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El miedo, cuento de vendimia

Más de una hora tardamos en llegar a la casa de labor, desde pleno campo, en donde aquel día de septiembre nos sorprendió la tormenta. Interrumpida la vendimia nuestra marcha fue lenta y penosa, porque el fuerte viento y los arreos dificultaban el acceso a través de cañadas y alcores.

Al llegar vimos guarecidos en derredor del hogar algunos pastores de la zona, que habían prendido buena fogata para secarse y hablaban del poder del miedo. Nos quedamos a escucharles, máxime al ser el tío Celestino, viejo rabadán a quien ya conocíamos, el que comenzaba a narrar una inquietante historia.

Referíase a aquellos ya lejanos años en que él iba con el gran rebaño trashumante del marqués de Mudela al fértil valle de Alcudia, la tierra siempre pródiga en pasturaje, situada más allá de las llanadas calatravas de la Mancha Alta. Su verbo, de cálida y jugosa simplicidad, describía admirablemente esta región, comprensiva de buena parte de la provincia de Ciudad – Real, confinante con las otras tres, en parte también manchegas: Toledo, Cuenca y Albacete. “Este terreno –decía a modo de comparación con su tierra de adopción, Castilla y León- es muy distinto de la vieja Castilla. Allí los pueblos, por lo general, son pequeños y se encuentran cercanos; aquí son grandes y están lejos entre sí. Allí predomina el trigo y el pino; aquí la vid y la encina. La propiedad está en Castilla muy repartida, mientras que en La Mancha, por el contrario abundan el absentismo y las fincas de enorme extensión.

La industria vitivinícola, que tanto se ha desarrollado aquí, merced al poder admirable que tiene el suelo para el cultivo del bíblico arbusto, ha enriquecido a sus pueblos: Valdepeñas, Tomelloso, Manzanares, Alcázar, Villarrobledo, Socuéllamos, Argamasilla…”

Y siguió el pastor hablando de parecida guisa a como nosotros describimos, a grandes pinceladas, La Mancha. Por la feraz campiña, entre pueblo y pueblo, vénse diseminadas numerosas edificaciones, algunas blancas por el enjalbegado de reminiscencia agarena, todas ellas destinadas a guarecerse labriegos y ganados, a las que los naturales del país denominan quinterías y bombos.

Bombo de Tomelloso

Casilla manchega

Los labradores, los gañanes, permanecen en el campo toda la semana, principalmente durante la época hiemal, en que han de binar viñas y roturar barbechos. Salen del lugar el domingo, a la caída del véspero, y van por los caminos con sus carros y yuntas, bien aprovisionados para los seis días, llegando al bombo o a la quintería –en ocasiones, vestigio de la antigua venta- a la hora de hacer la cena y acostarse para madrugar al día siguiente y trabajar. No ha de tornar al pueblo hasta el sábado siguiente, al mediodía, con el fin de renovar sus provisiones, reparar los útiles del trabajo, atender un poco a su simplicísimo aseo personal y ver, a la vez, a la familia, a la esposa, a la novia… Caminan cantando, animosos, mientras el sol agonizante ilumina con sus rayos postreros aquella caravana de la gleba, que a veces se extiende en larga hilera. Y allá, a su llegada a la habitación campestre, que siempre está abierta ofreciendo asilo al labriego que necesite ocuparla y al pobre viandante desheredado que haya menester de refugio, han de convivir todos en fraterna calma.

Se da a veces el caso de encontrarse solo un labriego por todo ocupante de la quintería; pero estas gentes, habituales a las privaciones, a los rudos trabajos, e, indistintamente, a la compañía y a la soledad, no sienten, por lo general, el miedo. Mas éste, como algunas otras cosas, puede presentarse en quien menos se piense y cuando menos se crea, como lo prueba esta narración del longevo pastor.

Fué el sucedido un día de crudo invierno. Llegó solo un joven zagalón al apartado habitáculo, situado en plena llanura por la que otrora efectuara su primera salida Alonso Quijano el Bueno. No había nadie –que se viese- en ella. Desenjaezó sus mulas, diólas pienso y, por último, prendió en el hogar unas gavillas bien secas que como incipiente combustible del pueblo llevaba, a fin de calentarse y preparar el condumio –las insustituibles gachas de almortas y los sabrosos torreznos-, cantandillo, a todo esto, sus endechas en recuerdo del amor que a 10 leguas de distancia dejaba.

