El día de San Miguel era una jornada muy especial para los pastores trashumantes. En las montañas de Teruel, de amanecida, el frío pesaba sobre los valles altos y una delgada capa de hielo comenzaba a cubrir fuentes y abrevaderos. Ese día, arreglados los sueldos y las condiciones de trabajo, los pastores echaban mano a su cayado y salían cañada abajo con los rebaños de merinas para no volver sino al cabo de seis meses: empezaba así un duro viaje que, durante semanas y a razón de 20 kilómetros diarios, les llevaría a través de la serranía y la interminable estepa manchega hasta los pastos de invierno del Valle de Alcudia, en Ciudad Real, punto final de su andadura.
La cañada Conquense es una de las muchas vías pecuarias que atraviesan España de norte a sur, y que los ganaderos han utilizado tradicionalmente desde época medieval para llevar su ganado tras los mejores pastos de temporada. El viaje era de ida y vuelta: a partir de mayo y justo después del esquile de las ovejas, pastores y ganado regresaban hacia las tierras altas turolenses a fin de aprovechar el pasto joven de los agostaderos de montaña, libres ya del rigor invernal. Por el contrario, octubre y noviembre era tiempo de invernada y de bajar de nuevo a las dehesas del Valle de Alcudia en busca del clima más benigno de esas latitudes. Localidades de importancia como Socuéllamos, Tomelloso y Manzanares constituían hitos obligados en el camino y puntos de inicio de nuevas vías pecuarias, lo que multiplicaba destinos y hacía mucho más lucrativo el negocio tanto para ganaderos como para los propietarios de las tierras.
Sierra de Gudar, zona de agostada para ganado vacuno. Autor: Po.psi.que
En los días previos a la partida, como cada otoño, la luz del día tardaba más en llegar que otras veces. Eran días frescos y mañanas en las que a menudo el sol se olvidaba hasta de asomar, arrebujado tras los jirones de niebla que arropaban laderas y collados. Entretanto se sucedían las despedidas en el pueblo. Salir a la invernada era motivo de alegría para algunos y de tristeza para la mayoría, puesto que las familias se separaban durante una larga temporada y la aldea, ya de por si con pocos recursos, quedaba más que nunca carente de brazos jóvenes y medio abandonada. Éste era un hecho crucial del que no nos hacemos cargo hoy día y que sin duda marcaba la vida en los pueblos de la sierra durante buena parte del año.
El folklore castellano está lleno de coplas tristes alusivas a la despedida de los pastores:
Ya se van los pastores,
Ya se van marchando.
Más de cuatro zagalas
quedan llorando.
Ya se van los pastores
Para la majada,
Ya se queda la sierra
Triste y callada.
O bien la siguiente, donde una muchacha lamenta la partida y queda recelosa al mismo tiempo de las promesas de su zagal:
Ya se van los pastores,
Ya marcha el día.
Ya se va aquel zagal
Que me quería.
Claro que, como era de esperar, todo troca en alegría al regreso…
Ya vienen los pastores,
Ya viene el rumbo.
Ya viene la alegría mejor del mundo.
Menos para algunas infelices:
Ya vienen los pastores,
No viene el mío.
Alguna picarona
Lo ha entretenido.
Rebaño trashumante atravesando una carretera. Autor: Mahatsorri
Los rebaños variaban mucho en número, desde 500 o 600 ovejas a más de 1500 en el caso de grandes ganaderos. Aunque las merinas podían ser de un solo propietario, lo más frecuente era que varios se asociasen a finales de verano para unir su ganado en una sola cabaña y viajar así con mayores garantías de seguridad. A la cabeza de todo se encontraba el mayoral, cuya categoría y responsabilidad en la organización eran incuestionables. Claro que, como suele suceder con las grandes figuras, los quehaceres del mayoral eran de todo menos molestos: realizaba el trayecto a lomos de mula o directamente en ferrocarril y se desentendía por completo del ganado durante la mayor parte del recorrido. El verdadero peso del trabajo recaía en el rabadán, por debajo del cual estaban los pastores, zagales (muchos de ellos niños de apenas diez años) y un yegüero con su mula encargado del transporte de cacharros y la intendencia. Al trabajo de los hombres se sumaba también el inestimable de 3 o 4 mastines para solventar problemas diarios y otros de índole más peligrosa, como el extravío de merinas o el ataque de lobos en los pasos de montaña.
Chozo utilizado como refugio para pastores. Autor: Dvillafruela
La mañana de la partida, rabadán, pastores y zagales salían de sus casas bien temprano con el «avío» guardado en zurrones y alforjas, y partían en silencio de la aldea camino a los puertos. Arriba, sobre los collados, no era raro ver relumbrar los primeros manchones de nieve de la temporada. Este era uno de los puntos más conflictivos en todo el trayecto, pues lo avanzado de la estación daba pie a súbitos empeoramientos del tiempo o al asalto repentino de los lobos, que entonces dominaban las sierras y eran motivo de preocupación tanto para trashumantes como para el resto de montañeses. Otros problemas comunes lo constituían las nieblas propias de la estación y que obligaban a concentrar el ganado o, en caso de ser persistentes, a extremar la atención de hombres y mastines durante casi todo el día. No era raro tampoco que los pastores se desorientasen, aunque en estos casos resultaba impagable la ayuda prestada por las yeguas de la intendencia, que o bien por instinto o por haber hecho el mismo trayecto en otras ocasiones sacaban del atolladero al rebaño cuando todo lo demás estaba perdido. De hecho, al atravesar las poblaciones grandes era más fácil dejar que la mula fuese delante dirigiendo toda la comitiva: el animal hacía uso de su memoria para elegir las calles mientras los pastores se relajaban y podían dedicarse a otros menesteres (no necesariamente asociados al trabajo).
