporal y potencia sexual. Era muy apreciado como producto afrodisíaco y, por supuesto, se reservaba únicamente a una élite que lo tomaba de forma ritualizada en actos festivos, o bien usándolo como pintura facial en sus ceremonias religiosas. Se denominaba también al cacao oro líquido, pues sus semillas se intercambiaban como moneda, y por cierto no de escaso valor. Así, con cuatro semillas se podía comprar un conejo; con 10, la compañía de una dama, y con 100, un esclavo…

 

2. Granos de cacao. La moneda de los aztecas. Autor, SuperManu

Granos de cacao. La moneda de los aztecas. Autor, SuperManu

En cualquier caso, con la llegada a América de los primeros conquistadores españoles la preparación del chocolate sufrió una transformación a fin de adaptarse al gusto europeo. Los del grupo de Hernán Cortés echaban pestes de esta bebida, que encontraban muy amarga y picante debido al empleo de condimentos exóticos e incluso setas alucinógenas. No tardó por tanto en dulcificarse este producto, aprovechando además que el cultivo de caña de azúcar (procedente de Asia) estaba ya aclimatado en México a finales del siglo XVI. Los españoles gustaban asimismo de beberlo caliente y aromatizarlo con canela, y pronto hubo una gran diferencia entre el chocolate de los autóctonos y aquel que se hacían servir los recién llegados del otro lado del Atlántico.

 

3. Recipiente para servir chocolate. Porcelana de Limoges. Autor, Petitpoulailler

Recipiente para servir chocolate. Porcelana de Limoges. Autor, Petitpoulailler

Curiosamente, uno de los usos más raros del chocolate en España fue su utilización como producto de botica. Los boticarios de los siglos XVII y XVIII solían disponer de recetas pasteleras y de elaboración de dulces, que como el resto de su farmacopea eran ultrasecretas, y que les servían para la elaboración de letuarios, es decir, preparados de diversas mezclas medicinales endulzadas con miel o chocolate, para así facilitar el “mal trago” a los pacientes.

 

4. Figura decorativa en el salón del Chocolate de París. Autor, Pathien

Figura decorativa en el salón del Chocolate de París. Autor, Pathien

Pero presente o no en las farmacias, lo cierto es que el chocolate comenzaba a hacer furor en las confiterías de Madrid y otras grandes ciudades de España, donde los clientes entraban deseosos de experiencias exóticas y solicitaban “esa bebida que procedía de las Indias”. A finales del siglo XVII era servido como helado, utilizándose nieve procedente de las sierras que se bajaba en recuas de mulos al amparo del fresco nocturno, para así estar disponible en la capital desde primeras horas de la mañana. No deja de ser sintomático de una oscura época el hábito de servir chocolate granizado mientras la nobleza disfrutaba del “agradable” espectáculo de los Autos de Fe.

 

5. Mancerina y taza acoplada. Autor, Tamorlan

Mancerina y taza acoplada. Autor, Tamorlan

Por supuesto el chocolate entró también en las casas de las familias españolas, sobre todo de las de alcurnia, donde pronto se alzó con el galardón de “bebida oficial para visitas distinguidas”. Existía todo un rito alrededor de la chocolatada, como se llamaba a esta costumbre en las “familias bien” del Siglo de Oro. Los invitados pasaban al saloncito junto con la anfitriona, un lujoso departamento adornado con tapices, almohadones y cojines, y caldeado con las ascuas de un brasero o dos según el frío que hiciese esa mañana. Entonces el mayordomo traía las tazas repletas de chocolate acompañadas de una bandeja de bizcochos y un búcaro (recipiente de cerámica) repleto de nieve.

 

6. Receta de chocolate. Autor, Michael Carpentier

Receta de chocolate. Autor, Michael Carpentier

Las conversaciones iban y venían con el entrechocar de las tazas, los sorbos pausados y el ocasional mordisquito al bizcocho o incluso (curiosamente) al borde de la porcelana, ya que comer barro se consideraba entonces como un eficaz tratamiento de belleza. Efectivamente, ingerir arcilla produce un trastorno hepático y biliar que se traduce en una extrema palidez del rostro, signo considerado durante siglos como de distinción entre las clases más altas. Cuando la cosa se ponía seria (debido al deterioro del hígado), los médicos aconsejaban polvos de hierro o, todavía mejor, ir a tomar las aguas a algún balneario ferruginoso de la sierra, receta que se llevaba alegremente a la práctica cuando llegaba la temporada veraniega.