Una vez terminado todo ello preparóse para cenar y, apartada ya la sartén y con pan y navaja en mano, ocurriósele decir en alta voz, al mismo tiempo que se sentaba, con tono irónico al creer firmísimamente en su completa soledad:
– ¡Vaya!, ¿ustedes gustan?
Y no bien hubo acabado de pronunciar aquellas contadas palabras cuando oyó que respondían con hoscas y entrecortadas voces, desde el fondo de la destartalada estancia:
– ¡Muchas gracias! ¡Qué aproveche!

Eran unos mendigos, tendidos e invisibles en un rincón de la cuadra, en la que antes de llegar el mancebo habíanse guarecido, despeados por el largo caminar, para pasar la noche, los que, creyéndose en verdad invitados, así contestaban.

Pero el joven labriego, que dijo aquellas palabras plenamente convencido de ser él la única persona que allí alentaba, no imaginando, por ende, que nadie le respondería, recibió el susto más formidable que cabe concebir. Se produjo en él una brusca reacción y levantóse en actitud vesánica.

Precipitadamente unció de nuevo los semovientes, sin voluntad ni dominio de sí, tembloroso y balbuciente, obsedido por la idea de la veloz huída, y a toda prisa, dejando allí la mayor parte de los aperos que del pueblo había llevado, partió en retorno hacia el mismo a todo el galope de la fustigada yunta, despavorido, aterrado, jadeante como alma que lleva el diablo.

Apenas si con entrecortadas palabras pudo después explicar lo sucedido. Postrado y abatido, a los pocos días murió.

Interior de un bombo

Figuras en una casa. 1967. Obra de Antonio López García

Bajada a antigua cueva bodega de Tomelloso

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El origen de los cortijos manchegos

Los inalcanzables horizontes de la interminable llanura que, aparentemente todo lo exponen al primer vistazo del transeúnte, esconden como sorpresas para el explorador, todavía hoy, infinidad de edificaciones en mitad del campo, habitadas por la historia, ya sea en ruinas o en buen estado. Donde la tradición delata en cada uno de sus detalles el paso de diversas culturas, y el trabajo de miles de brazos.
Cortijo, quintería o casilla. Han servido para denominar una forma de hábitat disperso en la mitad meridional de España. Significando el cortijo, el sinónimo más extendido que mejor identifica tanto en Andalucía como en Extremadura o La Mancha, una gran construcción en el centro de una finca dedicada a la producción agropecuaria.
Paseando la vista por los páramos del Campo de Montiel, los cerros del Campo de Calatrava, las cañadas del Campo de San Juan o la colosal planicie manchega, encontraremos en cada uno de sus sitios, lugares y parajes edificados con sus correspondientes antecedentes culturales de los actuales cortijos que hoy sirven de fincas de recreo para actividades turísticas o cinegéticas, felizmente rehabilitados.
A la vez no faltan infinidad de ruinas que poco a poco van regresando a su origen de materias primas obtenidas del entorno para edificar ese necesario cobijo que acortara la distancia al pueblo y delimitara el espacio de refugio tan necesario para los habitantes del campo. El arrendatario que entregaba la quinta parte de la cosecha al propietario de la finca, llamado quintero y por tanto, morador de una quintería. Muy distinto del propietario de una quinta. Fincas de recreo nacidas en el entorno de Madrid, equivalentes a los Reales Sitios y a imitación y semejanza de los palacios del rey, servían a la nobleza a menor escala y proporción, como fincas de recreo y caza, además de producción agrícola.
Tanto el cortijo como el paraíso, poseen el don de delimitar un espacio cercado para uso privado. Los paraísos más antiguos nacieron con el inicio mismo de la civilización, en Persia y Mesopotamia. Tanto es así, que hoy nos cuesta entender dicha palabra disociada de un jardín del Edén o un lugar perfecto en la naturaleza.

