Publicado el Deja un comentario

Chocolate. El oscuro deseo del Monasterio de Piedra (2ª Parte)

Chocolate. El oscuro deseo del Monasterio de Piedra (2ª Parte)

Es curioso comprobar cómo los aztecas reverenciaban el chocolate atribuyéndole las más variadas propiedades. Sabían, por ejemplo, que una taza de xocolatl eliminaba el cansancio y estimulaba las capacidades psíquicas y mentales. Para los aztecas el xocolatl era asimismo una fuente de sabiduría espiritual, energía corporal y potencia sexual. Era muy apreciado como producto afrodisíaco y, por supuesto, se reservaba únicamente a una élite que lo tomaba de forma ritualizada en actos festivos, o bien usándolo como pintura facial en sus ceremonias religiosas. Se denominaba también al cacao oro líquido, pues sus semillas se intercambiaban como moneda, y por cierto no de escaso valor. Así, con cuatro semillas se podía comprar un conejo; con 10, la compañía de una dama, y con 100, un esclavo…

 

2. Granos de cacao. La moneda de los aztecas. Autor, SuperManu

Granos de cacao. La moneda de los aztecas. Autor, SuperManu

En cualquier caso, con la llegada a América de los primeros conquistadores españoles la preparación del chocolate sufrió una transformación a fin de adaptarse al gusto europeo. Los del grupo de Hernán Cortés echaban pestes de esta bebida, que encontraban muy amarga y picante debido al empleo de condimentos exóticos e incluso setas alucinógenas. No tardó por tanto en dulcificarse este producto, aprovechando además que el cultivo de caña de azúcar (procedente de Asia) estaba ya aclimatado en México a finales del siglo XVI. Los españoles gustaban asimismo de beberlo caliente y aromatizarlo con canela, y pronto hubo una gran diferencia entre el chocolate de los autóctonos y aquel que se hacían servir los recién llegados del otro lado del Atlántico.

 

3. Recipiente para servir chocolate. Porcelana de Limoges. Autor, Petitpoulailler

Recipiente para servir chocolate. Porcelana de Limoges. Autor, Petitpoulailler

Curiosamente, uno de los usos más raros del chocolate en España fue su utilización como producto de botica. Los boticarios de los siglos XVII y XVIII solían disponer de recetas pasteleras y de elaboración de dulces, que como el resto de su farmacopea eran ultrasecretas, y que les servían para la elaboración de letuarios, es decir, preparados de diversas mezclas medicinales endulzadas con miel o chocolate, para así facilitar el “mal trago” a los pacientes.

 

4. Figura decorativa en el salón del Chocolate de París. Autor, Pathien

Figura decorativa en el salón del Chocolate de París. Autor, Pathien

Pero presente o no en las farmacias, lo cierto es que el chocolate comenzaba a hacer furor en las confiterías de Madrid y otras grandes ciudades de España, donde los clientes entraban deseosos de experiencias exóticas y solicitaban “esa bebida que procedía de las Indias”. A finales del siglo XVII era servido como helado, utilizándose nieve procedente de las sierras que se bajaba en recuas de mulos al amparo del fresco nocturno, para así estar disponible en la capital desde primeras horas de la mañana. No deja de ser sintomático de una oscura época el hábito de servir chocolate granizado mientras la nobleza disfrutaba del “agradable” espectáculo de los Autos de Fe.

 

5. Mancerina y taza acoplada. Autor, Tamorlan

Mancerina y taza acoplada. Autor, Tamorlan

Por supuesto el chocolate entró también en las casas de las familias españolas, sobre todo de las de alcurnia, donde pronto se alzó con el galardón de “bebida oficial para visitas distinguidas”. Existía todo un rito alrededor de la chocolatada, como se llamaba a esta costumbre en las “familias bien” del Siglo de Oro. Los invitados pasaban al saloncito junto con la anfitriona, un lujoso departamento adornado con tapices, almohadones y cojines, y caldeado con las ascuas de un brasero o dos según el frío que hiciese esa mañana. Entonces el mayordomo traía las tazas repletas de chocolate acompañadas de una bandeja de bizcochos y un búcaro (recipiente de cerámica) repleto de nieve.

 

6. Receta de chocolate. Autor, Michael Carpentier

Receta de chocolate. Autor, Michael Carpentier

Las conversaciones iban y venían con el entrechocar de las tazas, los sorbos pausados y el ocasional mordisquito al bizcocho o incluso (curiosamente) al borde de la porcelana, ya que comer barro se consideraba entonces como un eficaz tratamiento de belleza. Efectivamente, ingerir arcilla produce un trastorno hepático y biliar que se traduce en una extrema palidez del rostro, signo considerado durante siglos como de distinción entre las clases más altas. Cuando la cosa se ponía seria (debido al deterioro del hígado), los médicos aconsejaban polvos de hierro o, todavía mejor, ir a tomar las aguas a algún balneario ferruginoso de la sierra, receta que se llevaba alegremente a la práctica cuando llegaba la temporada veraniega.

 

7. El metate, básico para la fabricación del chocolate a la piedra. Autor, Yelkrokoyade

El metate, básico para la fabricación del chocolate a la piedra. Autor, Yelkrokoyade

En las casas de la nobleza la chocolatada era un ritual extraordinariamente lujoso. El chocolate se servía allí en grandes salas utilizando finas mancerinas de plata o de porcelana china, bandejas especiales que disponían de una abrazadera fija en el centro donde se colocaba la jícara, o taza de porcelana que contenía la bebida. Este tipo de recipientes era considerado de gusto exquisito y las principales familias españolas rivalizaban entre si por poseer la colección de mancerinas más lujosa, de modo que era habitual encargarlas a orfebres para potenciar su belleza y distinción. Algunas de las mancerinas hoy conservadas están fabricadas en plata labrada y son de una factura difícilmente igualable hoy en día. Por cierto que ya era costumbre por aquel tiempo remojar en la jícara bizcochos u otro tipo de productos reposteros, al igual que hacemos en la actualidad con los famosos churros.

8. Bizcocho de chocolate y chocolate líquido. Autor, FotoosVanRobin

Bizcocho de chocolate y chocolate líquido. Autor, FotoosVanRobin

Los avances técnicos en la producción del chocolate, descubiertos en el Norte de Europa en el primer cuarto del siglo XIX, dieron lugar a pastas mucho más finas y a nuevas formas de presentar el cacao en estado sólido, como los famosísimos bombones. Ya en 1870 la industria chocolatera consiguió fabricar el chocolate con leche en polvo, al tiempo que aparecieron las primeras tabletas de chocolate hoy tan popularizadas en los supermercados de todo el mundo. Sin embargo y a pesar de la revolución de las máquinas, en España seguía causando furor el llamado “chocolate a la piedra”, es decir, aquel que se fabricaba moliéndolo a mano. Las tareas de molido manual eran un trabajo muy arduo, y la condesa Emilia Pardo Bazán atribuía el gusto especial del chocolate español al sudor de los molineros, quienes recorrían calles y plazas realizando al momento el trabajo solicitado poniéndose de rodillas y moviendo sin descanso la muela sobre una piedra curva.

 

9. El famoso chocolate con churros. Autor, sabersabor.es

El famoso chocolate con churros. Autor, sabersabor.es

El chocolate alcanza por esta época a la clase burguesa y esta situación hace que proliferen diversos establecimientos de reunión social como los cafés de tertulia o las chocolaterías. Esta costumbre española nace a finales del siglo XVIII y florecería sobre todo en el siguiente, consolidándose a nivel local añadiendo un elemento culinario como acompañante idóneo. De esta forma nacieron los churros con chocolate en Madrid, los buñuelos y porras en Valencia, los bizcochos de soletilla y los sequillos en Barcelona, y los picatostes y bolados en la cornisa cantábrica. Cada chocolatería ofrecía su especialidad, que se servía junto con el chocolate. Por cierto que la primera referencia escrita en España acerca de la profesión de «churrero» data del año 1621, durante el reinado de Felipe IV, fabricándolo un ciudadano conocido como Pedro Velasco perteneciente al gremio de los alojeros.

 

10. Delicatessen. Autor, Stephanie Kilgast

Delicatessen. Autor, Stephanie Kilgast

Sin embargo, con la llegada del siglo XX las tradicionales chocolaterías comenzaron a ceder ante el empuje de otro establecimiento no menos conocido, y que hoy se extiende sin excepción por todos los rincones del país: las cafeterías. Hoy es habitual servir el oscuro alimento de los dioses en estas últimas, de modo que no está de más hacer caso a las recomendaciones de los monjes del monasterio de Piedra y, ya sea en chocolatería o en cafetería, paladear la entrada de esta Navidad con una estupenda taza de chocolate. ¡Que lo disfruten!

 

11. Tarta de chocolate. Autor, Tamorlan

Tarta de chocolate. Autor, Tamorlan

Publicado el Deja un comentario

Noviembre de 1938. Madrid y la lucha por la supervivencia durante la Guerra Civil (2ª Parte)

Noviembre de 1938. Madrid y la lucha por la supervivencia durante la Guerra Civil (2ª Parte)

El éxodo obligado por la guerra era el otro azote que no había cesado desde que, en los primeros días de agosto de 1936, unos campesinos andaluces y extremeños iniciaron iniciado una alucinada huida. Pero con el fin de la contienda éste se intensificó, convirtiendo a Madrid en una estación con viaje a ninguna parte. La presencia de todos estos hombres, mujeres y niños planteaba nuevos y numerosos problemas de acomodo, de adaptación, mientras las estaciones se llenaban de una muchedumbre que en muchos casos llevaba consigo todas sus pertenencias dentro de un hatillo, o de la maleta desvencijada: unos con la esperanza de encontrar una tierra donde poner punto final a su perenigraje; otros en disfrute de un permiso y muchos más de regreso a la unidad después de una licencia. El tren, a punto de partir de Madrid, era un hervidero de pasajeros de toda condición y clase. Los evacuados se abrazaban a sus posesiones, aferraban la mano a sus pequeños, no fueran a perderse en el tumulto. Las madres apretaban contra su pecho a los más pequeños. Y mientras el tren iniciaba su lenta marcha, se alargaban las despedidas, los últimos consejos para alguien que quedaba en el andén y a quien probablemente no se volvería a ver.