 

7. El metate, básico para la fabricación del chocolate a la piedra. Autor, Yelkrokoyade

El metate, básico para la fabricación del chocolate a la piedra. Autor, Yelkrokoyade

En las casas de la nobleza la chocolatada era un ritual extraordinariamente lujoso. El chocolate se servía allí en grandes salas utilizando finas mancerinas de plata o de porcelana china, bandejas especiales que disponían de una abrazadera fija en el centro donde se colocaba la jícara, o taza de porcelana que contenía la bebida. Este tipo de recipientes era considerado de gusto exquisito y las principales familias españolas rivalizaban entre si por poseer la colección de mancerinas más lujosa, de modo que era habitual encargarlas a orfebres para potenciar su belleza y distinción. Algunas de las mancerinas hoy conservadas están fabricadas en plata labrada y son de una factura difícilmente igualable hoy en día. Por cierto que ya era costumbre por aquel tiempo remojar en la jícara bizcochos u otro tipo de productos reposteros, al igual que hacemos en la actualidad con los famosos churros.

8. Bizcocho de chocolate y chocolate líquido. Autor, FotoosVanRobin

Bizcocho de chocolate y chocolate líquido. Autor, FotoosVanRobin

Los avances técnicos en la producción del chocolate, descubiertos en el Norte de Europa en el primer cuarto del siglo XIX, dieron lugar a pastas mucho más finas y a nuevas formas de presentar el cacao en estado sólido, como los famosísimos bombones. Ya en 1870 la industria chocolatera consiguió fabricar el chocolate con leche en polvo, al tiempo que aparecieron las primeras tabletas de chocolate hoy tan popularizadas en los supermercados de todo el mundo. Sin embargo y a pesar de la revolución de las máquinas, en España seguía causando furor el llamado “chocolate a la piedra”, es decir, aquel que se fabricaba moliéndolo a mano. Las tareas de molido manual eran un trabajo muy arduo, y la condesa Emilia Pardo Bazán atribuía el gusto especial del chocolate español al sudor de los molineros, quienes recorrían calles y plazas realizando al momento el trabajo solicitado poniéndose de rodillas y moviendo sin descanso la muela sobre una piedra curva.

 

9. El famoso chocolate con churros. Autor, sabersabor.es

El famoso chocolate con churros. Autor, sabersabor.es

El chocolate alcanza por esta época a la clase burguesa y esta situación hace que proliferen diversos establecimientos de reunión social como los cafés de tertulia o las chocolaterías. Esta costumbre española nace a finales del siglo XVIII y florecería sobre todo en el siguiente, consolidándose a nivel local añadiendo un elemento culinario como acompañante idóneo. De esta forma nacieron los churros con chocolate en Madrid, los buñuelos y porras en Valencia, los bizcochos de soletilla y los sequillos en Barcelona, y los picatostes y bolados en la cornisa cantábrica. Cada chocolatería ofrecía su especialidad, que se servía junto con el chocolate. Por cierto que la primera referencia escrita en España acerca de la profesión de «churrero» data del año 1621, durante el reinado de Felipe IV, fabricándolo un ciudadano conocido como Pedro Velasco perteneciente al gremio de los alojeros.

 

10. Delicatessen. Autor, Stephanie Kilgast

Delicatessen. Autor, Stephanie Kilgast

Sin embargo, con la llegada del siglo XX las tradicionales chocolaterías comenzaron a ceder ante el empuje de otro establecimiento no menos conocido, y que hoy se extiende sin excepción por todos los rincones del país: las cafeterías. Hoy es habitual servir el oscuro alimento de los dioses en estas últimas, de modo que no está de más hacer caso a las recomendaciones de los monjes del monasterio de Piedra y, ya sea en chocolatería o en cafetería, paladear la entrada de esta Navidad con una estupenda taza de chocolate. ¡Que lo disfruten!