Algo similar ocurre con el cortijo. Que sirvió para marcar un pedazo de terreno donde edificar ese imprescindible sitio para albergar utensilios de labor y alojar a sus moradores. Cuyos orígenes más remotos en esta parte del Mediterráneo, los encontramos en las opulentas e industriosas villas romanas, dueñas y señoras de los latifundios por antonomasia.
Con los árabes y sobre todo con Al-Ándalus, muchos latifundios romanos se transformaron en alquerías o pequeños núcleos de población rural, que sobre todo en Levante y parte oriental de Andalucía, fueron evolucionando a muchos de los cortijos actuales.
Aquí en La Mancha, además de las evidentes huellas romanas y musulmanas, lo que más determinó la posición actual de los cortijos contemporáneos fueron las órdenes militares, propietarias de toda La Mancha hasta no hace mucho. Por medio de castillos y cortijos fortificados, fueron colonizando y conquistando el territorio hasta estructurarlo y administrarlo al principio de la Baja Edad Media como grandes dehesas, cañadas y veredas de gigantescos rebaños que hicieron posible su poderío y riqueza a través de la lana.
Con el agotamiento de las órdenes militares y la extensión paulatina de la agricultura comenzaron a surgir nuevos latifundios propiedad primero de la nobleza y luego de la burguesía que a finales del XVIII y principios del XIX, impusieron el cultivo del cereal. Necesitando de enormes infraestructuras agrícolas con la edificación de grandes cortijos donde albergar el gran número de jornaleros, animales y aperos. Además de la residencia del propietario.
El último paso en la evolución del asentamiento del cortijo manchego fue de aspecto meramente utilitario más que productivo representativo o de recreo. Se trata de “la casilla”. Construcción característica de la llanura manchega. Elemento arquitectónico que como casi todo, surgió de la necesidad, y posee la inadvertida virtud de haber creado Racionalismo sin saberlo.
Los libros de texto nos dicen que fue Le Corbusieur. Pero yo veo muy claro que fueron, al menos uno o dos siglos antes, los labriegos manchegos. Haciendo uso de esa inteligencia natural para solventar una necesidad. Utilizando materiales del entorno, adaptándose al medio y a la escasez de recursos. Limitando el espacio a la racionalidad de la más elemental escala humana. Resolviendo en el espacio más elemental todo cuanto precisaban.

Así pues, si puede definirse o identificarse como vernácula, propia u original un elemento o edificio que defina por sí mismo la arquitectura manchega, esa es “la casilla”. Hoy llamada cortijo en casi todas partes, por encontrarse en mitad del campo en cada una de las fincas o parcelas que se sirven de su uso como almacén de aperos y cobijo del labrador.
En ellas se aprecia con virtuosismo natural, lo mejor de las construcciones adaptadas al medio. Que deben figurar como elementos a proteger del patrimonio cultural humano. Pues definen por sí mismas la esencia de la arquitectura manchega. Funcional, utilitaria, práctica, sencilla, humilde, natural, elegante. Libre de todo complemento decorativo. Totalmente al margen de espacios que no respondan al más estricto interés del uso cotidiano. Líneas rectas. Dimensiones tan humanas como el propio tamaño de hombres y animales. Una simple chimenea y dos pollos para cocinar y dormir, junto a una cuadra para animales y aperos. El Racionalismo en su estado más originario. Nacido en La Mancha sin conocimiento de sus inventores.
Este es el valor más incalculable y universal del cortijo manchego. Surgido de la opulencia romana, el pragmatismo árabe, la necesidad agrícola y el sentido común del ser humano.
Una edificación tan sencilla que siempre ha sido infravalorada como un simple almacén circunstancial. Cuando en realidad es fruto de milenios de adaptación al medio. Y medio de vida para la esencia de La Macha.
La casilla manchega: el auténtico cortijo manchego. Seña de identidad y motivo de orgullo como una de las grandes aportaciones del ser humano a la arquitectura universal. Como siempre con esa humildad tan sazonada de complejos de los manchegos. Un valor menospreciado y olvidado por nosotros mismos.


Un artículo de Salvador Carlos Dueñas Serrano ©


Fotografías de sabersabor.es ©

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Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (2ª Parte)

Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (2ª Parte)

«Fue entonces cuando Mahmud, el hijo del campesino afortunado, regresó de una larga campaña por tierras del norte donde había ido junto a los suyos para hostigar a las huestes del rey cristiano de Oviedo, y al pasar por allí tuvo noticias de la muerte de su padre. En sabiendo ésto un gran pesar ocupó su espíritu, y el comandante de sus tropas quiso que marchase hasta su casa para ocuparse de la herencia, pues daba por bien merecida su libertad. Así pues Mahmud enjaezó el caballo, y tomando sus escasas pertenencias salió una mañana del campamento para arribar tres días después a la casa de su familia, de donde había faltado por espacio de siete largos años. Al llegar abrazó a su madre e hízose cargo de las tierras y del molino, que entretanto había hecho construir su padre a orillas del Guadiana. Y una vez hecho ésto lloró largamente la pérdida de su progenitor por las buenas obras que había acometido en vida, semejantes en número a las hojas del árbol centenario que, junto la entrada del pueblo, regala su sombra a todo aquel necesitado de descanso y compasión.