 

1. Zona de Atocha y caballos muertos después de un bombardeo. Autor, Druidabruxux

Zona de Atocha. Caballos muertos después de un bombardeo. Autor, Druidabruxux

2. Madrid y la calle Toledo durante la guerra. Autor, Recuerdos de Pandora

Madrid y la calle Toledo durante la guerra. Autor, Recuerdos de Pandora

El final de la guerra trajo sus propios estragos, evidenciados por una carestía casi total de recursos y el control férreo que las autoridades aplicaban tanto a la producción como al comercio. Como resultado, en las calles y plazas de Madrid el estraperlo hacía de las suyas. Para los comerciantes y productores la implantación del mercado negro a todos los niveles fue algo providencial, y con ellos entraron también en el negocio una extraordinaria tropa de aventureros, intermediarios que crearon el eslabón preciso entre los que no querían dar la cara y el inevitable consumidor. Las variantes no tenían fin: adulteraciones, ventas ilícitas, compra de influencias, mercado de cupos… Y el nivel variaba desde la operación de altos vuelos hasta el estraperlo folklórico de las clases más bajas, el ferroviario del aceite o del arroz, o el callejero de la barra de pan oculta en el refajo, todo lo cual no era sino un medio de subsistir cuando la vida ofrecía para los de abajo su más tétrica faz. Cualquier producto de mercado se ocultaba al fisco y su venta se montaba sobre bases falseadas, documentos amañados y facturas camufladas. Los recibos iban sin membrete, los albaranes igual. En estas circunstancias la contabilidad era una completa superchería y el “¡usted no sabe con quién está hablando!”, la frase que abría puertas a la más completa impunidad.

 

3. Parque del Capricho, en Madrid, horadado de túneles de defensa republicanos. Autor, Druidabruxux

Parque del Capricho, en Madrid, horadado de túneles de defensa republicanos. Autor, Druidabruxux

Ni que decir tiene que la pillería infantil madrileña rozaba el esperpento de las mejores novelas de Dickens. Muchos de ellos, sin padre y con la madre trabajando o sin ninguno de los dos, hacían de la calle su hábitat predilecto, y tras tomar su potaje en el comedor infantil se echaban al mundo urbano cual bandadas de gorriones para cometer pillerías. La recogida de niños pedigüeños era cosa de todos los días, llevándose después a albergues donde a algunos nadie los reclamaba. Allí los más pequeños se codeaban con los mayorcitos, más maleados, que enseñaban así al ignorante los trucos, las estratagemas y los hurtos más eficaces para ir tirando. Muchos vivían como carteristas típicos; otros simulando incapacidades y locuras mientras mendigaban, o haciendo de lazarillos de falsos invidentes. Estaba la hornada de los estraperlistas de tres al cuarto, aquellos que ofrecían tabaco rubio; y también los que hacían de avisacoches o abrían puertas. Las noches daban trabajo a la salida de los cabarets donde, a altas horas de la madrugada, se utilizaban sus servicios para ir hasta un piso donde comer un par de huevos fritos con jamón y pan blanco. Eso, o cosas peores, como aquellos infantes que alcahueteaban descaradamente la compañía de una hermana suya que decían virgen, o bien conducían a un prostíbulo a tanto el cliente.

 

4. Refugio familiar improvisado bajo una carretera

Refugio familiar improvisado bajo una carretera

Eran también las noches el escenario ideal para las escenas más esperpénticas. Gentes que buscaban en las basuras restos comestibles o trozos de carboncillo susceptible de arder y dar calor. Gentes sin hogar, acurrucadas en las bocas del metro. Todo un escaparate de pillos, de chulos y de noctámbulos impenitentes poblaba la Gran Vía madrileña y sus calles adyacentes, mientras la fila de estraperlistas ofrecía bocadillos o pan, siempre prestos a correr al oír el grito de “¡la bofia!” y desapareciendo como por ensalmo de la vista de los transeúntes. Y de la estafa se pasaba con facilidad al hurto, sobre todo de metales: el hierro, el plomo, el aluminio o el cobre eran objeto de un tráfico ilícito intensísimo. Los robos de cañerías de plomo utilizadas en la conducción del gas estaban a la orden del día, a veces con mortales consecuencias por los escapes y explosiones consiguientes, y las conducciones de cobre eran asimismo muy solicitadas, aunque algunos pagaron con la vida electrocutándose al cortar cables de alta tensión. El robo de automóviles revestía características curiosas puesto que el vehículo en si no era muy apetecible (dada la escasez de carburante), de modo que los ladrones se limitaban a vaciar el depósito y a desmontar los neumáticos y todo lo que supusiese un beneficio inmediato. En algún caso, del coche no quedaba más que el chasis.

 

5. Madrid, 1938. Efectos de los bombardeos. Autor, Druidabruxux

Madrid, 1938. Efectos de los bombardeos. Autor, Druidabruxux

Uno de los robos más macabros consistía en llevarse las lápidas mortuorias de los cementerios, convirtiéndolas después en mesitas para los cafés. Más de un cliente quedo estupefacto al pasar la mano distraídamente por el reverso de la mesa, palpando de seguido la leyenda del “tus hijos no te olvidan”. Y clamoroso fue también el caso de locales donde se vendían apetitosas liebres sabrosamente preparadas, y al parecer con disponibilidad inmediata. Tras levantar las sospechas de los agentes, la inspección concluía que lo que en realidad se vendía eran gatos… haciendo bueno el conocido refrán.

 

6. Evacuando los cuadros del Museo del Prado. Autor, M. Martín Vicente

Evacuando los cuadros del Museo del Prado. Autor, M. Martín Vicente

Anécdotas que no ocultaban, en realidad, lo durísimo de una situación laboral trágica, aquella en la que cada cual, y según sus posibilidades, no tenía más remedio que recurrir al mercado negro para subsistir. El trabajador, a menudo sin convenios ni fijación de salarios mínimos, tenía que superar la insuficiencia de sus ingresos trabajando horas extraordinarias, o bien practicando un frenético pluriempleo. La angustiosa situación provocaba que la familia entera tuviese que colaborar en su conjunto: la madre buscando algún jornal como asistenta; los más pequeños practicando el estraperlo en las estaciones, o comenzando a trabajar en unos comercios o industrias totalmente dispuestos a aprovecharse de la mano de obra infantil; y el padre apurando una jornada laboral hasta llegar al agotamiento absoluto, y en la que ni siquiera el tiempo para la comida era un alivio: ésta se despachaba en el patio de la factoría o en un descampado cercano a base de gachas, algún arenque y un boniato de postre. Y todo para abordar después la larga jornada vespertina hasta el momento del pitido final, hora para salir disparado y sin lavarse apenas (tampoco abundaba el jabón) en busca del tranvía que le llevaría al trabajo nocturno. De madrugada se producía el retorno cansino a un hogar en el que aguardaba, si acaso, otro plato de gachas o de lentejas, algún trozo de tocino rancio y otro boniato.

 

7. La Gran Vía madrileña, en la actualidad. Autor, MisterTe

La Gran Vía madrileña, en la actualidad. Autor, MisterTe

Claro que, lo que son las cosas, todavía podía estar esperándole una buena noticia en forma de botella de vino o un plato bien guisado. Esto solo ocurría si las tretas del mercado negro habían funcionado ese día para la madre o la hermana, principales agentes del merodeo clandestino. Y es que hubo que aguzar el ingenio, el admirable ingenio popular puesto a imaginar picardías que fueron la inspiración de uno de nuestros más brillantes géneros literarios: así surgieron las falsas embarazadas y los falsos jorobados que ocultaban el género en sus protuberancias. Así surgieron los chalecos con doble fondo, los petos con cámara llena de aceite que se acoplaba al torso. Las mujeres aparecían vestidas con miriñaques en cuyas oquedades (y hasta en la entrepierna) se colgaban lonchas de lomo y ristras de chorizos y longanizas. Y todo esto sin hablar de los trucos rozando lo sublime, como aquel cortejo fúnebre con un ataúd lleno hasta los bordes de pasta para sopa, o el más tierno del niño de pecho, y que en realidad se trataba de un odre lleno de aceite y envuelto en una toquilla…

 

8. Niños tomando su desayuno en el comedor social

Niños tomando su desayuno en el comedor social

Publicado el 1 comentario

Noviembre de 1938. Madrid y la lucha por la supervivencia durante la Guerra Civil (1ª Parte)

Noviembre de 1938. Madrid y la lucha por la supervivencia durante la Guerra Civil (1ª Parte)

En noviembre de 1938, mientras la batalla del Ebro llegaba a su fin, y se seguía luchando y se llegaba al cuerpo a cuerpo, a la bayoneta, los republicanos resistían con la desesperación de quien ha visto alejarse su última esperanza. Era el destino de aquellos que saben que la única probabilidad de salvación depende exclusivamente de uno mismo. Tras dos años de guerra, Madrid se había convertido en un espacio atormentado donde el hambre y la miseria campaban por sus fueros. Las mujeres se levantaban con la amanecida y recorrían quince o veinte kilómetros diarios, en demanda de algo que poder conseguir para los suyos y para ellas mismas. La mujer se rebeló como la gran heroína de guerra en la retaguardia, pues sobre ella recaía la pesada responsabilidad de una lucha cotidiana e incansable por los víveres.

 

2. Refugiados recibiendo el reparto de comida

Refugiados recibiendo el reparto de comida

Los viajes a los pueblos eran esperanza de hallar lo que en las ciudades se tornaba ya imposible. Por eso las gentes del campo se habían vuelto de un egoísmo feroz, sabedores de tener en la mano las llaves de la despensa. La necesidad avivaba el ingenio y creaba escondites y farsas para eludir la curiosidad, o aún los robos de alimento, como aquella familia campesina que, en trance de la matanza del cerdo, reuníase toda y se ponía a entonar cantos revolucionarios a pleno pulmón, buscando ahogar así entre voces los estridentes gritos del cochino. Mientras, a las gentes de la ciudad se les despertaba la vocación de horticultores. Patios, jardincillos y solares aparecían sembrados de hortalizas o de legumbres. Otros criaban gallinas y conejos en jaulas instaladas en galerías o en los huecos de la escalera.