 

11. Tarta de chocolate. Autor, Tamorlan

Tarta de chocolate. Autor, Tamorlan

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Cofradías de ladrones y demás pícaros en la Sevilla del Siglo de Oro

Cofradías de ladrones y demás pícaros en la Sevilla del Siglo de Oro

Quien llegaba a Sevilla a mediados del siglo XVII, la joya anhelada del Guadalquivir, entraba en la patria común de honestos y de maleantes: “Madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y nadie la tiene” señala muy acertadamente una de las obras cumbre de la picaresca española, Guzmán de Alfarache. Era Sevilla quizás la ciudad más atractiva de España en los siglos XVI y XVII, animada y populosa como ninguna otra en media Europa, y el mayor lugar para forasteros gracias a su puerto fluvial y a su famosa Casa de Contratación de Indias, que regulaba y fomentaba el comercio con el Imperio en el Nuevo Mundo. Una salva de cañonazos saludaba a los galeones cargados de riquezas al hacer su entrada en la ciudad, mientras las calles, de aspecto impoluto y perfumadas, eran un constante ir y venir de gentes y carrozas conduciendo la flor y nata de la sociedad local. Sevilla era una ciudad afortunada y el esplendor personificado en construcciones entonces recientes como la casa de la Moneda, la alhóndiga o el magnífico paseo de Hércules, construido este último en lo que había sido antes un pantanal inmundo.

El río Guadalquivir y la ciudad de Sevilla. Manuel Barrón y Carrillo. Óleo sobre lienzo, 1854

                     El río Guadalquivir y la ciudad de Sevilla. Manuel Barrón y Carrillo. Óleo sobre lienzo, 1854

Pero el ambiente de lujo y magnificencia sevillanos también atraía, como es lógico, a lo más granado de la picaresca nacional: fugados de galeras; gitanas a la búsqueda de incautos para su buenaventura; aventureros; funcionarios corruptos; tahúres embaucadores; rameras asociadas a ladrones de medio pelo… las combinaciones eran infinitas y todo en un ambiente de disipación y vicio que convivía íntimamente con los lujos más ostentosos. La administración, por ejemplo, era un caos absoluto. Constituía el pan de cada día ver cómo el malandrín se salvaba de la horca por dinero, o de qué forma el funcionario se conchababa con el ladrón para desvalijar a los indianos ricos, recién llegados y necesitados de algún trámite. Todo se vendía, hasta los mismos Sacramentos y su administración. Y era sabido que en las cárceles de la Santa Hermandad solo se pudrían los más infelices, puesto que la vigilancia resultaba tan escasa que los presos entraban y salían de ella como si estuviesen en su casa. Algo así debió de pensar Cervantes cuando escribió en su Rinconete y Cortadillo:

“Era la ciudad merienda de negros… Ser honrado y ser necio venían a ser una misma cosa. Avergonzábame no de robar, sino de robar poco”.

Catedral de Sevilla. Autor, Hermann Luyken

                                                          Catedral de Sevilla. Autor: Hermann Luyken

En Sevilla el oficio de la picaresca estaba bien organizado. Podría hablarse sin temor a equivocación de verdaderas “cofradías de ladrones”, con su jerarquía de jefes y subalternos, y sus normas selladas bajo silencio y amenaza de pena capital. Toda esa rufianería tenía sus reuniones y encuentros en lugares fijos y de todos conocidos. Por supuesto, entre ellos estaban los bodegones y garitos de juego, pero también el Patio de los Naranjos, junto a la Giralda; el matadero; las murallas y riberas del Guadalquivir; la cárcel; los claustros de las iglesias y hasta las gradas de la catedral, esta última en gran estima por todas las clases de hampa. Los socios de las “cofradías de ladrones” se enorgullecían de pertenecer a tal hermandad, de las que existían varias dedicadas a todo tipo de encargos. Así, había asociaciones de tahúres para el juego; de “chulos” y rameras para la prostitución; de asesinos a sueldo o de simples ladrones, y cada una operando en barrios específicos donde buscaban clientela o ejercitaban el oficio sin poder salir de su zona asignada, so pena de altercados con la competencia.