Río Guadiana en su curso alto. Autor, Roberto

                                                        Río Guadiana en su curso alto. Autor: Roberto

Pero la rueda no deja de girar, como suele decirse. Toma su medida de agua y la vierte bajo la moliz para dar pan, y al cabo quiso la fortuna que su ánimo se serenase con la vista del grano henchido y el canto alegre de los esclavos sobre la tierra fecunda y hermosa. Y así ocurrió que, estando una noche de estío junto a la orilla del río, la luna salió de detrás de la floresta e iluminó con rayos de plata aquel rincón de “La Encantada”, que tanta congoja había supuesto para los habitantes de la región. “Ahí se esconde el misterio del cual habló mi padre y sobre el que ningún ser, humano o divino, ha puesto todavía su mirada. ¿Quién se atreverá a descorrer el velo del viejo ulema?”. Esto pensaba Mahmud mientras observaba la tersa superficie de las aguas, cuando oyó o creyó oír un sonido triste que salía de la fronda de higueras. Era una voz de mujer, ahora estaba seguro, cantando un romance melancólico muy conocido en tierras de Oriente:

“En mi jardín, de primavera, vuelan los ibis,
Rosas inclinan sus cabezas escarlata.
Oh, Nilo, río de maravillas…”

Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autor, M. Peinado

                                          Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autor: M. Peinado

Mahmud quedó hechizado por aquella voz, y cogiendo una de las barcas que utilizaban para cargar la harina hasta el pueblo, púsose a remar al encuentro de aquel sonido. No pasó mucho tiempo antes de que entrase en el charco de luz de “La Encantada” junto a la orilla opuesta y allí, sentada sobre una roca y rodeada de juncos y de matas de arrayán, el muchacho vislumbró a una bella mujer de largos cabellos ensortijados, que ignorante de que la observaban peinaba sus bucles negros con un peine de oro. Al punto Mahmud quedó prendado de ella, y con el fin de oír mejor la melodía que brotaba de sus labios se acercó con su barca hasta quedar a escasos metros de la orilla. Pero Zulema, que así se llamaba la muchacha, lo vio venir y asustándose corrió a esconderse entre las higueras hasta desaparecer de su vista.

Orillas de un río en Octubre. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

                                      Orillas de un río en Octubre. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

Mas dice un proverbio cierto: “Deja el agua correr y todo estará cumplido”, así que a fuerza de visitas nocturnas, de quiebros, de risas y de disculpas, ambos jóvenes quedaron enamorados el uno del otro y fue de dominio público que todo acabaría mal, pues no pasaría mucho tiempo sin que llegase a oídos del padre de la muchacha, como finalmente ocurrió. Cierta noche en que ambos hallábanse paseando en la barca por el centro del río, el viejo ulema salió de su tienda y fue a caminar buscando el fresco de la corriente, como solía hacer cuando los calores del día habían sido excesivos. Al llegar al claro miró hacia el agua tersa y tranquila, que en ese momento refulgía por el brillo de la luna creciente, y fue entonces cuando descubrió a los amantes sobre la embarcación, comprendiendo así que todo estaba perdido y que la promesa que salvaguardaba a su hija había sido rota.

Presa de indignación el anciano alzó los ojos al cielo, y con un gran grito hundió su vara de olivo en la tierra húmeda, diciendo: “En la traición está la prueba de tu falso amor, hija mía. ¡Cúmplase lo que está mandado!”. Y a su voz las aguas se elevaron furiosas y la luna se cubrió de brumas oscuras, como aquella noche del diluvio, y un viento fuerte agitó los troncos de los olivos y las datileras inclinando sus troncos hasta casi rozar el suelo. Cuando todo hubo pasado, la luna volvió a brillar en la noche y el gran río calmose de inmediato, mas en el lugar donde solo un momento antes se encontraba la barca ya no había nada. El viejo, la embarcación y sus dos ocupantes se habían esfumado como un torbellino en la ventisca sin dejar rastro ¡Que Alá sea misericordioso y nos proteja!