 

3. Costureras en el Madrid de la guerra civil. Autor, Druidabruxux

Costureras en el Madrid de la guerra civil. Autor, Druidabruxux

4. Frente en la guerra civil. Autor, Xornalcerto

Frente en la guerra civil. Autor, Xornalcerto

Las palomas de plazas y jardines por todo Madrid hacía tiempo que habían desaparecido estofadas o a la vinagreta, víctimas de hambrientos cazadores furtivos. Los gatos, antes abundantes en cualquier tejado, se habían vuelto raros, no se sabe si víctimas de las privaciones o dados por liebre ante la necesidad. Y mientras, las familias hacían malabares para aprovechar cualquier resto orgánico que antes era destinado a basura: las mondas de naranja, limpias de la parte amarilla, se convertían en la sartén en un sucedáneo de las patatas fritas. Las hojas duras de las lechugas sustituían a las espinacas en los potajes de legumbres. Los cacahuetes se guisaban como garbanzos o se doraban en la sartén, mientras que la cáscara servía para hacer café, que caliente y edulcorado con miel consolaba a duras penas los estómagos vacíos. Tampoco las peladuras de patatas se desperdiciaban, y se buscaban con fruición para asarlas en un fuego que, a falta de carbón, se alimentaba con bolas de papel, ramas húmedas y hasta suelas de alpargata.

 

5. Día de mercado. Autor, Ávilas.es

Día de mercado. Autor, Ávilas.es

La creatividad se disparó en Madrid hasta el punto de hacer tortillas sin huevos, croquetas sin leche y chuletas sin carne. Las tortillas, por ejemplo, se cocinaban con una pasta compuesta de harina y cáscaras de naranja trituradas. Y las chuletas, mediante un puré espeso de algarrobas, rebozado con pan rallado y frito. Y mientras tanto hacíanse las trampas más inimaginables para exprimir las cartillas de racionamiento. Una estrategia típica era retener las de los difuntos o desaparecidos, lo que permitía tener un suplemento alimenticio mientras duraba el engaño. En Madrid se crearon comedores especiales para embarazadas, lo que provocaba los fraudes correspondientes, aunque muchas prefirieron la preñez a la inanición. También estaban los pillos, quienes por influencias disponían de innumerables cartillas de racionamiento que les permitían comer y además vender las latas de carne congelada, a precios que llegaron a las seiscientas pesetas. La persecución de los desalmados que se lucraban en el mercado negro era incesante, con imposición de multas o envíos a campos de trabajo. Pero todo resultaba inútil.

 

6. Barbero trabajando en plena calle. Autor, Druidabruxux

Barbero trabajando en plena calle. Autor, Druidabruxux

7. Pelando patatas. Autor, Druidabruxux

Pelando patatas. Autor, Druidabruxux

Las dificultades no solo abarcaban a las vituallas. El jabón era inencontrable; el cuero y los textiles comenzaron a escasear, y los zapatos, con rigor matemático, subieron a precios de escándalo y constituyeron en poco tiempo un lujo inalcanzable para el ciudadano de a pie. Truco cotidiano de los zapateros era exhibir en los escaparates modelos a precios asequibles que tentaban al comprador. Al ir a hacer efectiva la compra, sin embargo, resultaban ser de un número enano. Y, casualidades de la vida, el adecuado al cliente se disparaba a costes que nada tenían que ver con el ofertado en el escaparate. La Junta Reguladora del Comercio de Uso y Vestido decretó en Madrid, en junio de 1938, un control y distribución exhaustiva de los más necesarios artículos. Así, para una señora se admitía un máximo por semestre de seis pañuelos, cuatro pares de medias, dos bragas, dos camisas, dos camisetas y un par de zapatos (o tres pares de alpargatas, a elegir).

 

8. La pesadilla de los desplazados. 1938

La pesadilla de los desplazados. 1938

La normalidad no tenía más interrupciones que los cañoneos, los cuales solían producirse a la hora de salida de los espectáculos. El tráfico se suspendía, las gentes buscaban cobijo y cuando cesaba la caída de proyectiles se reemprendía la marcha con absoluta indiferencia. Después, ambulancias y furgones hacían la recogida de las víctimas. Y la vida seguía su curso. Frente a riesgos epidémicos se impuso obligatoriamente la vacunación contra el tifus; y contra la proliferación de parásitos fueron muchos los varones que se cortaron el pelo al rape, sobre todo niños. La llamaron la moda de “los pelaos” y hasta se organizó un concurso para premiar al más agraciado. Por cierto que las calles de Madrid se vieron ocupadas por puestos ambulantes atendidos muchas veces por niños de corta edad, chiquillos a quienes los avatares de la guerra había colocado en la premura de ayudar a sus padres, e incluso de ayudarse a ellos mismos. Se les veía vender juguetes de confección casera y aviones de papel, gritando con el desparpajo de los que los que han madurado en cuestión de meses: “¿Qué desea usted, camarada? ¿Una muñeca, un avión, un tanque…?»

 

9. De vuelta del mercado. Autor, Ávilas.es

De vuelta del mercado, en Ávila. Autor, Ávilas.es

10. Juegos infantiles. Ávila, 1936. Autor, Ávilas.es

Juegos infantiles. Ávila, 1936. Autor, Ávilas.es

Pero, en el mercadillo de las oportunidades, el lugar preferente era el ocupado por las mujeres dedicadas a la venta de sucedáneos del tabaco. La falta de tabaco hizo que los farmacéuticos liquidaran todas sus existencias de cigarrillos balsámicos, mientras las vendedoras de cigarrillos y puros recurrían a las más extraordinarias presentaciones para su consumo: unos estaban liados con hojas de lechuga secas, otros hechos con cascarilla de cacao, y muchos más con tomillo u hojas secas de roble. Extrañas mezclas vegetales eran vendidas como remedios infalibles para calmar el deseo de fumar, a menudo a base de anís, malvavisco y manzanilla, lo que contribuía a que en los locales cerrados se impregnase todo de un hedor insoportable. Afortunadamente, algunas canciones de guerra venían a paliar las ansias de éste y otros bienes perdidos. Canciones que en Madrid sonaban a gloria, y levantaban valientemente la moral en medio del duro trance de recibir una y otra vez las malas noticias del frente. Pero las letras lo desmentían todo, como puede apreciarse en la siguiente estrofa:

“Si me quieres escribir,
Ya sabes mi paradero.
En el frente de Madrid,
Primera línea de fuego”

O en esta otra:

“Los de Madrid somos la hostia,
Somos la madre que nos parió,
Los de Madrid somos más grandes,
Somos más grandes que el mismo Dios”.

 

Continuará…

 

11. Niños durmiendo en un refugio improvisado

Niños durmiendo en un refugio improvisado

Publicado el Deja un comentario

Serenos, aguadores y claveteras. Un paseo nostálgico por las calles y gentes de Madrid

Serenos, aguadores y claveteras. Un paseo nostálgico por las calles y gentes de Madrid

A principios del siglo XIX Madrid ofrecía un triste aspecto en comparación con la mayoría de las demás ciudades europeas: ningún alumbrado en las calles, sin agua y sin higiene, empedrado precario, escasos espacios verdes y demasiada inmundicia. Afortunadamente, los trabajos iniciados con la ocupación francesa y terminados con los reinados de María Cristina e Isabel, transformaron para siempre el rostro de la capital de España. Gracias a ellos se abrieron grandes avenidas, se instalaron farolas de gas, conductos de agua y alcantarillas, al tiempo que se remodelaron numerosos edificios y se edificaron monumentos públicos a lo largo y ancho de la ciudad (en algunos casos con bastante mal gusto, todo hay que decirlo). Las plazas públicas son limpias y las fuentes relucen en las encrucijadas. Se procede a la demolición de miles de casuchas y se transforman barrios enteros, como los de la Plaza de Oriente, Barquillo o la Puerta del Sol, mientras que otros ven por primera vez la luz del día: Recoletos, Salamanca, la Castellana, Chamberí…

2. Detalle del Paseo del Prado. Autor, Rubenvike

Detalle del Paseo del Prado. Autor: Rubenvike

1. El Madrid del XIX. Autor, Manuel Vicente

Azulejo representando una estampa madrileña de finales del XVIII. Autor: Manuel Vicente

Sin embargo, los paseantes dominicales están menos interesados en estas nuevas barriadas que en el garbeo tradicional por Alcalá, Puerta del Sol y, sobre todo, el Paseo del Prado. Éste último ha cambiado bastante desde principios de siglo. A lo largo de dos kilómetros está sombreado por hileras de árboles cuyas ramas se entrecruzan para formar una bóveda de frescor. Ya no se camina sobre el barro sino sobre suelo sólido y plano. Al Prado van a pasearse las damas elegantes vestidas a la francesa y con sombreros de plumas, seguras de encontrar allí su “galán”. Es además el lugar preferido de la multitud cuando acaba la siesta. Allí se reúnen aprovechando un carril reservado solo a los coches de caballos, que aparecen allí desde todos los puntos de la ciudad. A uno y otro lado de la calle se sientan los peatones, a distancia respetuosa, en bancos de piedra o en sillas de alquiler (ocho maravedíes), y contemplan maravillados el espectáculo que ofrecen los coches y aquella distinguida sociedad de altos vuelos. Como es de suponer, chicos y chicas aprovechan la ocasión para urdir discretas intrigas a golpe de miradas furtivas, abanicos y pañuelos.

3. Paseo de Recoletos, en Madrid. Finales del siglo XIX. Autor, MnGyver

Paseo de Recoletos, en Madrid. Finales del siglo XIX. Autor: MnGyver

Nadie se aburre en Madrid y es fácil extraviarse deambulando por sus calles, pues están numeradas por manzanas y a menudo se comunican por medio de pasajes difíciles de encontrar. Será el corregidor Vizcaíno el que tendrá la feliz idea de numerar las calles por casas. Cuando hace calor y el tiempo es seco, los regadores utilizan las bocas de riego dispuestas a intervalos en los bordes de las aceras, y por medio de mangueras elevan al aire unos chorros de agua de hasta veinte o treinta metros, para caer nuevamente al empedrado en forma de lluvia. En las vías donde no hay bocas circulan enormes barricas de agua con ruedas, tiradas por caballos, de las que salen mangas de riego que el empleado acciona de uno a otro lado para conseguir que el agua llegue a todas partes. A los transeúntes también se los riega.

