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Pimentón de La Vera, el oro rojo de la ruta imperial

En la comarca cacereña de La Vera, los campos de cultivo se mezclan con los recuerdos del emperador Carlos V


Las flores que adornan las casas de teja roja de Jaraíz de La Vera son un anticipo del estallido que la naturaleza ofrece al nordeste de la provincia de Cáceres, entre la sierra de Gredos y el río Tiétar. Robles, castaños, olivos, abedules y cerezos crecen en valles modelados por el agua del deshielo, que forma gargantas entre piedras de granito. Hasta 45 pozas cristalinas hay en La Vera, algunas accesibles, otras recónditas.
A Jaraíz de La Vera, capital de la comarca, se llega desde Plasencia por la EX-203, carretera por la que haremos todo el recorrido. En el perfil de Jaraíz resaltan dos iglesias con sus torres y cigüeñas: las de Santa María y San Miguel. Aquí es donde tiene lugar el primer contacto con el pimentón, un cultivo que es vital para la economía de la zona. En octubre, el pimiento se recoge a mano y se seca durante diez o quince días para después molerlo. Es entonces cuando los pueblos de La Vera humean y se impregnan de su olor tan característico. Todas las preguntas que puedan surgir sobre su cultivo las responde el Museo del Pimentón, que ocupa el rehabilitado palacete del Obispo Manzano. De nuevo en la EX-203, surge al paso la garganta de Pedro Chate y sus chopos, higueras, abedules y madroños, un desfile arbóreo que nos acompaña hasta Cuacos de Yuste, pueblo donde todo remite a Carlos V. En la plaza de Don Juan de Austria encontramos la Casa de Jeromín. La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción guarda el órgano del siglo XVI procedente del cercano monasterio de Yuste, donde el emperador pasó su último año y medio de vida.

Calle de Jaraíz de La Vera

Claustro Monasterio de Yuste


El monasterio de Yuste, habitado por religiosos de la Orden de San Jerónimo, sigue sin desvelar las razones por las que el emperador quiso morir y ser enterrado en el


CAMINO DE JARANDILLA

Desde aquí, hay dos opciones para llegar a Jarandilla de La Vera: retomar el camino por la EX-203, en el que surgen restos romanos como el puente Parral, o emprender la Ruta del Emperador, un paseo de gran belleza que atraviesa tres gargantas -Los Guachos, San Gregorio y Jaranda- y el arroyo de las Cepedas. En Jarandilla nos espera el castillo de los Condes de Oropesa (siglo XV), convertido en Parador Nacional en 1930. Una vez aquí merece la pena visitar Guijo de Santa Bárbara, un pintoresco pueblo de la Sierra de Gredos. En Losar de La Vera atraen la mirada los setos con simpáticas formas que adornan sus calles. Para finalizar recomendamos seguir hasta Valverde de La Vera, declarado conjunto histórico-artístico por la conservación de sus casas con entramados de madera. El castillo medieval de Don Nuño es su monumento más destacado, pero si algo llama la atención es el agua que fluye por la mitad de las calles y que baja de la sierra. Tan limpia y clara como la que riega los campos de pimientos.

Parador de Jarandilla de La Vera

Pimientos para elaborar el pimentón de La Vera

Puente romano en Jarandilla de la Vera

EL PIMENTON DE LA VERA

Los monjes jerónimos fueron los que, desde Yuste, propagaron el cultivo del pimiento por la zona. Este vegetal de origen americano arraigó pronto por la fertilidad de las tierras, las aguas cristalinas y la suavidad del clima. Actualmente, desde la creación de la D.O.P. en 1998, constituye uno de los cultivos hortícolas más importantes de Extremadura. El pimentón se obtiene de la molienda de frutos de las variedades de pimientos ocales y bola, recolectados maduros y secados, a partir de octubre, con leña de encina o roble mediante un sistema tradicional. Es un condimento de sabor intenso y penetrante que se clasifica en dulce, picante y agridulce, aunque todos ellos presentan un aroma y sabor ahumado. Aporta sólo 3 kcal por gramo. Es rico en beta-carotenos, que se transforman en vitamina A y actúan como potencial antioxidante y anticancerígeno. También aporta hierro, magnesio, potasio, fósforo y vitaminas del grupo B.