Vista desde el antiguo Corral de los Naranjos, en Sevilla. Autor, Jose Luis Filpo Cabano

                       Vista desde el antiguo Corral de los Naranjos, en Sevilla. Autor: Jose Luis Filpo Cabano

Al igual que ocurría con las órdenes de caballería, no todo el mundo podía ser candidato para ingresar en una hermandad: para la “orden de germanía” era necesario tener nombre y experiencia en la cosa, algo así como haber servido por unos cuantos años en galeras o al menos poder demostrar que se había sufrido pena de azotes públicos. Una vez dentro existía toda una jerarquía que era necesario respetar. El primerizo, o “novicio”, constituía el escalafón más bajo, y allí era necesario permanecer al menos un año a falta de alcurnia en el hecho delictivo, o de recomendación. Por encima se encontraban los “cofrades mayores”, es decir, los oficiales y maestros expertos en el arte del maleante y que ocupaban distintos cargos según el oficio para el que estaban más cualificados: espadachines; ladrones o embaucadores; “avispones” o personal encargado de olfatear durante el día a quién o a qué se podía robar de noche (éstos se llevaban el 5% de las ganancias) y, por supuesto “los postas” al tanto de vigilar a la autoridad para evitar sorpresas desagradables durante el trabajo.

Picaruelos típicos en la España del siglo de Oro. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo. 1645-1655

         Picaruelos típicos en la España del siglo de Oro. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo. 1645-1655

Lugar de gran afluencia de matones y centro de trabajo para tahúres y otros golfos, los garitos de juego se constituían en verdaderos centros del hampa sevillana. Desde antiguo el ejército disfrutaba del privilegio de montar mesas de juego en los cuerpos de guardia, así que los garitos oficiales estuvieron casi siempre regentados por soldados lisiados en las batallas y a quienes se ofrecía este negocio para subsistir. Pero la madre del cordero se encontraba obviamente en los garitos clandestinos. Existía allí una verdadera “fauna” de la picaresca que empezaba por el “fullero”, el encargado de preparar la baraja marcada, más otras suplentes por si acaso se extraviaba alguna. Después venía el “rufián”, no menos importante, puesto que a su cargo estaba el hacerlas desaparecer cuando el juego había terminado. El “enganchador” gustaba de atraer a la timba a los incautos, para lo que andaba al acecho de víctimas por las zonas más concurridas de la ciudad, siendo su especialidad los indianos y forasteros ricos recién llegados. Todos ellos hacían valer sus acciones con la pistola o la espada, bien en propiedad o mediante encargos sucios a soldados y valientes de toda condición, que deseosos de ganarse unos cuartos también frecuentaban estos garitos en busca de negocio.

Reales Alcázares de Sevilla

                                           Jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. Autor: Maxim303

Pero el lugar de encuentro para la ralea más baja de toda Sevilla se hallaba, por descontado, en las mancebías o prostíbulos de la ciudad. De su importancia da cuenta el número de mujeres públicas existente por aquella época: en una carta de finales del XVI escrita por el racionero de la catedral al cardenal Niño de Guevara, aquel cita la friolera de 3000 rameras en Sevilla, lo que para una población estimada de 100.000 almas significaba una prostituta por cada 30 personas. Ni siquiera Madrid, aún siendo más populosa, igualaba a Sevilla en estos menesteres. Existía un aguacil especial encargado de velar por el orden de las mancebías, pero el caso es que, con aguacil o sin él, nadie honesto y en su sano juicio se atrevía nunca a poner los pies en semejantes antros. Esto constituía una razón de peso para hacer de los prostíbulos (y de los bodegones y tabernas que surgían a su alrededor) lugares excelentes para cerrar negocios a cubierto de indeseables. Por encima de todas las mancebías de Sevilla estaba sin lugar a dudas la del Arenal, próxima a los muelles del puerto del Guadalquivir. Allí se codeaban mendigos, forasteros, marineros, mercaderes, soldados y por supuesto los «alma mater» del lugar: la canalla del hampa local; los rufianes o “chulos” y finalmente sus rameras, que en el léxico marinero de entonces se denominaban “damas de todo rumbo y manejo”.

Torre del Oro y río Guadalquivir al anochecer. Autor, Enhy

                                               Torre del Oro y río Guadalquivir al anochecer. Autor: Enhy

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El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (2ª Parte)

El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (2ª Parte)

Las frondas del Manzanares eran lugares peligrosos para la virtud de las jóvenes que acudían allí, atraídas por el grato ambiente y la ocasión propicia de aquella noche de verano, animada y alegre por una tradición ancestral. La afluencia de los dos sexos en aquel lugar producía desde vulgares aventuras de tapados y tapadas dispuestos a destaparse, hasta los tiernos idilios, donde el amoroso ardor de los galanes, la dulce debilidad de las damas y el misterio nocturno, hacían verdaderos estragos. Un romance de Vargas describía acertadamente este ambiente en los siguientes versos:

Tapadas y sin tapar
Andaban por el sotillo
En la noche de San Juan
Por las riberas del río;
Niñas cual blancas palomas,
Que huyen del halcón maligno,
Deseando que el halcón
Estrechara más el sitio.