4. Ambiente nocturno en la Puerta del Sol. Autor, Mallol

Ambiente nocturno en la Puerta del Sol. Autor: Mallol

Todavía no han nacido las churrerías y el famosísimo chocolate con churros, tomado muy temprano por los trabajadores urbanos, o bien con ocasión de tertulias, a la hora de la merienda (la famosa chocolatería de San Ginés situada junto a la Plaza del Sol no fue fundada sino hasta 1894). Pero no por ello escasean las oportunidades de entretenimiento para los peatones. Si se gusta de madrugar hay que ir temprano a la Puerta de Toledo, que acaba de ser construida. Por allí entra a Madrid desde todas direcciones el transportista, el mercader o el agricultor, que viene a la capital a vender los productos de su región. Una familia de extremeños va de casa en casa ofreciendo picantes y chorizos. Algo más lejos, dos valencianos conducen un carro lleno de esteras, mientras que un grupo de arrieros de La Mancha llevan una docena de yeguas, y en cada una, a lado y lado de la silla de montar, aparecen cuatro barricas de vino fresco y oloroso que venden como rosquillas.

5. Una gran ración de churros con chocolate. El desayuno perfecto de Madrid. Autor, Ellsea64

Una gran ración de churros con chocolate. El desayuno perfecto de Madrid. Autor: Ellsea64

1. La madrileña Plaza de Oriente. Autor, Doug

La madrileña plaza de Oriente. Autor: Rubenvike

La calle de Toledo parece una feria permanente con sus tiendas y cestos, sus albergues y tabernas, éstas últimas en número de ochocientas diez en Madrid. Es casi imposible cruzar y difícil avanzar debido a las carretas que descargan equipajes y viajeros, y cajas de género a la puerta de las posadas. De trecho en trecho aparecen hileras de mulas atadas unas a otras, encorvadas bajo el peso de los atados de paja. Basta el paso de un entierro para obstruir por completo la circulación. La gente se distrae mirando los cartelones de los comerciantes pintorescamente redactados: “Aquí arrancamos los dientes a gusto del cliente”, o bien este otro: “Aquí se venden hábitos completos para el difunto”.

6. Calle de Toledo, en Madrid. Autor, Miguel Díaz

Calle de Toledo, en Madrid. Autor: Miguel Díaz

En las calles de Madrid es donde se ejercen también los pequeños oficios. Hay aguadores reconocibles por sus grandes cántaros de barro color cera, provistos de un brillante aparato mecánico; por una moneda se tiene derecho a un vaso de agua y a un terrón de azúcar. Los libreros de viejo hacen su negocio en aparadores colocados en las aceras. No hace falta preguntarles por el contenido de los libros expuestos, pues a menudo no saben leer. Hay vendedores de pájaros con jaulas a las espaldas, donde cantan canarios y loros. Aquí, la vendedora de claveles, con su ramillete rojo dentro de un pequeño barrilete de madera lleno de agua. Allá la vendedora de billetes de lotería; más allá el vendedor de entradas para la corrida de toros y, naturalmente, en todas partes los limpiabotas.

7. Bella estampa de la Puerta de Alcalá. Autor, Claudiki

Bella estampa de la Puerta de Alcalá. Autor: Claudiki

Madrid 4

El castizo arte de tocar el organillo. Autor: M.Peinado

Toda esta gente trabaja de día, y con la llegada de la noche desaparecen en la sombra. Dos importantes personajes, por el contrario, no se manifiestan sino de noche: el pocero o limpiador de letrinas, y el sereno. A partir de medianoche los empleados de la empresa Sabatini empiezan su trabajo. Recorren la ciudad montados en coches especialmente acondicionados para bombear los excrementos; se detienen en cada pozo negro, lo vacían y cargan el fétido contenido, que volcarán en un vasto depósito común. En ocasiones los poceros circulan en el preciso momento en que los “elegantes” de Madrid vuelven a sus casas después de una noche de sarao, una cena o una sesión de teatro. Vayan en tílburi descubierto o a pie, los noctámbulos, embargados por la fetidez de la noche, no pueden evitar hacer gestos de asco y taparse la nariz.

8. La madrileña Puerta del Sol en 1857. Autor, Recuerdos de Pandora

La madrileña Puerta del Sol en 1857. Autor: Recuerdos de Pandora

El sereno es, en cambio, un personaje típicamente romántico, tan pagado de si mismo que llega a creerse el defensor armado de la seguridad del país. Cuando todo el mundo descansa se desprende de los brazos de esposa e hijos, se coloca su túnica negra, raída a causa de vientos y heladas, y toma su chuzo en el cual suspende un farol. Parte seguidamente y se sumerge en la noche, dueño de la calle. Descubre un portal mal cerrado e informa al propietario; apacigua una gresca de alborotadores en la puerta de una taberna; impide una agresión nocturna y acompaña a la víctima hasta su casa; ayuda en la captura de un ladrón. A veces permanece de pie, inmóvil, apoyado en su chuzo, con los ojos dirigidos hacia el cielo y la claridad de la luna, verdadera imagen quijotesca y medieval que guarda las calles madrileñas hasta que el alegre sonido de los pájaros anuncia la llegada de la aurora. Las campanas llaman a la primera misa y los devotos saltan de la cama. Es entonces cuando el sereno apaga su farol y, al igual que sus colegas, regresa a casa. Son “las cinco en punto”, anuncia. Madrid se despierta.

Plaza_Mayor_de_Madrid_06

Plaza Mayor de Madrid. Autor: Anónimo

Publicado el Deja un comentario

San Ildefonso y el palacio real de La Granja. El Pequeño Versalles del rey (2ª Parte)

San Ildefonso y el palacio real de La Granja. El Pequeño Versalles del rey (2ª Parte)

La vida cotidiana de los reyes en el palacio de La Granja era de lo más aburrida. El embajador especial de Francia ante Felipe, mariscal duque de Tessé, pasó en febrero de 1724 por San Ildefonso en medio de un paisaje cubierto por la nieve y la primera impresión que tuvo queda bien reflejada en las siguientes palabras: “es tal vez el más bárbaro y más incómodo lugar del mundo”. Mientras el carruaje avanzaba por los invernales bosques a través de un paisaje desolador, donde no se atisbaba ni un alma en varias leguas a la redonda, el mariscal podía observar sin embargo cómo varios cientos de ciervos vagaban tranquilamente por las cercanías del palacio.

2. La Granja en el lienzo. Autor, Jesuscm

                                                               La Granja en el lienzo. Autor, Jesuscm

En La Granja la corte se limitaba a un grupo de personas de las cuales la más importante era José, marqués de Grimaldo, que se había retirado con el rey y continuaba ocupándose de los asuntos públicos. A causa del total aislamiento se ofrecían pocas oportunidades de variar la rutina diaria de la corte. Por la mañana Felipe e Isabel asistían a misa en la capilla, y por las tardes o bien iban de caza o se alejaban un poco para visitar las iglesias y conventos de Segovia. Si hacía mal tiempo se quedaban en el interior de palacio y jugaban al billar. Las noches, algo más animadas, las dedicaban Sus Majestades a consultar con los confesores y a los negocios que fuese necesario tratar con Grimaldo.

3. Nieve y montañas de la sierra de Guadarrama. Autor, Miguel303xm

                                        Nieve y montañas de la sierra de Guadarrama. Autor, Miguel303xm

El embajador francés contaba ya con la edad de setenta y tres años, y acostumbrado a las excelencias de la corte vecina no estaba para muchos elogios mientras convivió con su anfitrión. Tessé estaba además seguro de una cosa: aparte del rey nadie se sentía del todo feliz en aquel lugar. “Todo el mundo está desesperado de haber de vivir en este desierto” llegó a escribir en una ocasión. Cuando el mariscal habló con los monarcas pudo ver por la expresión de la reina que ésta quería volver a la civilización, aunque quizás la frase más elocuente en este sentido fue la que oyó en boca del propio marqués de Grimaldo: “El rey no está muerto ni yo tampoco, y no tengo ganas de morirme”, añadiendo después en voz baja: “Nada más puedo deciros”.

4. Detalle de una de las salas interiores. Autor, Jaime Pérez

                                                 Detalle de una de las salas interiores. Autor, Jaime Pérez

Después de pasar cinco días en San Ildefonso, Tessé fue a visitar la corte en Madrid. Los sentimientos que se manifestaban en La Granja están de sobra confirmados en las cartas de la propia reina, Isabel de Farnesio, que en su correspondencia de 1724 se refiere al lugar como un “desierto”, “un desierto con ciervos y aburrimiento”, o bien utilizaba expresiones lapidatorias para expresar su desánimo: “no olvidéis a aquellos que viven en el desierto”. El uso de la palabra “desierto” no era en modo alguno exclusivo de sus sentimientos, ya que en Madrid era común referirse al retiro del rey como “aquel desierto”.

5. Espectacular estatua en una de las fuentes. Autor, Luis Miguel García

                                      Espectacular estatua en una de las fuentes. Autor, Luis Miguel García

Felipe, por supuesto, adoraba el palacio que había creado. Era, literalmente, la única residencia en toda España donde se sentía como en casa, y tras su abdicación a favor de su hijo Luis pasó a vivir allí permanentemente. El príncipe de Asturias tenía diecisiete años cuando subió al trono con el nombre de Luis I de España, y fue proclamado rey el 9 de febrero de 1724. El hecho de que además estuviese casado desde los quince años con Luisa Isabel de Orleans, llevada al altar con doce y con un carácter totalmente aniñado y extravagante, da una idea real acerca de en qué manos quedaban las riendas de la nación. A finales de marzo el rey hizo su primera visita de un par de días a San Ildefonso, donde paseó con su padre por los jardines y comentaron algunos de sus problemas más inmediatos. Pero en realidad, a Luis I le interesaban poco los asuntos nacionales y estaba más atraído por las francachelas que organizaba con sus amigos en la corte de Madrid.