Valverde de La Vera

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Tejera Negra, la vitalidad de un hayedo insólito

El Hayedo de Tejera Negra, Patrimonio Mundial de la UNESCO, forma parte del Bien Natural “Hayedos primigenios de los Cárpatos y otras regiones de Europa”


El primer haya solitaria aparece a la izquierda de la pista forestal que conduce al corazón del bosque, rodeada de una alfombra del verde rabioso de la gayuba húmeda. No se sabe cómo ha podido sobrevivir a la industria maderera, al carboneo y al calor, pero crece ahí como una unidad de medida del bosque. Posee la copa amplia y redondeada que caracteriza los ejemplares aislados y estira las ramas al cielo entre amenazadoras y suplicantes. Con toda seguridad anuncia la excepcionalidad de uno de los hayedos más meridionales de Europa.

El resto de ejemplares se reparten en edades: los más jóvenes en los lugares más accesibles, como en la senda de Matarredonda, donde también crece un tejo testimonial y antiguo; los más viejos en los lugares más inaccesibles, en las cabeceras de los ríos Lillas y Zarza; los desmochados, por doquier.

El hayedo de Tejera Negra constituye una especie de isla vegetal en la cordillera Central, pudiendo ser considerado el escombro botánico de una masa forestal gigantesca diezmada por la influencia humana y el cambio climático regional.

El haya es un árbol muy común, pero en el centro de Europa, típico de lugares húmedos y que, en España, se concentra en la mitad norte, sobre todo en Navarra.
Sicilia y la sierra de Ayllón, donde se encuentra Tejera Negra, constituyen excepciones forestales en la distribución geográfica de los hayedos.

De los tres enclaves de hayas que se aferraron a la sierra del Sistema Central: en Madrid, Montejo de la Sierra; Riofrío de Riaza en Segovia y Tejera Negra en Guadalajara, es este último el de mayor extensión y riqueza faunística y botánica.
Las hayas de Tejera Negra debieron de establecerse aquí en una época remota en que el clima era más frío y húmedo que el actual. Hoy, estos árboles todavía encuentran refugio en valles umbríos, laderas norte y canchales escasamente expuestos al sol pero sometidos a nieblas, vientos y lluvias.


El carácter de excepción que reviste el bosque del hayedo de Tejera Negra consiste en crecer allí donde nadie lo podía esperar


El ser humano se sirvió de estos árboles hasta casi agotarlos para fabricar arcos de guerra, muebles y carbón vegetal.

En otros tiempos, piras de troncos de hayas, brezos, robles, encinas y melojos recubiertos de paja y tierra ardían en una combustión controlada, casi exenta de oxígeno, para convertir la preciada madera en carbón vegetal. Este combustible era repartido luego entre los pueblos de los alrededores y transportado a las capitales (Madrid, Guadalajara…) hasta convertirse en rescoldo de brasero. En travesías que sólo los pájaros pueden realizar podría observarse el lugar ocupado por aquellos hornos circulares de 25 metros de diámetro, colocados al tresbolillo, como volcanes extinguidos a quienes la naturaleza todavía no ha conseguido olvidar.

La consecuencia de las talas sucesivas (la última se produjo hace unos 50 años) es que, paradójicamente, a pesar de su antigüedad, el hayedo es joven y homogéneo. Sólo en los lugares más profundos del valle, en los cortados de más difícil acceso en los que la explotación no parecía rentable por lo abrupto del terreno, crecen las hayas centenarias. En la solana del río Zarzas y en el barranco que da nombre al Parque (Tejera Negra) es donde la majestuosidad del bosque que causa respeto, temor o admiración –y en el que Caperucita, Blancanieves o Pulgarcito podían haber pasado los peores momentos de su existencia-, se convierte en hojarasca ocre y corteza lisa y cenicienta.

En este bosque donde las hayas han tenido que luchar por su supervivencia frente a la especie humana, también han librado batalla contra plantaciones, más o menos afortunadas, de pino silvestre. En lugares donde ambas especies combatían en igualdad de condiciones, las ramas de las hayas fueron decapitando las copas de los intrusos y asfixiándolos a continuación gracias a su corpulencia, contradiciendo así todas las teorías sabias sobre la escasa capacidad de regeneración de los hayedos meridionales.