El Baile de San Antonio de la Florida. Obra de Francisco de Goya (1746-1828)

                               El Baile de San Antonio de la Florida. Obra de Francisco de Goya (1746-1828)

Como es de suponer, la licencia que aquella fiesta autorizaba fue ocasión de escándalos, pendencias, robos y homicidios. De hecho, esa fecha fue una de las más sonadas en las efemérides de la criminalidad madrileña, hasta el punto que el poder público hubo de intervenir en más de una ocasión: el 23 de junio de 1642, se ordenó por pregón general “que nadie bajase al río bajo pena de 300 ducados y vergüenza pública, para evitar las desgracias que suelen suceder en la noche de San Juan”. Y era bueno que la autoridad tomase cartas en el asunto, puesto que desde la noche de San Juan hasta la de San Pedro, una semana más tarde, la fiesta seguía casi sin interrupción para deleite de jóvenes y pesar de padres, madres y sujetavelas:

Entre la espesa arboleda,
A esta cojo y a esta pillo,
En la noche de San Pedro
Anda el diablo divertido.

El Palacio Real de Madrid al anochecer. Autor, Fernando López

                                          El Palacio Real de Madrid al anochecer. Autor: Fernando López

La mañana del 24, festividad de San Juan, desde antes de rayar el alba acudía la muchedumbre a orillas del río Manzanares (aunque también tenía gran repercusión el Prado de San Jerónimo). Era de rigor lucir en aquella mañana todas las galas disponibles: ellas, sombreros y mantellinas con plumas, joyas, puntillas y sayas de ricas telas; ellos, su ropa de más fino paño, sombreros de fieltro sujetos con rosas de diamantes, o al menos con plumas de colores, y cadenas de oro. Ambiente indicado, en fin, para encontrar la pareja adecuada, aunque para algunos la cosa ya venía trabajándose con dedicación desde varios días antes: concretamente desde el 13 de junio, fiesta de San Juan de Padua y jornada por excelencia para encontrar novio. Era bien conocida, por ejemplo, la costumbre oficial de tirar un garbanzo al ombligo del santo, y de tal manera que si la solterona acertaba conseguiría novio en ese año. Es difícil saber la efectividad de este método, y no hay constancia de que funcionase realmente.

Escena festiva a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1788

                           Escena festiva a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1788

Las damas más elegantes paseaban en coche por las alamedas del río, mientras sus galanes iban subidos en los estribos del carruaje o a caballo. Los prados florecían de festivos corrillos al son alegre de las guitarras, mientras las mujeres bailaban sin descanso cien y una danzas picarescas, tan al gusto de aquel tiempo. En otros grupos la actividad era más funcional, y consistía básicamente en atiborrarse con las abundantes vituallas que se traían para el almuerzo: lonchas de jamón, bizcochos y abundante vino sobre todo. Las muchachas tejían coronas de rosas y claveles, que ponían en sus cabezas, y después del canto y del baile regresaban a Madrid en alegres bandadas, para llegar a sus hogares cuando el sol se ponía ya sobre el horizonte. Mientras tanto, ellos cortaban matas, ramas y cañas verdes con los que engalanaban las rejas y los umbrales de sus novias, formando en los huecos de puertas y ventanas lo que se denominó “la enramada”. Al adorno añadían diversas serenatas amorosas, ejemplos de garbo popular y de las cuales existían a miles:

Asómate a esa ventana
cara de sol te veré
y con la luz de tus ojos
un cigarro encenderé.
De tu puerta me despido
de tus cerrojos y llaves
y de ti no me despido
porque a la puerta no sales.