Lamia. Obra de John William Waterhouse, 1909

                     Lamia arreglándose los cabellos junto al estanque. Obra de John William Waterhouse, 1909

Barca en el río Guadiana. Autor, Bruno Amaral

                                                          Barca en el río Guadiana. Autor: Bruno Amaral

Todo desapareció bajo las aguas, incluido aquel peine de oro con que la joven peinaba sus cabellos ensortijados. Y al día siguiente, en pleno periodo de lluvias, el cielo apareció despejado y no llovió. Tampoco lo hizo un día después ni en los restantes, contando hasta tres veces cien, y así pasaron semanas y meses sin que la tierra recibiese la bendición de una sola gota de agua. Los más viejos pensaron que el hechizo de “La Encantada” se había roto finalmente por causa del hijo del labrador, y así ocurrió de hecho. Los pozos y las huertas frondosas se secaron, los campos volvieronse a cubrir de polvo y quedaron al punto del color del heno, como ocurre también en nuestros días, y el río con su meandro misterioso, los campos de arrayanes y las centenarias higueras, todo pasó a ser solo un bello recuerdo al borde del olvido.

Otro rincón de las Lagunas de Ruidera. Autor, Xavier

                                                     Otro rincón de las Lagunas de Ruidera. Autor: Xavier

Como un sortilegio, el Guadiana se esfuma abruptamente en la reseca llanura manchega a la altura de Argamasilla de Alba, negando el placer de sus aguas y sus sombreadas orillas a los arrieros y labradores que atraviesan el lugar. Y solo unas leguas más adelante, junto al enclave conocido por el nombre de “Los Ojos del Guadiana”, el río vuelve a aparecer sobre la tierra para no dejarla ya hasta su desembocadura en los deltas del sur. Se dice que en años húmedos “lloran los ojos del Guadiana” y tal vez sea así en recuerdo de los desgraciados amores de Zulema y Mahmud, ahogados sin misericordia por los celos de un ulema anciano y cruel. Pero hay quien piensa que, en realidad, la muerte no fue el destino último que les deparó su imprudencia, y que ambos consiguieron huir y cruzar el mar para llegar finalmente a las tierras felices del Magreb y de Egipto, de donde era oriunda la muchacha, viviendo desde entonces junto a aquel río poderoso que atraviesa el desierto y que riega con sus aguas ese país bendecido de Dios ¡Los caminos de Alá son inescrutables!

Ofelia. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

                                                          Ofelia. Obra de John Everett Millais (1829-1896)

Si Zulema y Mahmud desaparecieron o no en las profundidades del Guadiana, eso es algo que nunca llegaremos a saber con seguridad. La leyenda afirma que en algunas épocas del año, durante las noches de luna creciente, puede verse junto a cierta roca una mujer bellísima desenredando con un peine de oro sus largos cabellos ensortijados, negros como alas de cuervo. Y que mientras lo hace lanza a todo aquel que halla la misma pregunta: “¿Quién crees que es más hermoso: mi peine de oro o yo?”. El que encontrándola conozca su historia y se apiade de ella, deberá sin dudar elegirla en lugar del peine, y así su alma se salvará y podrá regresar finalmente junto a su padre a orillas del río que una vez habitó. Pues se dice que el viejo ulema la espera todavía arrepentido por su mala acción, y que hizo esconder aquel meandro del Guadiana en las profundidades de La Mancha, con sus bosques de olivos y de higueras, para que sirviera a ambos de solaz lejos del paso del tiempo y las miradas envidiosas de los hombres. Y allí sigue oculta su corriente sin esperanza posible de retorno para nosotros, eternos ignorantes de los designios del profeta. ¿O sí la hay, acaso? Quizás todo cambie cuando alguien sea capaz de hallar el paradero de aquel peine de oro…

Lamia. Obra de Herbert Draper (1864-1920)

                                                          Lamia. Obra de Herbert Draper (1864-1920)

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Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (1ª Parte)

Guadiana, el río perdido, o la Leyenda de la Mora encantada (1ª Parte)