6. Aspecto invernal del palacio. Autor, Toni Castillo

                                                       Aspecto invernal del palacio. Autor, Toni Castillo

Luis y su esposa visitaron nuevamente La Granja en verano de ese mismo año, y Felipe aprovechó la estancia para hablar seriamente con su nuera. Ahora Luisa tenía catorce años y se hacía insoportable para todos con su comportamiento imprevisible e indecoroso, lo que en la España ultracatólica del XVIII resultaba imperdonable. La muchacha se hizo muy conocida en la corte por su lenguaje obsceno y su conducta poco menos que disoluta. A menudo no llevaba ropa interior y se movía por los pasillos de palacio cubierta solo con un salto de cama muy ligero, que no dejaba nada para la imaginación. Un noble de la corte, el marqués de Santa Cruz, escribía que “tenemos todo el día un continuado sinsabor, y si no es para perder nuestras saludes no es otra cosa. (…) Este pobre rey ha sido bien desgraciado si esta señora no muda en un todo”.

7. El entorno de La Granja. Sierra de Guadarrama. Autor, Alejandro Valero

                                     El entorno de La Granja. Sierra de Guadarrama. Autor, Alejandro Valero

Luisa aceptó la reprimenda de su suegro y le prometió que cambiaría su conducta, pero al regresar a Madrid se comportó como siempre. Luis, desesperado, escribió a su padre que “no veo otro remedio que el encerrarla, porque el mismo caso hace de lo que le dijo el rey como si se tratara de un cochero”. Finalmente, el 4 de julio, el rey ordenó que fuera puesta bajo arresto en el Alcázar viendo que la conducta de la reina era “muy perjudicial a su salud y daña a su augusto carácter”. Permaneció aislada durante siete días y solo fue liberada cuando prometió solemnemente que se portaría bien a partir de entonces.

8. Palacio del Real Sitio de La Granja. Autor, Miguel303xm

                                                  Palacio del Real Sitio de La Granja. Autor, Miguel303xm

Y desde luego parece que cumplió con las expectativas, puesto que el 14 de agosto el rey Luis I enfermó de viruela repentinamente y tuvo que guardar cama. La viruela era por entonces una enfermedad temida y con una alta tasa de mortalidad, pero a pesar de ello Luisa se mantuvo junto a su marido cuidándole solícitamente y exponiéndose con ello a su contagio. De nada sirvieron sus desvelos. A finales de mes el rey contrajo una fiebre muy alta que le hacía delirar, redactó a duras penas un testamento nombrando a su padre heredero universal, y falleció finalmente en las primeras horas del 31 de agosto después de un breve reinado de siete meses y medio.

9. Tupido bosque en los jardines. Autor, MarkioM

                                                       Tupido bosque en los Jardines. Autor, MarkioM

Ese fue el fin del sueño de San Ildefonso para Felipe. A pesar de que renegaba del trono y llegó a decir aquello de “no quiero ir al infierno”, refiriéndose con ello a la corte de Madrid, no tuvo más remedio que retomar las riendas del poder y regresar a la vida política, cosa que sucedió con su reinstauración en el trono el 5 de septiembre de 1724. Pero no olvidó nunca su querido palacio de La Granja. A él regresó frecuentemente cuando los problemas de la corte le daban un respiro, y allí descansó definitivamente como fue su deseo, al fallecer en julio de 1746 y terminar su largo reinado de cuarenta y cinco años y tres días (el más largo de la historia de este país). Fue enterrado pocos días después en el palacio real de San Ildefonso, donde descansa dentro del mausoleo emplazado en la Sala de las reliquias junto a los restos de la que fue su segunda esposa, Isabel de Farnesio… a la que nunca le gustó el palacio en vida.

10. Estatua clásica en La Granja. Autor, Sammy Pompon

                                                   Estatua clásica junto a palacio. Autor, Sammy Pompon

Publicado el Deja un comentario

San Ildefonso y el palacio real de La Granja, el Pequeño Versalles del Rey (1ª parte)

San Ildefonso y el palacio real de La Granja, el Pequeño Versalles del Rey (1ª parte)

En la vertiente norte de la Sierra de Guadarrama, a 13 kilómetros de Segovia y a unos 80 de Madrid, se levanta en un marco de incomparable fastuosidad el que fuera símbolo central del reinado de Felipe V, el rey loco y primer Borbón que tuvo la nación española. Mañana se cumplen 290 años desde que los reyes de España estrenaran sus innumerables salas y habitaran por primera vez el complejo. Y todavía hoy, para los que visitan el Real Sitio de la Granja, su recorrido constituye toda una experiencia de lujo principesco pocas veces repetida en otros palacios de nuestra geografía, pues el estilo barroco, el enclave a los pies de la boscosa sierra de Guadarrama y el hecho de que el rey construyera sus jardines a semejanza de los de Versalles (hablaba a menudo de su “pequeño Versalles”) hicieron de esta residencia monárquica una de las más importantes de Europa por aquella época. El nombre de La Granja procede de la existencia real en el lugar de una humilde granja, propiedad de los monjes Jerónimos residentes en el cercano monasterio del Parral. Pero hoy su aspecto resulta de todo menos humilde y pueblerino, y de hecho, tras la construcción del edificio central y los espléndidos jardines a principios del siglo XVIII, pasaría a convertirse rápidamente en residencia veraniega oficial de los reyes de España hasta el desgraciado incendio del palacio, ocurrido en 1918, cuando se destruyeron las habitaciones ocupadas por Alfonso XIII y su familia.

2. Impresionante fachada principal del palacio. Autor, Katharsia

                                             Impresionante fachada principal del palacio. Autor, Katharsia

La historia de su construcción y primeros años está llena de avatares sorprendentes. Después de la guerra de Sucesión llegaron años pacíficos en los que Felipe V e Isabel pudieron dedicarse sin remilgos a su pasión favorita: la caza. Las visitas se repitieron varias veces, aunque parece que la primera de ellas fue en marzo de 1716. El suntuoso palacio de Felipe II en la cercana Valsaín se había incendiado en 1686 (todavía pueden verse sus memorables ruinas junto a las casas y corrales de la periferia), de modo que cuando Felipe V descubrió su emplazamiento dio instrucciones al principal arquitecto de Madrid, Teodoro Ardemáns, para que lo reconstruyera. Se llevó a cabo una mínima reconstrucción, aunque suficiente como para permitir que el rey y la reina pudiesen cazar por la zona cuando les viniese en gana.

3. Vista del palacio desde los jardines. Autor, Asteresp

                                                      Vista del palacio desde los jardines. Autor, Asteresp

Mientras tanto, en una de sus expediciones de caza el rey encontró casualmente un nuevo paraje, tan magnífico a sus ojos que le animó a pensar seriamente en una nueva residencia real. En marzo de 1720 compró dichas tierras al monasterio de Jerónimos, y poco después tomó las medidas oportunas para empezar a construirla. Para Felipe el futuro palacio real de La Granja sería su definitivo retiro espiritual, pues en aquella mente enferma ya se había concebido seriamente la idea de abdicar en favor de su hijo Luis, por entonces de apenas 13 años de edad. Así, durante los últimos meses de 1720 una numerosa cuadrilla de operarios comenzó a limpiar y preparar el espacio, mientras que la construcción del edificio se confiaba a Ardemáns, que dirigió y levantó la parte principal de la obra en un tiempo record (entre 1721 y 1723). Ardemáns edificó un palacio tradicional de cuatro torres modelado a imitación de un alcázar, y mientras duraron las obras Felipe e Isabel residieron a menudo en Valsaín, desde donde supervisaban todos los detalles de la construcción de La Granja mientras seguían cazando en los espléndidos bosques de la sierra circundante.

4. Espectáculo de agua en una de las fuentes del palacio. Autor, Druidabruxux

                                 Espectáculo de agua en una de las fuentes del palacio. Autor, Druidabruxux

En una de las visitas, Isabel comentaba la “beauté ravissante” del paisaje, “repleto de flores amarillas, violáceas, blancas y azules, y además de ésto muchos ciervos que nos aguardan”. Después de la muerte de Ardemáns, en 1726, los arquitectos romanos Procaccini y Subisati tomaron el relevo y modificaron sustancialmente el estilo del edificio, cambiando la distribución, dotándolo de nuevos patios y ampliando los jardines aledaños. La Granja acabó teniendo un estilo más europeo que español, y esto inevitablemente provocaba reacciones adversas por parte del pueblo, que preferían algo más familiar y acorde con el estado de las arcas públicas. Pero sea como fuere, el palacio se mantiene hoy en un admirable buen estado y es todo un ejemplo del barroco europeo más rampante y monumental. Se ha dicho de La Granja que “el núcleo era español, la composición francesa y las superficies italianas”. Y en contra de la opinión general no hubo intención alguna de imitar Versalles. Solo los jardines, cuidadosamente planificados por Felipe, eran una realización consciente de los recuerdos que guardaba Felipe sobre la que fue Joya arquitectónica de su abuelo, El Rey Sol, a unas pocas leguas al oeste de París.

5. Fuente de las Tres Gracias. Autor, Mackote_VK

                                                        Fuente de las Tres Gracias. Autor, Mackote_VK

El palacio y los edificios anexos, que dan al conjunto una forma de gran U, disponían de infinidad de salas lujosamente decoradas, dormitorios, salones de recepción, gabinetes, oratorios… Todo para mayor comodidad de los reyes y el resignado servicio que los acompañaba. Hoy las dependencias del Real Sitio de La Granja son visitadas asiduamente por el turista, que en su recorrido no se cansa de oír por los pasillos el sonoro repertorio de nombres con que se conocen cada una de las dependencias: Museo de los Tapices; Salón de Alabarderos; Pieza de Comer, Pieza de Vestir o Pieza de la Chimenea; Dormitorio de sus Majestades; Gabinete de la Reina; Tocador de la Reina; Antecámara de la Reina; Sala de Lacas; Gabinete de Espejos…

6. Jardines reales en invierno. Autor, Roberto Lazo

                                                       Jardines reales en invierno. Autor, Roberto Lazo

Pero la espléndida visión del Palacio real no sería completa sin sus 146 hectáreas de jardines, que en nada tienen que envidiar a su modelo parisino. Para su diseño se aprovecharon las pendientes naturales de las colinas que circundan el palacio, y no sólo para conseguir unos decorados insuperables, sino también como un inteligente medio para hacer brotar el agua de las 26 magníficas fuentes que lo componen. El procedimiento, en realidad muy sencillo, se basaba en la única ayuda de la gravedad y en un lago artificial llamado “El Mar”, construido en el emplazamiento más elevado del parque. Actualmente sólo algunas fuentes (la mayoría bellamente inspiradas en la mitología clásica) son puestas en funcionamiento cada día, aunque coincidiendo con jornadas señaladas se activa todo el conjunto en un auténtico espectáculo para los sentidos, que cada año atrae a miles de personas llegadas de todos los puntos del país.