El parque del Retiro en Madrid. Autor, Jim Anzalone

                                                    El parque del Retiro en Madrid. Autor: Jim Anzalone

En estos menesteres del galanteo más castizo, los enamorados contrataban músicos que los acompañaban para cantar o simplemente tocar «piezas» cerca de la ventana de sus prometidas. Si una muchacha tenía más de un pretendiente y estos coincidían para rondarla, la serenata pasaba a convertirse en “coplas de pique y repique”, es decir, canciones alusivas a amoríos, cualidades, destrezas, defectos… que cada uno de los mozos cantaba para desprestigiar a su contrincante o enaltecerse delante de la afortunada. No era raro que tales encuentros fuesen calentando poco a poco el ambiente, y que el festival músico-amoroso bajo el balcón terminase como el rosario de la Aurora.

La noche y la jornada oficial de San Juan, como no podía ser de otra manera, eran propicias para los amigos de lo ajeno, así como para riñas, golpes y tumultos animados por el vino y el espíritu pendenciero de la época. Pero en conjunto, puede decirse que el inicio del verano madrileño ofrecía una amalgama de esparcimiento popular de lo más variopinta: estímulos para la alegría; acicates y retos del amor; amenaza para las bolsas; escollos peligrosos de la honestidad; ocasión incomparable para los pescadores en río revuelto y, en definitiva, motivo general de jolgorio y regocijo para todos los madrileños.

La merienda a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1776

                            La merienda a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1776

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El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (1ª Parte)

Celebrar la fiesta de San Juan Bautista, el 24 de junio, era en España una costumbre antiquísima, pues ya los moros festejaban aquel día con luminarias, juegos de cañas y otros esparcimientos parecidos. En muchas casas del Madrid del siglo XVII, se preparaban la víspera de aquel santo grandes y costosos altares. Detrás de ellos había músicos, que tocaban y cantaban, y se invitaba a esta fiesta a las personas amigas agasajándolas con dulces, sorbetes y aguas de guinda o limón.

A las doce terminaba el concierto, y las jóvenes solteras se apresuraban a salir a su balcón o reja, preguntando en aquel preciso momento: “Señor San Juan, ¿me casaré bien y presto?” Los mozos alegres, que rondaban las calles cantando picarescas seguidillas, acompañados por la guitarra, solían responder a las preguntonas en lugar del santo, con palabras tales como: “Aún no es tiempo. Mañana será otro día” u otras cosas análogas, si no más fuertes.

La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

                                                La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

Las muchachas que tenían gancho con el elemento masculino y podían elegir, cambiaban de novio por San Juan. Pero no todas disfrutaban tal suerte. Con frecuencia, las doncellas se ponían a medianoche en las rejas o en los balcones de sus casas, con el cabello suelto y el pie izquierdo dentro de una palangana llena de agua, para averiguar si habían de casarse o no. En caso de que alguno al pasar dijese un nombre, le daban una cinta para poderle reconocer a la siguiente mañana; y si, casualmente, se topaban en la calle con el que había recibido tal señal, era elegido unilateralmente como futuro marido y se le otorgaban los más obsequiosos honores, puesto que había sido decisión del santo.

Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor, M. Peinado

                                                  Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor: M. Peinado

Otras jóvenes sacaban a medianoche a los patios de sus viviendas calderos llenos de agua, con la convicción de que en ella verían retratada la imagen de sus futuros esposos. Algunas muchachas en estado de merecer, ponían un huevo fresco de gallina negra en un vaso lleno de agua; y de ciertas señales que creían ver a la mañana siguiente, deducían si su destino les iba a otorgar o no amores felices y boda. Y es que para el casamiento todo valía, como podemos leer en las conocidísimas Bodas de Camacho de Don Miguel de Cervantes. Basilio, enamorado desde la infancia de Quiteria, quiere evitar la boda entre ésta y el rico Camacho, y para ello finge suicidarse clavándose una daga en el pecho. Entonces ruega a su amada que consienta casarse con él antes de morir, y ésta, conmovida por la escena, accede. El astuto Basilio, así como recibe la bendición, se levanta con ligereza ante el asombro de todos y da por terminado el engaño, mientras Don Quijote sentencia la unión: “el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia”.

Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

               Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

La noche del 23, que llamaban víspera de San Juan el Verde, había en toda la nación gran tumulto y regocijo. Todo el mundo se desplazaba hacia apartados paseos para disfrutar de los encantos de la noche estival, como muy acertadamente contaba Don Quiñones de Benavente en su entremés “Las Dueñas”:

¿Qué sabandija se queda
La víspera de San Juan
Sin ir al río, si hay río
Y sin ir al mar, si hay mar?