El río Guadiana, o río de Anna según la etimología árabe, sorprende a todo aquel que lo visita por su misterioso origen. Tras recorrer apenas un centenar de kilómetros desde su nacimiento en el manantial de los Zampuñones, junto a Villahermosa, su curso se sosiega al cruzar la extensa llanura del Campo de San Juan y llega finalmente a Argamasilla de Alba, donde desaparece sin dejar rastro. Este enigma ha llenado páginas y páginas durante siglos sin que todavía exista una teoría que pueda explicarlo satisfactoriamente. Como no podía ser de otra forma, las leyendas han ocupado el lugar de los hechos y ésta que a continuación referimos, la de Zulema y Mahmud, es solo una de las menos conocidas para el profano. Dicha historia tiene elementos comunes con otras similares en nuestro país y se refiere al mito de la mora, o la encantada, donde la mujer joven y el peine de oro con que arregla sus cabellos constituyen sin duda el centro de la narración… Os invitamos pues a que dejéis volar la imaginación recorriendo los dilatados horizontes de La Mancha. Y a que lo hagáis con la voz de un narrador imaginario, viajando a la época en que mito y realidad se daban la mano y caminaban juntos…

Lagunas de Ruidera. Autora, María Teresa Moya Díaz Pintado

   Lagunas de Ruidera. Autora: María Teresa Moya Díaz Pintado

“En los años lejanos que siguieron a la venida al trono del cuarto emir de Occidente, ¡que Alá lo tenga en su seno! sucedió que una pertinaz sequía asoló las tierras que se extienden en la llanura del Guadiana Alto, tan grande y duradera como nunca antes se había conocido. Las huertas quedaban resecas y expuestas al polvo de los caminos, las plantas se agostaban y en el fondo de las acequias, por donde antaño corría el agua alegre y feraz, crecían ahora los cardos y la grama hasta el punto que los habitantes olvidaron su trazado original, dejaron los campos y hubieron de emigrar finalmente a otras tierras más fértiles y agradecidas.

Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autora, María Teresa Moya Díaz-Pintado

Castillo de Peñarroya, en Argamasilla de Alba. Autora: María Teresa Moya Díaz-Pintado

Ocurrió pues que vino a oídos de un pobre labrador la existencia, en una cueva cercana, de un sabio ulema recién llegado del camino a la Meca, y que había elegido aquel lugar para descansar sus viejos huesos de tantas fatigas acumuladas. El labrador reunió a su mujer y a su único hijo, y les dijo: “Iré a ver a este sabio entre los sabios, de quien dicen que ha leído los versos sagrados en la gran Mezquita de Damasco y conoce la magia de los justos, y le pediré que nos ayude en este difícil trance”. Y así, tras aparejar al asno y despedirse de su familia, salió al camino y se alejó entre los campos resecos de su hacienda.

Cueva de Medrano, en Argamasilla de Alba. Hito en la leyenda cervantina. Autora, Mª Lluïsa

Cueva de Medrano, en Argamasilla de Alba. Hito en la leyenda cervantina. Autora: Mª Lluïsa

Al cabo de varios días de viaje llegose hasta la cueva de la que había oído hablar, entró y encontró allí a un hombre anciano vestido con largos ropajes, y que tenía en la cabeza el turbante de los que han realizado el viaje a la ciudad santa, ¡que Mahoma sea cien veces bendito! Entonces le dijo: “Sabio ulema, en tu frente está la prueba de que conoces grandes maravillas, y que has visitado los cinco rincones del Paraíso donde florece la bondad de Dios. Apiádate de mí y de mi familia, pues una cruel sequía ha agostado los campos haciendo imposible la vida en mi país, y no tenemos ya otro camino que partir de las tierras de mis abuelos para no morir de sed y de miseria”. “Conozco el mal del que me hablas” contestó el ulema “y por ser fiel a los preceptos del Enviado te concederé lo que deseas. Tendrás agua para tus campos y tu ganado, el cielo se abrirá y caerá lluvia abundante haciendo florecer la reseca llanura, y surgirá un río donde nadie antes había conocido tal. Tú y tu familia, y los vecinos y amigos de tu familia no pasaréis más sed y tendréis de aquí en adelante hermosos frutos que os harán la vida regalada”. El labrador le dio encarecidamente las gracias, mas el sabio no había terminado de hablar.