Paisaje de La Mancha en mayo, junto a una vía pecuaria
El camino de ida hacia las dehesas del sur era tranquilo y se acomodaba como un guante a la personalidad del pastor: sosegada, austera y de pocas palabras. Muchas ovejas iban preñadas, lo que obligaba a una mayor lentitud. Además la siega ya había acontecido en los campos por donde transitaban y todavía no era tiempo de siembra, de modo que la cabaña podía entretenerse en cualquier finca sin temor a destrozar los cultivos. Otra cosa era el regreso, en mayo, cuando las huertas verdeaban de hortalizas y el trigo joven ya apuntaba en espigas por la extensa llanura ciudadrealeña y conquense. En estos casos era forzoso acelerar el paso y azuzar al ganado con el fin de evitar problemas con los propietarios. Durante el día los pastores hablaban poco y eran más amigos de aislarse y buscar la soledad. Parcos en palabras o gestos gratuitos, escudriñaban sin embargo todo lo que encontraban en su camino con el instinto práctico del que ha vivido en estrecho contacto con el monte: las nubes, el viento o el vuelo de los pájaros les indicaban claramente qué tiempo había de venir; revisando las hierbas en los linderos podían encontrar muchas de gran utilidad, y que servían como remedio de males diversos tanto al hombre como a los animales; hasta un tocón informe y requemado por el sol podía ser motivo de interés, por cuanto semanas más tarde era transformado gracias a una navaja en una cazuela de madera o un cucharón, que luego se vendía en los pueblos y cortijos a lo largo del trayecto.
Rebaño en un descansadero, camino de los pastos de verano. Autor: Jaciluch
Conforme quedaban atrás las agrestes sierras, el trayecto se hacía más sencillo. En tierras manchegas la velocidad de marcha crecía considerablemente llegando incluso hasta los 30 kilómetros en una sola jornada. Terrenos llanos, es cierto, pero también repletos de conflictos por otras razones. Era de rigor, por ejemplo, extremar las precauciones durante el cruce de carreteras al suponer un peligro para los rebaños y en especial para las ovejas preñadas, mucho más lentas y torpes en su avance. Para atravesar los pueblos el rabadán elegía siempre las primeras horas de la mañana (mucho más tranquilas) circulando además con la menor demora posible a fin de evitar incidentes. Pero el riesgo estaba ahí y ni siquiera las poblaciones eran sinónimo de seguridad: algunas ovejas “se esfumaban” tras una puerta durante el tiempo que tardaban en volver la esquina (uno de los municipios más “sospechosos” en este sentido fue Malagón, en Ciudad real), y los jardines públicos o privados constituían auténticas pesadillas, ya que es sabido que las cabras podan a su gusto todo seto o arriate de flores que encuentran. Hoy, sin embargo, estos apuros han quedado prácticamente relegados al olvido y el paso de la cabaña por pueblos y ciudades constituye todo un acontecimiento, vivido y esperado por los vecinos con emoción mal disimulada. Es lo que ocurrió en Manzanares en mayo de 2012, cuando un rebaño de 1500 ovejas entró por la Avenida de Andalucía y durante hora y media atravesó las principales calles de la población manchega en su camino de regreso hacia la serranía de Cuenca.
Rebaño, pastor y burro en una cañada. Autor: Jaciluch
Todo era mucho más tranquilo al salir de las poblaciones y atravesar los grandes llanos del Campo de San Juan o la Mancha de Criptana. Atrás quedaban apuros y gentío, el pasto abundaba y no era raro que al llegar a los despoblados la cabaña se detuviese hasta un día completo (sobre todo si había abrevaderos cerca) mientras los pastores disfrutaban de una merecida jornada de asueto. El grupo podía esperar entonces al regreso del yegüero con las viandas compradas en el pueblo más cercano. Claro que, de apretar las hambres, siempre había recursos de última hora a los que echar mano: sartén y aceite al fuego, junto a la “majada”; pan de unos días, pimiento y ajo; chorizos y panceta bien fritos, uvas cogidas sobre la marcha… y en un momento ya estaban listas las migas de pastor tan socorridas (y elogiadas también) a lo largo de nuestra historia:
“Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban los pasmados venteros: chorizos tostados, chorreando sangre, unas migas, huevos fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía a la pez, ¡mejor! esto le gustaba a Quintanar; y en tal gusto coincidía con su esposa, amiga también de estas meriendas aventuradas, en las que encontraba un condimento picante que despertaba el hambre y la alegría infantil.”
La Celestina. Fernando de Rojas. 1499.
Aspecto de una Cañada Real para paso de ganado.