Los grupos de amigos, como ahora, encendían hogueras en las alturas, resonaban por todas partes gritos de júbilo, y en ciudades, campos y aldeas la gente moza se entregaba a la diversión en grupos bulliciosos, cantando, bailando o simplemente retozando. Era noche de libertad general, en que todo estaba permitido; noche de alegría, de amor y de aventura, por la cual suspiraba la juventud desde muchos meses antes; noche sagrada y embrujada, de ilusión y misterio para todo aquel que ansiase encontrarlo.

Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor, Trioptikmal

                                          Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor: Trioptikmal

Aún las jóvenes más honestas, las que solo iban a misa los domingos y a las fiestas religiosas más sonadas, salían durante la noche de San Juan con motivo o pretexto fingido de visitar los altares. Así lo expresaba con segundas Ruíz de Alarcón en su obra “Las paredes oyen”:

¿Y estar quieres encerrada
Noche en que el uso permite
Que los altares visite
La doncella más honrada?

En Madrid se festejaba la verbena de San Juan con excursiones nocturnas a la vega del Manzanares, y a las que asistió alguna vez el propio monarca Felipe IV. También se celebraba la víspera de esta festividad con cenas en el Prado. En uno y otro lugar hacía uso de carruaje quien podía. Y como el uso del coche era la pasión femenina de la época, ningún galán medianamente rumboso y que quisiera hacer méritos con su dama, podía dejar de costearle tal vehículo para aquel día, a la vez que una merendona. El coste, como puede suponerse, suponía un verdadero quebranto para los enamorados menos pudientes. Pero ya se decía entonces que: “Más vale viejo con plata que joven con alpargatas”. Y entre coches, coqueteos y persecuciones galantes, bullían frases alusivas como:

¡Oh, noche de San Juan, alegre noche
En que anda desvelado todo coche!
¡Oh noche de San Juan, alegre y fresca
Que en el río das caza más que pesca!

A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo

                                 A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo

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La Baraja que hizo grande a Almagro

visita guiada Almagro

¿Qué sería de la España del Siglo de Oro sin la baraja?


En un país donde la picaresca y el briboneo eran señas de identidad, y en la que el dinero, tanto si lo había como si no, pasaba de unas manos a otras de mil formas a cual más imaginativa, el juego llegó a ser todo un elemento de socialización y expresión popular, por otra parte bien reflejado en la literatura de la época. Dados y naipes sellaban la perdición de muchos burgueses e hijosdalgo venidos a menos. Había garitos de juego y profesionales del juego, o “gariteros”, y todos ellos coincidían en señalar a los “juegos de estocada” como los peores, por la rapidez en que podía ganarse o perderse el dinero de golpe. El juego era el medio por el que se dirimían malentendidos y rencillas familiares, se disipaban herencias o simplemente se apostaba por el mero placer del riesgo y el prestigio de un solo día.

“Desde que estoy en esta villa – escribe -, he visto desguarnecer de una casa todas sus tapicerías, porque el dueño se las había jugado la noche anterior. Uno de los grandes se ha jugado una cama de su mujer con bordados de oro, que la había hecho venir hacía poco de Génova, y que muchas damas habían ido a ver algunos días antes por curiosidad”. José García Mercadal. España vista por los extranjeros. 1918.

Baraja de naipes de Almagro, año 1729

Pero fue precisamente una baraja de naipes la que por una vez trajo gran suerte y honra a toda una ciudad como Almagro, convirtiéndola en uno de los mayores referentes de la cultura y el teatro a nivel mundial. Por cierto que, en el siglo XVI, a los naipes no se los conocía por ese nombre. Existía un argot propio de los jugadores para todas las herramientas y triquiñuelas de su arte, y así la baraja tomaba sonoros nombres como “el Descuadernado”; “los Bueyes”; “Maselucas” y también, con cierta guasa, “El libro impreso con licencia de S.M.” refiriéndose con ello al monopolio exclusivo de la Corona para imprimir y vender naipes.