Baño de Ninfas. Obra de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625)

Baño de Ninfas. Obra de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625)

“Todo esto lo alcanzarás con una condición. Pues has de saber que yo tengo una hermosa hija llamada Zulema, a la que quiero más que cualquier otra cosa en el mundo. Ella vivirá aquí para solaz mío, y a fin de que no sienta nostalgia del río y los jardines que la vieron nacer, allá en el lejano Nilo, construiré para ella un rincón maravilloso a orillas de éste, repleto de estanques y de nenúfares ocultos a la sombra de las higueras, donde podrá pasear y componer poemas y canciones para su anciano padre por el resto de sus días”. En este punto el ulema miró al labrador con ojos fieros antes de proseguir: “Todo el río será vuestro salvo este pequeño meandro repleto de verdor. Estará vedado, y nadie podrá entrar y perturbar al más preciado de mis desvelos si no es a costa de mi maldición solemne. Concédeme solo esto, y tendrás lo que pides”.

The Lady of Shallot. Obra de John William Waterhouse. 1888

The Lady of Shallot. Obra de John William Waterhouse. 1888

El pobre labrador se lo prometió cumplidamente, y partió enseguida de la cueva para volver al lado de los suyos, a los que refirió las extrañas maravillas que había oído de boca del anciano, no dejando de alertar sobre la condición que había impuesto para su cumplimiento. Nadie en el pueblo dio crédito a las palabras de su vecino hasta que una noche, estando él y su familia reposando en la terraza de su casa, vieron como la luna se ocultaba en densas sombras y un viento fuerte agitaba las datileras a orillas de la acequia, tras lo cual corrieron a refugiarse en la cuadra y cerraron puertas y ventanas por miedo de lo que pudiese suceder. No bien hubieron hecho esto cuando del cielo comenzaron a caer cataratas de agua que inundaron los campos e hicieron correr arroyos y regatos por donde nunca antes se habían visto.

Al cabo de diez días las alamedas se hincharon de humedad y reverdecieron, y los campos pobláronse de tréboles y de lirios amarillos, perfumando el aire y haciendo llegar infinidad de aves para retozar en los lagos que surgían abundantes por todos los rincones de la llanura. Una y otra vez rodaban las nubes majestuosas, retumbando en el cielo, y descargaban agua en abundancia a semejanza de las ubres henchidas de una vaca cuando el ternero solicita su atención. Y tanto llovió, y tanta agua vino a correr por los campos, que el río Guadiana se desvió de su curso desde la cercana Ruidera y tuvo a bien cruzar estas tierras dejando abandonado su antiguo cauce. Los hombres quedaron maravillados de tal portento, nunca visto ni oído, y el labrador dio las gracias al cielo sacrificando uno de los dos cabritos que poseía, y diciendo: “Este es sin duda un regalo de Alá, ¡que su nombre sea cantado en todas las mezquitas de la tierra! De aquí en adelante las huertas darán abundante fruto y no habremos de temer más el hambre y la sed. Salgamos de casa y trabajemos la tierra como está mandado”.

Tormenta en la llanura. Autor, Frank StarmerTormenta en la llanura. Autor: Frank Starmer

Pasaron los años y el río Guadiana mantuvo su nuevo curso, y las lluvias, sin llegar a ser diluvio, siguieron regando las huertas y los bancales haciendo del lugar uno de los más fértiles y celebrados por los poetas de Al-Ándalus. No volvió a verse al anciano ulema en la cueva que le dio cobijo, pero todos estuvieron de acuerdo en que el viejo y su hija vivieron desde entonces junto a aquel rincón vedado del río, situado en uno de sus meandros y oculto a las miradas por datileras, arrayanes y extensos bosques de higueras y de olivos. Era aquel un jardín prohibido y nadie osó jamás poner su pie en él, y debido a ello llamaron a aquel lugar “La Encantada” y cubrieron de extensas dunas de arena todo su perímetro, para avisar a los incautos del peligro que acechaba entre sus gratas sombras”.

(FIN DE LA PRIMERA PARTE)

Después de la tormenta. Autor, Paul BicaDespués de la tormenta. Autor: Paul Bica

Río Guadiana. Autora María Teresa Moya Díaz-Pintado

Río Guadiana. Autora: María Teresa Moya Díaz-Pintado