7. Torres del palacio real de La Granja. Autor, Gabsiq

                                                      Torres del palacio real de La Granja. Autor, Gabsiq

Sin duda el palacio real de La Granja fue la primera gran contribución del monarca a la arquitectura real de la época, pero sin duda supuso una carga inoportuna para los tesoreros del gobierno, que en esta época estaban luchando para poder pagar las aplastantes deudas de guerra a que estaba sometida la nación. El rey y la reina comenzaron a vivir en La Granja a partir del 10 de septiembre de 1723, cuando el edificio aún no estaba finalizado, y varios meses antes de que Felipe V abdicara en favor de su hijo Luis, quien subió finalmente al trono con 16 años y adoptando el nombre de Luis I.

8. Detalle de la Fuente de La Fama. Autor, Druidabruxux

                                                   Detalle de la Fuente de La Fama. Autor, Druidabruxux

Publicado el 5 comentarios

Cofradías de ladrones y demás pícaros en la Sevilla del Siglo de Oro

Cofradías de ladrones y demás pícaros en la Sevilla del Siglo de Oro

Quien llegaba a Sevilla a mediados del siglo XVII, la joya anhelada del Guadalquivir, entraba en la patria común de honestos y de maleantes: “Madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y nadie la tiene” señala muy acertadamente una de las obras cumbre de la picaresca española, Guzmán de Alfarache. Era Sevilla quizás la ciudad más atractiva de España en los siglos XVI y XVII, animada y populosa como ninguna otra en media Europa, y el mayor lugar para forasteros gracias a su puerto fluvial y a su famosa Casa de Contratación de Indias, que regulaba y fomentaba el comercio con el Imperio en el Nuevo Mundo. Una salva de cañonazos saludaba a los galeones cargados de riquezas al hacer su entrada en la ciudad, mientras las calles, de aspecto impoluto y perfumadas, eran un constante ir y venir de gentes y carrozas conduciendo la flor y nata de la sociedad local. Sevilla era una ciudad afortunada y el esplendor personificado en construcciones entonces recientes como la casa de la Moneda, la alhóndiga o el magnífico paseo de Hércules, construido este último en lo que había sido antes un pantanal inmundo.

El río Guadalquivir y la ciudad de Sevilla. Manuel Barrón y Carrillo. Óleo sobre lienzo, 1854

                     El río Guadalquivir y la ciudad de Sevilla. Manuel Barrón y Carrillo. Óleo sobre lienzo, 1854

Pero el ambiente de lujo y magnificencia sevillanos también atraía, como es lógico, a lo más granado de la picaresca nacional: fugados de galeras; gitanas a la búsqueda de incautos para su buenaventura; aventureros; funcionarios corruptos; tahúres embaucadores; rameras asociadas a ladrones de medio pelo… las combinaciones eran infinitas y todo en un ambiente de disipación y vicio que convivía íntimamente con los lujos más ostentosos. La administración, por ejemplo, era un caos absoluto. Constituía el pan de cada día ver cómo el malandrín se salvaba de la horca por dinero, o de qué forma el funcionario se conchababa con el ladrón para desvalijar a los indianos ricos, recién llegados y necesitados de algún trámite. Todo se vendía, hasta los mismos Sacramentos y su administración. Y era sabido que en las cárceles de la Santa Hermandad solo se pudrían los más infelices, puesto que la vigilancia resultaba tan escasa que los presos entraban y salían de ella como si estuviesen en su casa. Algo así debió de pensar Cervantes cuando escribió en su Rinconete y Cortadillo:

“Era la ciudad merienda de negros… Ser honrado y ser necio venían a ser una misma cosa. Avergonzábame no de robar, sino de robar poco”.

Catedral de Sevilla. Autor, Hermann Luyken

                                                          Catedral de Sevilla. Autor: Hermann Luyken

En Sevilla el oficio de la picaresca estaba bien organizado. Podría hablarse sin temor a equivocación de verdaderas “cofradías de ladrones”, con su jerarquía de jefes y subalternos, y sus normas selladas bajo silencio y amenaza de pena capital. Toda esa rufianería tenía sus reuniones y encuentros en lugares fijos y de todos conocidos. Por supuesto, entre ellos estaban los bodegones y garitos de juego, pero también el Patio de los Naranjos, junto a la Giralda; el matadero; las murallas y riberas del Guadalquivir; la cárcel; los claustros de las iglesias y hasta las gradas de la catedral, esta última en gran estima por todas las clases de hampa. Los socios de las “cofradías de ladrones” se enorgullecían de pertenecer a tal hermandad, de las que existían varias dedicadas a todo tipo de encargos. Así, había asociaciones de tahúres para el juego; de “chulos” y rameras para la prostitución; de asesinos a sueldo o de simples ladrones, y cada una operando en barrios específicos donde buscaban clientela o ejercitaban el oficio sin poder salir de su zona asignada, so pena de altercados con la competencia.

Vista desde el antiguo Corral de los Naranjos, en Sevilla. Autor, Jose Luis Filpo Cabano

                       Vista desde el antiguo Corral de los Naranjos, en Sevilla. Autor: Jose Luis Filpo Cabano

Al igual que ocurría con las órdenes de caballería, no todo el mundo podía ser candidato para ingresar en una hermandad: para la “orden de germanía” era necesario tener nombre y experiencia en la cosa, algo así como haber servido por unos cuantos años en galeras o al menos poder demostrar que se había sufrido pena de azotes públicos. Una vez dentro existía toda una jerarquía que era necesario respetar. El primerizo, o “novicio”, constituía el escalafón más bajo, y allí era necesario permanecer al menos un año a falta de alcurnia en el hecho delictivo, o de recomendación. Por encima se encontraban los “cofrades mayores”, es decir, los oficiales y maestros expertos en el arte del maleante y que ocupaban distintos cargos según el oficio para el que estaban más cualificados: espadachines; ladrones o embaucadores; “avispones” o personal encargado de olfatear durante el día a quién o a qué se podía robar de noche (éstos se llevaban el 5% de las ganancias) y, por supuesto “los postas” al tanto de vigilar a la autoridad para evitar sorpresas desagradables durante el trabajo.

Picaruelos típicos en la España del siglo de Oro. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo. 1645-1655

         Picaruelos típicos en la España del siglo de Oro. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo. 1645-1655

Lugar de gran afluencia de matones y centro de trabajo para tahúres y otros golfos, los garitos de juego se constituían en verdaderos centros del hampa sevillana. Desde antiguo el ejército disfrutaba del privilegio de montar mesas de juego en los cuerpos de guardia, así que los garitos oficiales estuvieron casi siempre regentados por soldados lisiados en las batallas y a quienes se ofrecía este negocio para subsistir. Pero la madre del cordero se encontraba obviamente en los garitos clandestinos. Existía allí una verdadera “fauna” de la picaresca que empezaba por el “fullero”, el encargado de preparar la baraja marcada, más otras suplentes por si acaso se extraviaba alguna. Después venía el “rufián”, no menos importante, puesto que a su cargo estaba el hacerlas desaparecer cuando el juego había terminado. El “enganchador” gustaba de atraer a la timba a los incautos, para lo que andaba al acecho de víctimas por las zonas más concurridas de la ciudad, siendo su especialidad los indianos y forasteros ricos recién llegados. Todos ellos hacían valer sus acciones con la pistola o la espada, bien en propiedad o mediante encargos sucios a soldados y valientes de toda condición, que deseosos de ganarse unos cuartos también frecuentaban estos garitos en busca de negocio.

Reales Alcázares de Sevilla

                                           Jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. Autor: Maxim303

Pero el lugar de encuentro para la ralea más baja de toda Sevilla se hallaba, por descontado, en las mancebías o prostíbulos de la ciudad. De su importancia da cuenta el número de mujeres públicas existente por aquella época: en una carta de finales del XVI escrita por el racionero de la catedral al cardenal Niño de Guevara, aquel cita la friolera de 3000 rameras en Sevilla, lo que para una población estimada de 100.000 almas significaba una prostituta por cada 30 personas. Ni siquiera Madrid, aún siendo más populosa, igualaba a Sevilla en estos menesteres. Existía un aguacil especial encargado de velar por el orden de las mancebías, pero el caso es que, con aguacil o sin él, nadie honesto y en su sano juicio se atrevía nunca a poner los pies en semejantes antros. Esto constituía una razón de peso para hacer de los prostíbulos (y de los bodegones y tabernas que surgían a su alrededor) lugares excelentes para cerrar negocios a cubierto de indeseables. Por encima de todas las mancebías de Sevilla estaba sin lugar a dudas la del Arenal, próxima a los muelles del puerto del Guadalquivir. Allí se codeaban mendigos, forasteros, marineros, mercaderes, soldados y por supuesto los «alma mater» del lugar: la canalla del hampa local; los rufianes o “chulos” y finalmente sus rameras, que en el léxico marinero de entonces se denominaban “damas de todo rumbo y manejo”.