En 1950 funcionaba en Almagro una antigua posada que, desde mediados del siglo XIX, era conocida como posada de la Plaza o mesón de Comedias. Como casi todas las posadas disponía de aposentos, patio, un zaguán de entrada, cocina, chimenea y cuadra para las caballerías de arrieros y demás viajantes.  Ese año el propietario decidió acometer unas obras dentro del edificio, y mientras realizaba las labores de desescombro descubrió una vieja baraja de naipes que había permanecido oculta en la pajera, el lugar donde los dueños almacenaban la paja destinada a los animales. Allí estaba, bajo kilos de tierra, paja, cordajes y polvo acumulado durante décadas, al parecer completa y en un aceptable estado de conservación. Podría haberse tratado de una baraja cualquiera, propiedad de alguno de los muchos viajeros que entonces frecuentaban el local, pero en realidad los naipes tenían una peculiaridad que los hacía únicos: estaban pintados a mano. El dueño dio cuenta del hallazgo al Ayuntamiento, y el entonces alcalde D. Julián Calero Escobar sospechó enseguida que se trataba de algo poco habitual. El gobernador civil de la provincia estuvo de acuerdo con D. Julián y poco más tarde se veían confirmadas las sospechas de ambos: los naipes databan de 1729, y tenían por tanto una antigüedad de más de 200 años.


Corral de Comedias de Almagro

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Conscientes de la importancia del hallazgo, alcalde y gobernador formaron equipo y comenzaron a indagar en la documentación histórica de la ciudad. En ese lugar se encontraba antiguamente el mesón del Toro o mesón de la Fruta, llamado así por encontrarse muy cerca de los comercios de la Plaza Mayor. Los escritos conservados de los siglos XVIII y XIX hablaban además de un corral de comedias, teatros de corte popular que alcanzaron gran éxito durante el siglo de Oro español. Éste de Almagro debió permanecer activo hasta que las leyes promulgadas por Felipe V y sus sucesores determinaron la prohibición de los corrales por falta de higiene, aglomeraciones, riesgo de incendio y los inevitables altercados tan comunes en la sociedad de la época.

Si lo que reflejaban los documentos era cierto, en aquella vieja posada podrían hallarse los restos del Corral de Comedias de Almagro, lo que sin duda supondría un hallazgo de carácter único. La mayoría de estos espacios desapareció tras la prohibición de finales del XVIII, mientras que el resto fue transformado de acuerdo con las nuevas modas en teatros “a la italiana”, como ocurrió con el Corral del Príncipe, hoy Teatro Español en Madrid. Solo el corral de comedias de los Zapateros en Alcalá de Henares ha llegado hasta nuestros días, pero únicamente de manera parcial. En el caso de Almagro, pensaron, era lícito suponer que tras los muros se hubiese conservado alguna parte de su estructura, ya que a fin de cuentas el edificio nunca dejó de ser lo que siempre fue: mesón y posada.                                          

Afortunadamente un imprevisto vino a solventar el asunto. Durante unas fuertes lluvias caídas en 1952 se vino abajo el tramo de yesería que cubría las galerías del primer piso, descubriendo tras él algo que no dejaba lugar a dudas: el viejo escenario en un óptimo estado de conservación. Alcalde y gobernador decidieron por iniciativa propia comprar aquella posada, que estaba a punto de ser demolida, y en ese mismo año de 1952 comenzaron los trabajos para eliminar los tabiques que tapaban las galerías y aclarar la zona del tablado, que entonces se utilizaba como prolongación del patio. Poco a poco, desplegándose como un tapiz medieval de colosales proporciones, apareció ante los ojos asombrados del equipo la verdadera dimensión del hallazgo, una joya del Barroco prácticamente intacta que volvía a ver la luz tras siglos de abandono y olvido. El secreto mejor guardado de la ciudad se desvelaba así por un inocente montón de naipes. Hoy la baraja está custodiada dentro del Museo Nacional de Teatro, testigo de una época irrepetible que encumbró a nombres como Tirso de Molina, Lope de Vega o Calderón de la Barca. Y en el lugar donde se situaba la oscura y humilde posada vemos ahora levantarse el monumental Corral de Comedias de Almagro: el único corral en el mundo conservado íntegramente, tal y como se conocían esos locales hace 500 años, declarado Monumento Nacional en 1955 y serio pretendiente actual a la figura de Patrimonio de la Humanidad.