El hayedo de Tejera Negra (Guadalajara) está configurado por los ríos Lillas y Zarzas, que nacen en el valle glaciar de la Buitrera


Avanzando a pie, paralelos al curso del río Zarzas (también denominado Sorbe o de la Hoz) y acompañándolo hacia su nacimiento, puede verse cómo el valle se cierra por picos que quisieran alcanzar los 2000 m de altitud. El circo del valle se cierra en torno a la Atalaya (1887 m), Tejera Negra (1914 m) y Tiñosa (1971); y otros que consiguen superar los 2000 m dispuestos a lo largo de la cuerda de las Berceras y ocultos con frecuencia por la niebla, como el Alto del Porrejón (2012 m) y la Buitrera (2046 m). La máxima elevación del macizo la ostenta el pico del Lobo con 2272 m.

Hasta bien entrada la primavera, algunos neveros obstinados alimentan los arroyos que vierten su caudal en las aguas del río Zarzas.
En Tejera Negra, también crecen otros árboles como robles, acebos, serbales, cerezos silvestres y abedules, pero la vegetación no se distribuye al azar, sino que tiene predilección por asentamientos concretos, en función sobre todo de la altitud… por encima de los 1800 m, cota hasta la que también llegan los pinos, sólo crecen pastos, resistentes a las inclemencias del tiempo y a la deshidratación provocada por el viento que sopla de manera casi constante en los collados.

Las aves encuentran en el haya protección y refugio para establecer sus nidos. La corteza lisa de los árboles y el suelo despejado son factores que favorecen la elección de las copas de los árboles por algunas especies, como las águilas reales. Y por supuesto los roquedos para los buitres leonados y halcones abejeros.

Entre los grandes mamíferos, la desaparición del lobo en los años cincuenta es la ausencia más significativa, dejando el camino libre al zorro, gato montés, garduña, tejón y comadreja. Las nutrias dentro del agua. El mayor herbívoro es el corzo, al que no es difícil ver fugazmente atravesando algún calvero del bosque en busca de pasto fresco.


Merece la pena presenciar el espectáculo cromático que cada Otoño produce su singular y grandiosa riqueza forestal, con una extraordinaria y sorprendente explosión de colores


A medida que la carretera de Ayllón se aproxima a la tierra de Galve, el color rojizo de la tierra desaparece hasta convertirse en un caos pizarroso sobre el que crecen, precisamente, las hayas.
Estas lajas de pizarra han permitido la construcción de edificaciones tanto para los humanos como para el ganado (taínas). Ahora son testimonios del pasado.
La prosperidad de estos pueblos, que no eran más que premios otorgados a la aristocracia feudal como pago a los servicios prestados durante la Reconquista, estaba basada en el aprovechamiento de la tierra dedicada al pastoreo.

La disminución de la trashumancia y la regresión del sistema pastoril significaron la decadencia de la zona a partir de principios del siglo XX y a todo lo largo de él. Es como si los pueblos de esta sierra hubieran adelantado en medio siglo a la emigración de las gentes a las ciudades.
El resultado es el envejecimiento de la población y el abandono de las localidades, con el consiguiente riesgo de pérdida definitiva de los valores culturales locales.

Entre los pueblos más cercanos a Tejera Negra, Galve destaca por haber poseído un pasado esplendoroso del que rinden cuenta las tres ermitas, el castillo de los Zúñiga y la iglesia de planta rectangular de la Asunción.
A escasos kilómetros de Cantalojas, la carretera local deja a un lado a Villacadima, pueblo abandonado que parece estar dormido. El paso del tiempo y la desidia lo convirtieron en morada de fantasmas y refugio de recuerdos. En ningún momento más oportuno que el presente, Villacadima es merecedora de nombre: la palabra cadima, de origen árabe, significa vieja.

Los libros de geología dicen que Cantalojas se asienta sobre una llanura de calizas procedentes de la era Terciaria, pero al llegar a esta localidad es mucho más gratificante mirar al cielo que al suelo: en función de la hora del día no es difícil descubrir por encima de las fincas y tejados del pueblo alguna bandada de buitres leonados que descienden, volando en círculos, desde las más altas cumbres del macizo de Ayllón en busca de las carroñas dispersas por los valles.

En cualquier época del año es gratificante una visita al hayedo de Tejera Negra: en primavera, las hojas hacen derroche de color verde vivo, mientras que en otoño la luz y el suelo se tornan ocres. En pleno verano, el tupido follaje ofrece frescor y, en invierno, el bosque entero es un misterio. Inolvidable.


Un artículo de Antonio Bellón Márquez para sabersabor.es ©


Próximos destinos: Ruta de la Arquitectura Negra o de los “pueblos negros” y Ruta del Románico Rural de Guadalajara