Torre del Oro y río Guadalquivir al anochecer. Autor, Enhy

                                               Torre del Oro y río Guadalquivir al anochecer. Autor: Enhy

Publicado el 6 comentarios

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Todos estamos acostumbrados a considerar el verano, la playa y las costas mediterráneas como la combinación perfecta para unas vacaciones de órdago… Pero cuesta imaginar que, en el pasado, esta imagen hoy tan familiar resultaba totalmente desconocida. El turismo de playa no comenzó en nuestro país sino hasta 1830 y difería enormemente del actual, tanto en lo que se refiere a volumen de turistas como a destinos, usos y costumbres establecidos. Podemos decir que sus peculiaridades partían de dos puntos básicos: en primer lugar se trataba de una actividad reservada exclusivamente a las clases pudientes. El turismo de masas solo se generalizó a lo largo del siglo XX cuando los sueldos y las jornadas laborales permitieron disponer de dinero y tiempo en grandes cantidades. Por otro lado, en sus comienzos la playa era considerada atractiva solo por sus supuestas propiedades medicinales, de modo que fueron las frías aguas del Atlántico y no el Mediterráneo (cálido y al parecer insalubre) donde se concentraron inicialmente los más elitistas focos del turismo nacional e internacional. Lanneau Rolland, en su guía editada en 1864 sobre nuestro país, cuenta que: “Ante Alicante, la mar tiene poco fondo. Las aguas del Mediterráneo en este punto son viscosas, fétidas y de baños imposibles”. No sabemos si ésta era también la idea de los españoles, pero si se sabe que aunque existían por aquel tiempo baños en Arenys de mar, Barcelona, Valencia o Málaga, muchos entendidos (como fue el caso de Richard Ford, autor del famoso manual de viajeros por España de 1844) descartaban el Mediterráneo y el verano para los baños “por las altas temperaturas que se daban en aquellas costas, que hacían insalubre dicha actividad”.

Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor, Sfgamchick

                                                    Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor: Sfgamchick

Aunque ya hubo referentes en la Inglaterra del siglo XVIII, fue en el XIX cuando se consolidó la idea de que el mar podía ser un antídoto a las agresiones de la civilización. La medicina entonces en boga argumentaba que el mar fortalecía los cuerpos y era bueno contra la melancolía y las ansiedades de las clases dominantes. En la francesa Dieppe se construyó una estación balnearia abierta al mar durante la primera mitad del siglo XIX, y dentro de la ciudad un hotel de baños de mar calientes, todo ello muy lujoso y asiduamente visitado por personajes tan sonados como la mismísima esposa del Delfín de Francia (se sabe que esta buena mujer tenía la costumbre de zambullirse en las olas acompañada de dos bañeros uniformados y de un médico inspector de baños). Fue también por aquella época cuando San Sebastián comenzó a darse cuenta de las posibilidades de su emplazamiento: desde el 26 de julio hasta el 15 de agosto de 1830 fueron a pasar allí parte de su temporada estival el Infante Francisco de Paula Antonio, hermano de Fernando VII, su esposa (hermana de la Reina María Cristina), sus 6 hijos y un séquito regio de 24 personas.

Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                              Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor: Biblioteca Nacional de España

Sin ninguna duda, los “baños de mar” decimonónicos tuvieron en Santander, y sobre todo en San Sebastián, sus principales hitos de categoría “cinco estrellas”. En la capital donostiarra el éxito de los baños fue nacional e internacional. Ya existía cerca de “La Bella Easo” un turismo de termalismo antes del “Boom”, y Francisco de Paula Madrazo, quien en 1849 publicó su conocida obra «Una expedición a Guipúzcoa en el verano de 1848», nos refiere algunos lugares guipuzcoanos que por entonces empezaban a ser frecuentados, como Baños Viejos de Arechavaleta, Santa Águeda de Mondragón o Cestona. También cita en su trabajo a las villas costeras de Deva y San Sebastián, relativamente próximas a dichos centros termales. Posteriormente y tras la destrucción de las murallas que cercaban el casco antiguo en 1863, la ciudad comenzó a crecer por todas partes surgiendo barrios residenciales e industrias más o menos relacionadas con la actividad balnearia: vidrio, chocolate, cerveza o sombreros. Este hecho, unido a las nuevas infraestructuras de avenidas; los alcantarillados; parques o jardines; el encauzamiento del Urumea o la ampliación del tendido eléctrico evidenciaban la repercusión que esta ciudad del Cantábrico comenzaba a tener entre las clases pudientes de medio mundo. También fue decisiva la inauguración de la línea del ferrocarril del Norte, en 1864, lo que permitió la llegada de una importante masa de visitantes de Madrid y otras zonas del interior peninsular.

Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor, Krista

                                         Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor: Krista

La ciudad de San Sebastián tuvo en la vecina Biarritz un modelo a seguir. Biarritz cuadruplica su población de 1826 a 1872, y la presencia allí de personalidades de alcurnia (como Napoleón III y la Emperatriz Victoria Eugenia de Montijo, que veranearon ininterrumpidamente en Villa Eugénie desde 1864 hasta 1878), daban cuenta del alto standing alcanzado en pocos años por la población vecina. En 1869 aparece “la Perla del Océano”, el primer establecimiento donostiarra de baños con una concesión del Estado, al cual sucede “La Nueva Perla” en 1908. Finalizando el siglo XIX se acometieron colosales obras en el monte Urgull y el Igueldo, que se convirtieron en deliciosos lugares de paseo y recreo para la colonia turística. Por otro lado, y con el fin de dar más brillo a la actividad veraniega, se proyectó también la construcción de un casino (obviamente, ya existía uno en Biarritz). En 1880 es lanzado el proyecto y solo dos años más tarde, en 1882, se inaugura el edificio de lujo con gran éxito desde el primer día de apertura.

San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor: Biblioteca Nacional de España

San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor, Aerismaud

                              San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor: Aerismaud

Claro que, al contrario de lo que ocurría con el resto de ciudades-balneario europeas, faltaba todavía en San Sebastián una importante oferta hotelera. Se echaban especialmente de menos las llamadas fincas de especulación, es decir, casas en barrios de lujo alquiladas a familias de acaudalados y a precios exorbitantes, que se alojaban allí aislados de trato y roce con el resto de la población. El sistema de alojamiento fue en sus comienzos muy dispar e iba desde el socorrido alquiler de habitaciones y las casas de pupilaje (domicilios donde se recibían huéspedes que hacían vida en común con la familia propietaria) hasta fondas, paradores y algún que otro hotel de dudosa catadura. Más tarde se crean barrios residenciales de alto standing y el número y categoría de los hoteles crece sin parar: 3 en 1884; 15 en 1916; 31 en 1936… El más espectacular de todos ellos fue sin duda el María Cristina, aunque no abrió sus puertas hasta 1912.

Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor, Carmen A. Suarez

                                        Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor: Carmen A. Suarez

Aparte de las actividades balnearias, no pasa mucho tiempo sin que se imponga en San Sebastián la idea de que hay que divertir a la colonia extranjera. Y se hace en torno a 3 ejes: el baño; el casino y el programa de fiestas. Se alarga la temporada de verano del 24 de julio al 27 de septiembre, intentando fomentar la de invierno “porque es inverosímil que Biarritz la tenga y San Sebastián no”. Sin embargo, nunca se consiguió este último objetivo. En cambio, durante los dos meses veraniegos se prodigan actos y atracciones a todas horas, entre los que destacan por su vistosidad y éxito multitudinario los conciertos de calle. La Banda Municipal toca cada noche a las 21h en el quiosco de la Alameda del Boulevard, construido por el famoso ingeniero Eiffel; los jueves, domingos y festivos se organizan más en el mismo sitio y a las 12 del mediodía; y en el Gran Casino, esta vez a las 5 de la tarde, la Sociedad de Conciertos ameniza igualmente al respetable con su propio repertorio. Luego estaban los fuegos artificiales, los cotillones, las consabidas corridas de toros (en San Sebastián se presumía de tener la mejor plaza de toros del mundo con vistas al mar) y la iluminación nocturna de los montes Igueldo y Urgull, que en el escenario natural de La Concha producía unos efectos espectaculares. Para el turista de a pie habían cucañas acuáticas, batallas de flores, batallas navales y otros concursos de variada tipología; para los acaudalados, cacerías de patos y 5 o 6 días de regatas; y para todos ellos, festivales, ferias y romerías populares a cual más atractiva. Cada balneario intenta innovar antes que los demás y copiar las actividades que resultaban de más éxito entre los visitantes. Por otro lado, en 1916 se abre el hipódromo; en los años 20 el circuito de automóviles de Lasarte, y en los 30 varios campos de golf y de tenis, fomentando de esta forma un turismo de élite por encima del de masas, cada vez más en boga en otros puntos del litoral.

Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor, Gipuzkoakultura

                                Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor: Gipuzkoakultura

Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor, Julio Codesal

                          Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor: Julio Codesal

Evidentemente, el papel de la realeza fue primordial para el éxito de San Sebastián. Tras la visita del Infante Don Francisco de Paula Antonio, primero en 1830 y luego en 1833, la misma Isabel II visitó la ciudad en 1845 afectada por un problema de piel. A partir de ese momento diferentes miembros de la realeza se acercarían a esta localidad a tomar los baños. Incluso la reina María Cristina, asidua veraneante desde 1887, decidió construir su propio palacio en la bahía de La Concha. No fue raro por tanto que desde 1887 la ciudad pasara a ser lugar habitual de veraneo de la Familia de Alfonso XIII y su corte. Y con ella, por supuesto, de la aristocracia, de los políticos, la prensa y el mundillo social más elitista de nuestro país (aunque solo lo pretendiesen)… Pero de eso, y de cómo eran las costumbres playeras en la encorchetada sociedad de entonces, comentaremos largo y tendido en un próximo capítulo veraniego.

Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                         Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Publicado el Deja un comentario

El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (2ª Parte)

El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (2ª Parte)

Las frondas del Manzanares eran lugares peligrosos para la virtud de las jóvenes que acudían allí, atraídas por el grato ambiente y la ocasión propicia de aquella noche de verano, animada y alegre por una tradición ancestral. La afluencia de los dos sexos en aquel lugar producía desde vulgares aventuras de tapados y tapadas dispuestos a destaparse, hasta los tiernos idilios, donde el amoroso ardor de los galanes, la dulce debilidad de las damas y el misterio nocturno, hacían verdaderos estragos. Un romance de Vargas describía acertadamente este ambiente en los siguientes versos:

Tapadas y sin tapar
Andaban por el sotillo
En la noche de San Juan
Por las riberas del río;
Niñas cual blancas palomas,
Que huyen del halcón maligno,
Deseando que el halcón
Estrechara más el sitio.

El Baile de San Antonio de la Florida. Obra de Francisco de Goya (1746-1828)

                               El Baile de San Antonio de la Florida. Obra de Francisco de Goya (1746-1828)

Como es de suponer, la licencia que aquella fiesta autorizaba fue ocasión de escándalos, pendencias, robos y homicidios. De hecho, esa fecha fue una de las más sonadas en las efemérides de la criminalidad madrileña, hasta el punto que el poder público hubo de intervenir en más de una ocasión: el 23 de junio de 1642, se ordenó por pregón general “que nadie bajase al río bajo pena de 300 ducados y vergüenza pública, para evitar las desgracias que suelen suceder en la noche de San Juan”. Y era bueno que la autoridad tomase cartas en el asunto, puesto que desde la noche de San Juan hasta la de San Pedro, una semana más tarde, la fiesta seguía casi sin interrupción para deleite de jóvenes y pesar de padres, madres y sujetavelas:

Entre la espesa arboleda,
A esta cojo y a esta pillo,
En la noche de San Pedro
Anda el diablo divertido.

El Palacio Real de Madrid al anochecer. Autor, Fernando López

                                          El Palacio Real de Madrid al anochecer. Autor: Fernando López

La mañana del 24, festividad de San Juan, desde antes de rayar el alba acudía la muchedumbre a orillas del río Manzanares (aunque también tenía gran repercusión el Prado de San Jerónimo). Era de rigor lucir en aquella mañana todas las galas disponibles: ellas, sombreros y mantellinas con plumas, joyas, puntillas y sayas de ricas telas; ellos, su ropa de más fino paño, sombreros de fieltro sujetos con rosas de diamantes, o al menos con plumas de colores, y cadenas de oro. Ambiente indicado, en fin, para encontrar la pareja adecuada, aunque para algunos la cosa ya venía trabajándose con dedicación desde varios días antes: concretamente desde el 13 de junio, fiesta de San Juan de Padua y jornada por excelencia para encontrar novio. Era bien conocida, por ejemplo, la costumbre oficial de tirar un garbanzo al ombligo del santo, y de tal manera que si la solterona acertaba conseguiría novio en ese año. Es difícil saber la efectividad de este método, y no hay constancia de que funcionase realmente.

Escena festiva a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1788

                           Escena festiva a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1788

Las damas más elegantes paseaban en coche por las alamedas del río, mientras sus galanes iban subidos en los estribos del carruaje o a caballo. Los prados florecían de festivos corrillos al son alegre de las guitarras, mientras las mujeres bailaban sin descanso cien y una danzas picarescas, tan al gusto de aquel tiempo. En otros grupos la actividad era más funcional, y consistía básicamente en atiborrarse con las abundantes vituallas que se traían para el almuerzo: lonchas de jamón, bizcochos y abundante vino sobre todo. Las muchachas tejían coronas de rosas y claveles, que ponían en sus cabezas, y después del canto y del baile regresaban a Madrid en alegres bandadas, para llegar a sus hogares cuando el sol se ponía ya sobre el horizonte. Mientras tanto, ellos cortaban matas, ramas y cañas verdes con los que engalanaban las rejas y los umbrales de sus novias, formando en los huecos de puertas y ventanas lo que se denominó “la enramada”. Al adorno añadían diversas serenatas amorosas, ejemplos de garbo popular y de las cuales existían a miles:

Asómate a esa ventana
cara de sol te veré
y con la luz de tus ojos
un cigarro encenderé.
De tu puerta me despido
de tus cerrojos y llaves
y de ti no me despido
porque a la puerta no sales.

El parque del Retiro en Madrid. Autor, Jim Anzalone

                                                    El parque del Retiro en Madrid. Autor: Jim Anzalone

En estos menesteres del galanteo más castizo, los enamorados contrataban músicos que los acompañaban para cantar o simplemente tocar «piezas» cerca de la ventana de sus prometidas. Si una muchacha tenía más de un pretendiente y estos coincidían para rondarla, la serenata pasaba a convertirse en “coplas de pique y repique”, es decir, canciones alusivas a amoríos, cualidades, destrezas, defectos… que cada uno de los mozos cantaba para desprestigiar a su contrincante o enaltecerse delante de la afortunada. No era raro que tales encuentros fuesen calentando poco a poco el ambiente, y que el festival músico-amoroso bajo el balcón terminase como el rosario de la Aurora.

La noche y la jornada oficial de San Juan, como no podía ser de otra manera, eran propicias para los amigos de lo ajeno, así como para riñas, golpes y tumultos animados por el vino y el espíritu pendenciero de la época. Pero en conjunto, puede decirse que el inicio del verano madrileño ofrecía una amalgama de esparcimiento popular de lo más variopinta: estímulos para la alegría; acicates y retos del amor; amenaza para las bolsas; escollos peligrosos de la honestidad; ocasión incomparable para los pescadores en río revuelto y, en definitiva, motivo general de jolgorio y regocijo para todos los madrileños.

La merienda a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1776

                            La merienda a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1776

Publicado el 2 comentarios

El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (1ª Parte)

Celebrar la fiesta de San Juan Bautista, el 24 de junio, era en España una costumbre antiquísima, pues ya los moros festejaban aquel día con luminarias, juegos de cañas y otros esparcimientos parecidos. En muchas casas del Madrid del siglo XVII, se preparaban la víspera de aquel santo grandes y costosos altares. Detrás de ellos había músicos, que tocaban y cantaban, y se invitaba a esta fiesta a las personas amigas agasajándolas con dulces, sorbetes y aguas de guinda o limón.

A las doce terminaba el concierto, y las jóvenes solteras se apresuraban a salir a su balcón o reja, preguntando en aquel preciso momento: “Señor San Juan, ¿me casaré bien y presto?” Los mozos alegres, que rondaban las calles cantando picarescas seguidillas, acompañados por la guitarra, solían responder a las preguntonas en lugar del santo, con palabras tales como: “Aún no es tiempo. Mañana será otro día” u otras cosas análogas, si no más fuertes.

La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

                                                La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

Las muchachas que tenían gancho con el elemento masculino y podían elegir, cambiaban de novio por San Juan. Pero no todas disfrutaban tal suerte. Con frecuencia, las doncellas se ponían a medianoche en las rejas o en los balcones de sus casas, con el cabello suelto y el pie izquierdo dentro de una palangana llena de agua, para averiguar si habían de casarse o no. En caso de que alguno al pasar dijese un nombre, le daban una cinta para poderle reconocer a la siguiente mañana; y si, casualmente, se topaban en la calle con el que había recibido tal señal, era elegido unilateralmente como futuro marido y se le otorgaban los más obsequiosos honores, puesto que había sido decisión del santo.

Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor, M. Peinado

                                                  Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor: M. Peinado

Otras jóvenes sacaban a medianoche a los patios de sus viviendas calderos llenos de agua, con la convicción de que en ella verían retratada la imagen de sus futuros esposos. Algunas muchachas en estado de merecer, ponían un huevo fresco de gallina negra en un vaso lleno de agua; y de ciertas señales que creían ver a la mañana siguiente, deducían si su destino les iba a otorgar o no amores felices y boda. Y es que para el casamiento todo valía, como podemos leer en las conocidísimas Bodas de Camacho de Don Miguel de Cervantes. Basilio, enamorado desde la infancia de Quiteria, quiere evitar la boda entre ésta y el rico Camacho, y para ello finge suicidarse clavándose una daga en el pecho. Entonces ruega a su amada que consienta casarse con él antes de morir, y ésta, conmovida por la escena, accede. El astuto Basilio, así como recibe la bendición, se levanta con ligereza ante el asombro de todos y da por terminado el engaño, mientras Don Quijote sentencia la unión: “el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia”.

Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

               Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

La noche del 23, que llamaban víspera de San Juan el Verde, había en toda la nación gran tumulto y regocijo. Todo el mundo se desplazaba hacia apartados paseos para disfrutar de los encantos de la noche estival, como muy acertadamente contaba Don Quiñones de Benavente en su entremés “Las Dueñas”:

¿Qué sabandija se queda
La víspera de San Juan
Sin ir al río, si hay río
Y sin ir al mar, si hay mar?

Los grupos de amigos, como ahora, encendían hogueras en las alturas, resonaban por todas partes gritos de júbilo, y en ciudades, campos y aldeas la gente moza se entregaba a la diversión en grupos bulliciosos, cantando, bailando o simplemente retozando. Era noche de libertad general, en que todo estaba permitido; noche de alegría, de amor y de aventura, por la cual suspiraba la juventud desde muchos meses antes; noche sagrada y embrujada, de ilusión y misterio para todo aquel que ansiase encontrarlo.

Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor, Trioptikmal

                                          Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor: Trioptikmal

Aún las jóvenes más honestas, las que solo iban a misa los domingos y a las fiestas religiosas más sonadas, salían durante la noche de San Juan con motivo o pretexto fingido de visitar los altares. Así lo expresaba con segundas Ruíz de Alarcón en su obra “Las paredes oyen”:

¿Y estar quieres encerrada
Noche en que el uso permite
Que los altares visite
La doncella más honrada?

En Madrid se festejaba la verbena de San Juan con excursiones nocturnas a la vega del Manzanares, y a las que asistió alguna vez el propio monarca Felipe IV. También se celebraba la víspera de esta festividad con cenas en el Prado. En uno y otro lugar hacía uso de carruaje quien podía. Y como el uso del coche era la pasión femenina de la época, ningún galán medianamente rumboso y que quisiera hacer méritos con su dama, podía dejar de costearle tal vehículo para aquel día, a la vez que una merendona. El coste, como puede suponerse, suponía un verdadero quebranto para los enamorados menos pudientes. Pero ya se decía entonces que: “Más vale viejo con plata que joven con alpargatas”. Y entre coches, coqueteos y persecuciones galantes, bullían frases alusivas como:

¡Oh, noche de San Juan, alegre noche
En que anda desvelado todo coche!
¡Oh noche de San Juan, alegre y fresca
Que en el río das caza más que pesca!

A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo

                                 A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo