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La Mancha trashumante. Hacia las dehesas del Sur (2ª Parte)

La Mancha trashumante. Hacia las dehesas del Sur (2ª Parte)

Durante la marcha del ganado por los campos interminables de La Mancha, se hacía necesario marcar el paso de las ovejas para evitar que el grupo se rompiese. Este cometido era responsabilidad del compañero, o mansero. Su papel consistía en retardar la marcha de las ovejas más veloces y acompasarlas a la marcha de las lentas, en su mayoría preñadas. Existía todo un vocabulario pastoril para estos animales según su velocidad punta: a las ligeras se les denominaba punteras, mientras que las últimas y más remolonas del grupo eran las zagueras, que a su vez se clasificaban en preñadas, enfermas o “recacheras” según la causa de la tardanza. Las “recacheras” eran lentas por definición, y evitaban el estrés del camino casi como una cuestión de principios.

Abrevadero para el ganado. Autor, Manuel Hernández Ritore

                                              Abrevadero para el ganado. Autor: Manuel Hernández Ritore

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                                                           Ovejas y Campos de Castilla. Autor: Juanri.naf

A los lados del rebaño se situaban los “sobraos” y al final el zagal, un equipo bien avenido que en conjunto recibía el nombre de arreadores, puesto que su misión consistía en azuzar el ganado para evitar que las ovejas se desbandasen por los sembrados o, peor aún, terminasen lanzándose de cabeza a algún precipicio. Tras las ovejas venía el ayudador o yegüero, encargado de las caballerías, mientras que el rabadán o jefe del rebaño se adelantaba continuamente a sus compañeros para realizar encargos en los pueblos y aldeas próximos: comprar vituallas, cordajes, reponer utensilios rotos o encontrar el terreno idóneo para pasar la noche. Claro que, debido a su papel de coordinador general, sus competencias tomaban a veces los rumbos más pintorescos. Cuando atravesaban determinadas fincas en La Mancha no era raro que los guardas jurados saliesen al paso de la cabaña para acompañarla hasta el límite de su jurisdicción. A fin de que todo quedase “en orden”, el rabadán les daba una «contenta» para que hiciesen la vista gorda si las ovejas se salían del camino, por lo que era imprescindible reservar en estos casos una abundante provisión de calderilla.

La llanura manchega. Autor, Dsevilla

                                                                La llanura manchega. Autor: Dsevilla

Cuando el rebaño atravesaba los pueblos la atención de los pastores debía agudizarse al máximo. Ya hemos hablado en otra ocasión cómo las ovejas desaparecían misteriosamente tras una puerta abierta, pero éste era solo uno de los muchos trucos que se utilizaban en esos menesteres. Al paso de determinadas zonas, por ejemplo, los locales hacían hoyos profundos en el terreno que luego tapaban con ramas y hierba fresca. No era raro que algún animal, al atisbo de tan delicados manjares, resolviese dar unos pasos hasta allí y caer en la trampa. Si el pastor no andaba vigilante la oveja quedaba inmóvil dentro del agujero y sus captores solo tenían que pasar por el lugar más tarde para recoger el premio. Claro que tampoco los pastores eran santos. En años de escasez de hierba el rabadán hacía entrar a las ovejas al amparo de la noche dentro de los cultivos limítrofes, lo que producía considerables daños. Era necesario por tanto actuar con mucha precaución, y una vez ahítos de comida y para evitar ser sorprendidos, ganado y pastores salían “a orza” del lugar antes que amaneciese, lo que en el argot pastoril viene a significar “salir pitando” o “salir a escape”.

Ganado atravesando una población. Autor, Kupka_A

                                                      Ganado atravesando una población. Autor: Kupka_A

Pastor arreando al ganado. Autor, Gárgoris

                                                           Pastor arreando al ganado. Autor: Gárgoris

En los pasos montanos, como los existentes camino de Ruidera y también en la sierra de Alhambra, había que estar ojo avizor para no toparse con los numerosos bandoleros y ladrones que frecuentaban la zona, por lo que los pastores solían esconder las monedas cosiéndolas en los aparejos de la yegua o en los collares de los cencerros, evitando así perder lo poco que atesoraban. Estas argucias, sin embargo, no sirvieron de nada durante los años de la contienda civil (1936-1939), cuando eran frecuentes los expolios y requisamientos de ganado para abastecer a los ejércitos beligerantes.

La laguna del Rey y Ruidera, paso de una cañada real. Autor, M, Peinado

                                    La laguna del Rey y Ruidera, paso de una cañada real. Autor: M. Peinado

No existían ríos muy caudalosos en la cañada Conquense a su paso por La Mancha. Sin embargo en los límites entre Cuenca y Teruel era necesario atravesar el Alto Tajo, lo que significaba una jornada de tensión tanto para ganado como para pastores. El paso se efectuaba por vados, es decir, directamente a través de la corriente. Primero iban los pastores con sus mansos y caballerías, y detrás todas las ovejas, para lo cual se colocaban dos pastores obligando al ganado a cruzar en una larga hilera. Así, acordonados, los animales pasaban hasta la orilla opuesta con el agua a la altura de los lomos. Antiguamente era obligado pagar el llamado pontazgo al atravesar algún puente importante, lo que daba lugar a todo tipo de tretas para reducir en lo posible el importe de la tasa: en una de ellas se colocaba al zagal más pequeño encima de la yegua y bien tapado, como si fuera un montón de ropa. Los pastores cruzaban entonces mientras le arreaban fuertes golpes con el cayado, al tiempo que decían: “es ropa sucia, no paga”. El pobre chico, aunque dolorido, pasaba el mal trago quieto como un muerto y sin rechistar.

Problemas con el rebaño. Autor, Evarujo

                                                               Problemas con el rebaño. Autor: Evarujo

Paraje del Alto Tajo. Autor, Druidabruxux

                                                               Paraje del Alto Tajo. Autor: Druidabruxux

Las distancias recorridas cada día por el ganado variaban mucho en función de los pastos y de la estación. Cuando el pasto era escaso se avanzaba rápido, a razón de 25 o 30 km cada día, mientras que con hierba abundante las ovejas se entretenían a menudo para reponer fuerzas, y en esos casos la marcha no pasaba de 10 km al día. Por otro lado, en otoño y camino de las dehesas del valle de Alcudia abundaban las hembras preñadas que retardaban el paso de todo el grupo, mientras que al volver de primavera, las ovejas ya habían parido y estaban recién trasquiladas, lo que favorecía una marcha más ágil que coincidía además con el añorado regreso a casa.

Paisaje de dehesas al atardecer. Autor, ChicuCris

                                                       Paisaje de dehesas al atardecer. Autor: ChicuCris

El camino, en cualquier caso, iba alargándose cada día hasta el anochecer, cuando el rebaño se preparaba para la dormida en el punto que hubiese elegido previamente su rabadán. Ésta tenía lugar dentro de zonas conocidas de antemano, aunque podía variar en función del pasto existente y de la climatología. El rabadán escogía lugares resguardados, a cierta distancia de los pueblos y donde no hubiera siembras, viñas o árboles que pudiesen suponer riesgos innecesarios. De lo contrario los daños ocasionados podían llegar a ser muy cuantiosos, ocasionando como mínimo un mal despertar a los pastores. A veces se “echaba la noche” dentro de algunas fincas para que el ganado las abonara convenientemente, y a cambio los dueños, agradecidos, invitaban a la cena de todo el grupo. Si las condiciones meteorológicas eran adversas podían resguardarse en chozos construidos con piedra y techumbre de paja (frecuentes en Tomelloso y otras partes de La Mancha), pero por lo común, tras una charla sobre el estado del tiempo o las previsiones del día siguiente, los pastores se echaban a dormir al raso, tapados con un par de mantas y el hato por almohada. Antes de dormir, y con cierta ironía cargada de añoranza, no era raro echarse unas risas y cruzar comentarios sobre lo exiguo de cama y compañía: “La cama por corta y estrecha jamás pecó”.

Refugio de pastor en la paramera. Autor, Jacilluch

                                                      Refugio de pastor en la paramera. Autor: Jacilluch

Noche de pastores en el chozo. Autor, Angelvi

                                                          Noche de pastores en el chozo. Autor: Angelvi

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Ciudad Real, años Cincuenta. Tertulias y anécdotas alrededor de un botijo

Ciudad Real, años Cincuenta. Tertulias y anécdotas alrededor de un botijo

El próximo 7 de junio y durante 3 días se llevará a cabo en la plaza Mayor de Ciudad Real el popular Mercado “Años 50” con el objetivo de revivir en la mente de todos una época única, cargada de connotaciones nostálgicas. Actores, artesanos y visitantes habrán de unir esfuerzos para recrear no sólo los oficios, sino también el vocabulario y los usos de una década que muchos de nosotros no conocemos más que en los libros o el cine, pero que sin duda nos resulta totalmente familiar… Sin ir más lejos ¿Quién no tiene en casa el típico botijo del abuelo decorando la estantería del comedor?

Plaza Mayor de Ciudad real. Autor, Kyezitri

                                                           Plaza Mayor de Ciudad Real. Autor: Kyezitri

Mujer bebiendo de botijo. William-Adolphe Bouguereau. Óleo sobre lienzo. 1886

                              Mujer bebiendo de botijo. William-Adolphe Bouguereau. Óleo sobre lienzo. 1886

Y hablando de botijos… Aunque se trata de un invento que ya viene de lejos, una de sus imágenes más populares procede de aquellos veraneos familiares de los 50 y 60, cuando la familia en bloque se embutía dentro del Seiscientos para atravesar España en plena canícula de julio, camino del litoral. Y es que nadie puede negar que el botijo es un gran invento. Había botijos de arcilla blanca y de arcilla roja, y existían también de verano y de invierno. Los primeros refrescaban el agua gracias a los poros de la arcilla y al efecto de transpiración producido en la superficie del recipiente. En cambio los de invierno se recubrían de una capa vítrea impidiendo tal proceso, al tiempo que se aprovechaba para decorarlo según gustos y producir un objeto de gran valor ornamental. Con el fin de proteger el agua de los insectos era frecuente que la boca ancha apareciese cubierta por el conocido tapete blanco de ganchillo, mientras que al pitorro se le insertaba una pieza artística acabada en punta (o para acabar pronto, un simple trozo de sarmiento).

Cerámica de Talavera y botijo de invierno. Autora, Lourdes Cardenal

                                      Cerámica de Talavera y botijo de invierno. Autora: Lourdes Cardenal

Madre y niño con un botijo. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1905

                                        Madre y niño con un botijo. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1905

Los botijos tenían su aquel, y todos sabían por ejemplo que nunca debía usarse un botijo nuevo si éste no era antes “curado” para evitar que el agua tuviera sabor a barro. Para evitarlo se llenaba el recipiente de una mezcla de agua y anís y se dejaba reposar al menos una semana antes del estreno. No era mala idea lo del anís, y de hecho en muchas zonas de España fue tradición usar el botijo no para el agua, sino para contener “palometa”, léase agua mezclada con un buen chorro de cazalla, lo que aparte de quitar la sed resultaba un buen reconstituyente. Sobran los testimonios que ilustran esta costumbre, como el recogido en uno de aquellos viajes infumables a la costa levantina: “Nemesio, ya nos hemos dejado otra vez el cruce, a ver si prestas más atención. Y deja de hacerle caso a tu padre que desde que salimos del pueblo no suelta el botijo ni para toser” El conductor al volante, que se cabrea “¡Pero qué tiene que ver ahora mi padre y el botijo, a ver!”. “¡Pues qué va a ser! Que lo ha llenao al salir con el aguardiente de la alacena. ¡Ea, míralo como sonríe!”.

El inefable Seiscientos a la aventura. Autor, Óscarq

                                                   El inefable Seiscientos a la aventura. Autor: Óscarq

En todas las casas había un botijo con agua fresca, y hasta el barbero o el maestro presumían de tener el suyo, siempre sobre un plato de barro arrimado al rincón más alejado de la puerta. Para muchos el botijo de los Cincuenta está asociado a su niñez y a aquellas expediciones de la chiquillería hasta el taller del alfarero para recoger las piezas defectuosas, que luego servían en multitud de juegos más o menos inocentes. Era aquella la época de separación de sexos y las niñas en corro se iban pasando el cacharro al compás de canciones pegadizas, que resonaban en las plazas con voz despreocupada y feliz. Los niños, en cambio, éramos más de piedra, correa y descalabro. Algunos (los menos) se quedaban junto al torno para ver como las manos portentosas del artesano sacaban esos recipientes y filigranas de barro, nacidos como por arte de birlibirloque de un montón de arcilla informe. Luego se supo que al fin y al cabo no era tan milagroso el invento, y que el secreto de un buen botijo consistía en añadir sal a la masa con el fin de lograr la porosidad adecuada, lo que permitía a la pieza “sudar” y por tanto refrescar el agua contenida en su interior.

Aquellos maravillosos años de la niñez. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

                      Aquellos maravillosos años de la niñez. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

Las manos milagrosas del alfarero. Autor, Juantiagues

                                                 Las manos milagrosas del alfarero. Autor: Juantiagues

Con el paso de los años los botijos cambiaron de contexto pero no de importancia para el populacho. En los cines de verano era habitual, por ejemplo, que el aguador (gran oficio anterior a la existencia de agua corriente en los edificios) vendiese tragos en botijo a peseta la «jartá», es decir, que por una peseta uno bebía lo que pudiese de un tirón. El truco consistía en aprender a tragar y respirar a un tiempo, y los jóvenes más habilidosos llegaban a vaciar el recipiente por completo para desesperación del botijero, que debía ir a llenarlo una y otra vez a la fuente. Los que no sabían usarlo terminaban con la camisa empapada y eran objeto de burlas constantes. Quizá sea éste el origen de ciertas asociaciones crueles entre botijo y maña: “Parecía tonto cuando lo cambiamos por un botijo”, o también este otro, “El otro día murió uno ahogado en la cocina de su casa. Se puso a beber de un botijo, y no supo pararlo”.

El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1620

                                          El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1620

Durante la siega o la vendimia se agradecía un parón para hacer circular el botijo rebosante de agua fresca, acompañado a ser posible de un trago de aguardiente, y en muchos pueblos era costumbre tener el botijo a la puerta de casa para invitar a los transeúntes más o menos ociosos, que agradecían el gesto quedándose «un momento» a intercambiar los ultimos comadreos locales. De noche, en cambio, lo erótico tomaba cuerpo: como en los hogares todavía escaseaba el televisor, la tertulia de calle alrededor del botijo resultaba cosa obligada, y también los paseos de la moza hasta el pozo para buscar agua fresca (como era tradición). Y, claro, adonde iba ella… allá que volaba él. Si los botijos hablaran. No cabe duda que el Generalísimo debió de estar muy contento con este instrumento nacional tan apropiado a sus planes de repoblar el país, en las décadas de los 50 y 60. Aunque no todos compartieron su idea: harto de oír que ésta y otras decisiones del Caudillo le venían inspiradas por la paloma del Espíritu Santo, el novelista y diplomático español Agustín de Foxá replicó: “Si eso es cierto, yo me hago del tiro a pichón”.

Acarreando paja después de la siega. Autora, Plácida

                                                   Acarreando paja después de la siega. Autora: Plácida

Tertulia en el cortijo. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

                                    Tertulia en el cortijo. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

Y es que el socorrido botijo servía lo mismo para una boda que para un bautizo, aunque existen testimonios de la época que achacan a este recipiente los usos más inverosímiles. Es el caso recogido por el escritor José Ignacio de Arana en su Anecdotario Médico, donde cuenta el intento de suicidio de uno de sus pacientes: una mujer entra despavorida en la consulta al grito de “¡Corra, por Dios, Doctor, que mi padre se está suicidando!”. El médico se incorpora, coge al vuelo el maletín y ambos salen de estampida sin tiempo que perder. La carrera es más de lo que puede soportar el galeno, cuesta arriba y cuesta abajo, esquivando transeúntes al galope y con más de un tropiezo en los cruces peligrosos a causa de los vehículos, de modo que en poco tiempo comienza a faltarle el resuello y a quedarse atrás. “¡Doctor, por lo que más quiera! Quizás sea ya demasiado tarde”. Totalmente derrengado pregunta con un hilo de voz “¿Pero se ha tomado algo? ¿Se ha cortado las venas, o qué?” “No, que va. Ha cogido el botijo de madre y se está abriendo la cabeza con él”. El médico para en seco su carrera y se la queda mirando. “Es que está mal de la chaveta, mi padre. Por la mañana se ha levantado con esa fijación y ahora no hay quien lo pare”. Cuando llegaron a su casa vieron que, efectivamente, el hombre asía el recipiente con las dos manos y se daba porrazos al grito de “¡Es que me mato, me mato!”. Por fortuna la cosa no pasó de ser un buen susto y el doctor pudo volver finalmente a su consulta, esta vez a un paso más tranquilo.

La ciencia del botijo. Autor, Frado66

                                                               Graffiti sobre la ciencia del botijo. Autor: Frado66

A pesar del desuso y la caída en popularidad, hoy podemos decir sin temor a equivocarnos que existe un botijo en cada pueblo o aldea de nuestro territorio. Hay, incluso, museos enteros con el botijo como único protagonista. Toral de los Guzmanes, en León, o el más conocido de Villena, han incorporado a lo largo de los años cientos de piezas únicas de valor material y sentimental incalculable, y lo mismo puede decirse sobre la colección particular de la alcazareña Julia Morales, verdadera obra maestra de artesanía en tierras manchegas. Pero el botijo, como suele decirse, traspasa fronteras, y si hay un sitio donde este recipiente ha sido ensalzado y aparece como verdadero estereotipo de la personalidad de un pueblo, es en la capital de España. Según la leyenda San Isidro hizo brotar agua de una roca mientras trabajaba en los campos, y como recuerdo de aquel milagro se levantó junto a aquel rincón del Manzanares la famosa ermita en su honor. Desde el siglo XVI y durante las fiestas del Santo es costumbre que los madrileños acudan a beber de esas aguas antes de marcharse a la Pradera para merendar, y hoy abundan allí los puestos de venta de rosquillas, garrapiñadas y por supuesto los tradicionales botijos de vino de San Isidro, solicitadísimos por cualquier devoto ávido de plegarias y diversión.

Botijos de Alcorcón. Autor, Tamorlan

                                                               Botijos de Alcorcón. Autor: Tamorlan

Fiesta en la ermita de san Isidro. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1788

                               Fiesta en la ermita de san Isidro. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1788

Pero no hay que echar mano de leyendas castizas para explicar la fama de este recipiente. Existió antaño en Madrid un comercio de aperos y quincalla llamado precisamente “La Tienda del Botijo”, en el madrileño barrio de La Latina, y cuyo sonoro nombre aludía al botijo lleno de aguardiente que el propietario colocaba muy ufano en su mostrador. Por una perra gorda cualquiera podía echar un buen trago de aquel manantial de sabiduría, y mucho nos tememos que fue este servicio y no el género de venta lo que terminó por hacer del local uno de los puntos más aclamados de la capital (no es casualidad que hoy, transformada en tienda de cosméticos, siga conservando el nombre original).

Tendero y exposición de piezas de alfarería. Autor, Wiros

                                                 Tendero y exposición de piezas de alfarería. Autor: Wiros

Todo un icono de lo español, el botijo pretende en los próximos años saltar las fronteras de nuestro planeta y hacer un viaje al espacio. Sí, como se oye. Esa es al menos la idea de Xavier Gabriel, el famoso lotero de la Bruja de Oro, quien tras pagar 156.000 € a tocateja será uno de los próximos tripulantes de la nave espacial VSS Enterprise, propiedad de un magnate estadounidense. Tras arduas negociaciones el leridano consiguió también que la empresa aceptase colocar en órbita un botijo de su propiedad, y que encargó previamente a un artesano extremeño del municipio de Salvatierra. Sin duda la epopeya supera todas las expectativas para tan humilde utensilio, y según comentó el propio Xavier: “No sé si decir algunas palabras históricas, algo así como que es un pequeño paso para un botijo, pero un gran trago para la humanidad». Sea cual sea el resultado de esta historia, y a pesar del gusto por la modernidad y el glamour aplastantes que nos invade hoy día, tendremos que aceptar que el humilde botijo lleva camino de convertirse en estereotipo único de nuestra cultura ante el mundo, y por supuesto, en el utensilio español más famoso de la galaxia.

La Tierra desde el Espacio exterior. Aytor, Garysan97

                                                    La Tierra desde el Espacio exterior. Autor: Garysan97

Botijo decorando una ventana. Autora, Bego Díaz

                                                       Botijo decorando una ventana. Autora: Bego Díaz

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La Mancha trashumante. Hacia las dehesas del sur (1ª parte)

La Mancha trashumante. Hacia las dehesas del sur (1ª parte)

El día de San Miguel era una jornada muy especial para los pastores trashumantes. En las montañas de Teruel, de amanecida, el frío pesaba sobre los valles altos y una delgada capa de hielo comenzaba a cubrir fuentes y abrevaderos. Ese día, arreglados los sueldos y las condiciones de trabajo, los pastores echaban mano a su cayado y salían cañada abajo con los rebaños de merinas para no volver sino al cabo de seis meses: empezaba así un duro viaje que, durante semanas y a razón de 20 kilómetros diarios, les llevaría a través de la serranía y la interminable estepa manchega hasta los pastos de invierno del Valle de Alcudia, en Ciudad Real, punto final de su andadura.

La cañada Conquense es una de las muchas vías pecuarias que atraviesan España de norte a sur, y que los ganaderos han utilizado tradicionalmente desde época medieval para llevar su ganado tras los mejores pastos de temporada. El viaje era de ida y vuelta: a partir de mayo y justo después del esquile de las ovejas, pastores y ganado regresaban hacia las tierras altas turolenses a fin de aprovechar el pasto joven de los agostaderos de montaña, libres ya del rigor invernal. Por el contrario, octubre y noviembre era tiempo de invernada y de bajar de nuevo a las dehesas del Valle de Alcudia en busca del clima más benigno de esas latitudes. Localidades de importancia como Socuéllamos, Tomelloso y Manzanares constituían hitos obligados en el camino y puntos de inicio de nuevas vías pecuarias, lo que multiplicaba destinos y hacía mucho más lucrativo el negocio tanto para ganaderos como para los propietarios de las tierras. 

Sierra de Gudar, zona de agostada para ganado vacuno. Autor, Po.psi.que

                                  Sierra de Gudar, zona de agostada para ganado vacuno. Autor: Po.psi.que

En los días previos a la partida, como cada otoño, la luz del día tardaba más en llegar que otras veces. Eran días frescos y mañanas en las que a menudo el sol se olvidaba hasta de asomar, arrebujado tras los jirones de niebla que arropaban laderas y collados. Entretanto se sucedían las despedidas en el pueblo. Salir a la invernada era motivo de alegría para algunos y de tristeza para la mayoría, puesto que las familias se separaban durante una larga temporada y la aldea, ya de por si con pocos recursos, quedaba más que nunca carente de brazos jóvenes y medio abandonada. Éste era un hecho crucial del que no nos hacemos cargo hoy día y que sin duda marcaba la vida en los pueblos de la sierra durante buena parte del año.

El folklore castellano está lleno de coplas tristes alusivas a la despedida de los pastores:

Ya se van los pastores,
Ya se van marchando.
Más de cuatro zagalas
quedan llorando.
Ya se van los pastores
Para la majada,
Ya se queda la sierra
Triste y callada.

O bien la siguiente, donde una muchacha lamenta la partida y queda recelosa al mismo tiempo de las promesas de su zagal:

Ya se van los pastores,
Ya marcha el día.
Ya se va aquel zagal
Que me quería.

Claro que, como era de esperar, todo troca en alegría al regreso…

Ya vienen los pastores,
Ya viene el rumbo.
Ya viene la alegría mejor del mundo.

Menos para algunas infelices:

Ya vienen los pastores,
No viene el mío.
Alguna picarona
Lo ha entretenido.

Rebaño trashumante atravesando una carretera. Autor, Mahatsorri

                                         Rebaño trashumante atravesando una carretera. Autor: Mahatsorri

Los rebaños variaban mucho en número, desde 500 o 600 ovejas a más de 1500 en el caso de grandes ganaderos. Aunque las merinas podían ser de un solo propietario, lo más frecuente era que varios se asociasen a finales de verano para unir su ganado en una sola cabaña y viajar así con mayores garantías de seguridad. A la cabeza de todo se encontraba el mayoral, cuya categoría y responsabilidad en la organización eran incuestionables. Claro que, como suele suceder con las grandes figuras, los quehaceres del mayoral eran de todo menos molestos: realizaba el trayecto a lomos de mula o directamente en ferrocarril y se desentendía por completo del ganado durante la mayor parte del recorrido. El verdadero peso del trabajo recaía en el rabadán, por debajo del cual estaban los pastores, zagales (muchos de ellos niños de apenas diez años) y un yegüero con su mula encargado del transporte de cacharros y la intendencia. Al trabajo de los hombres se sumaba también el inestimable de 3 o 4 mastines para solventar problemas diarios y otros de índole más peligrosa, como el extravío de merinas o el ataque de lobos en los pasos de montaña.

Chozo utilizado como refugio para pastores. Autor, Dvillafruela

                                            Chozo utilizado como refugio para pastores. Autor: Dvillafruela

La mañana de la partida, rabadán, pastores y zagales salían de sus casas bien temprano con el «avío» guardado en zurrones y alforjas, y partían en silencio de la aldea camino a los puertos. Arriba, sobre los collados, no era raro ver relumbrar los primeros manchones de nieve de la temporada. Este era uno de los puntos más conflictivos en todo el trayecto, pues lo avanzado de la estación daba pie a súbitos empeoramientos del tiempo o al asalto repentino de los lobos, que entonces dominaban las sierras y eran motivo de preocupación tanto para trashumantes como para el resto de montañeses. Otros problemas comunes lo constituían las nieblas propias de la estación y que obligaban a concentrar el ganado o, en caso de ser persistentes, a extremar la atención de hombres y mastines durante casi todo el día. No era raro tampoco que los pastores se desorientasen, aunque en estos casos resultaba impagable la ayuda prestada por las yeguas de la intendencia, que o bien por instinto o por haber hecho el mismo trayecto en otras ocasiones sacaban del atolladero al rebaño cuando todo lo demás estaba perdido. De hecho, al atravesar las poblaciones grandes era más fácil dejar que la mula fuese delante dirigiendo toda  la comitiva: el animal hacía uso de su memoria para elegir las calles mientras los pastores se relajaban y podían dedicarse a otros menesteres (no necesariamente asociados al trabajo).

Paisaje de La Mancha en mayo, junto a una vía pecuaria

                                                Paisaje de La Mancha en mayo, junto a una vía pecuaria

El camino de ida hacia las dehesas del sur era tranquilo y se acomodaba como un guante a la personalidad del pastor: sosegada, austera y de pocas palabras. Muchas ovejas iban preñadas, lo que obligaba a una mayor lentitud. Además la siega ya había acontecido en los campos por donde transitaban y todavía no era tiempo de siembra, de modo que la cabaña podía entretenerse en cualquier finca sin temor a destrozar los cultivos. Otra cosa era el regreso, en mayo, cuando las huertas verdeaban de hortalizas y el trigo joven ya apuntaba en espigas por la extensa llanura ciudadrealeña y conquense. En estos casos era forzoso acelerar el paso y azuzar al ganado con el fin de evitar problemas con los propietarios. Durante el día los pastores hablaban poco y eran más amigos de aislarse y buscar la soledad. Parcos en palabras o gestos gratuitos, escudriñaban sin embargo todo lo que encontraban en su camino con el instinto práctico del que ha vivido en estrecho contacto con el monte: las nubes, el viento o el vuelo de los pájaros les indicaban claramente qué tiempo había de venir; revisando las hierbas en los linderos podían encontrar muchas de gran utilidad, y que servían como remedio de males diversos tanto al hombre como a los animales; hasta un tocón informe y requemado por el sol podía ser motivo de interés, por cuanto semanas más tarde era transformado gracias a una navaja en una cazuela de madera o un cucharón, que luego se vendía en los pueblos y cortijos a lo largo del trayecto.

Rebaño en un descansadero, camino de los pastos de verano. Autor, Jaciluch

                                Rebaño en un descansadero, camino de los pastos de verano. Autor: Jaciluch

Conforme quedaban atrás las agrestes sierras, el trayecto se hacía más sencillo. En tierras manchegas la velocidad de marcha crecía considerablemente llegando incluso hasta los 30 kilómetros en una sola jornada. Terrenos llanos, es cierto, pero también repletos de conflictos por otras razones. Era de rigor, por ejemplo, extremar las precauciones durante el cruce de carreteras al suponer un peligro para los rebaños y en especial para las ovejas preñadas, mucho más lentas y torpes en su avance. Para atravesar los pueblos el rabadán elegía siempre las primeras horas de la mañana (mucho más tranquilas) circulando además con la menor demora posible a fin de evitar incidentes. Pero el riesgo estaba ahí y ni siquiera las poblaciones eran sinónimo de seguridad: algunas ovejas “se esfumaban” tras una puerta durante el tiempo que tardaban en volver la esquina (uno de los municipios más “sospechosos” en este sentido fue Malagón, en Ciudad real), y los jardines públicos o privados constituían auténticas pesadillas, ya que es sabido que las cabras podan a su gusto todo seto o arriate de flores que encuentran. Hoy, sin embargo, estos apuros han quedado prácticamente relegados al olvido y el paso de la cabaña por pueblos y ciudades constituye todo un acontecimiento, vivido y esperado por los vecinos con emoción mal disimulada. Es lo que ocurrió en Manzanares en mayo de 2012, cuando un rebaño de 1500 ovejas entró por la Avenida de Andalucía y durante hora y media atravesó las principales calles de la población manchega en su camino de regreso hacia la serranía de Cuenca.

Rebaño, pastor y burro en una cañada. Autor, Jaciluch

                                                  Rebaño, pastor y burro en una cañada. Autor: Jaciluch

Todo era mucho más tranquilo al salir de las poblaciones y atravesar los grandes llanos del Campo de San Juan o la Mancha de Criptana. Atrás quedaban apuros y gentío, el pasto abundaba y no era raro que al llegar a los despoblados la cabaña se detuviese hasta un día completo (sobre todo si había abrevaderos cerca) mientras los pastores disfrutaban de una merecida jornada de asueto. El grupo podía esperar entonces al regreso del yegüero con las viandas compradas en el pueblo más cercano. Claro que, de apretar las hambres, siempre había recursos de última hora a los que echar mano: sartén y aceite al fuego, junto a la “majada”; pan de unos días, pimiento y ajo; chorizos y panceta bien fritos, uvas cogidas sobre la marcha… y en un momento ya estaban listas las migas de pastor tan socorridas (y elogiadas también) a lo largo de nuestra historia:

“Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban los pasmados venteros: chorizos tostados, chorreando sangre, unas migas, huevos fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía a la pez, ¡mejor! esto le gustaba a Quintanar; y en tal gusto coincidía con su esposa, amiga también de estas meriendas aventuradas, en las que encontraba un condimento picante que despertaba el hambre y la alegría infantil.”

La Celestina. Fernando de Rojas. 1499.

Aspecto de una Cañada Real para paso de ganado. Autor,

                                                      Aspecto de una Cañada Real para paso de ganado.

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De caballeros andantes y bandoleros: Campo de Montiel

De caballeros andantes y bandoleros: Campo de Montiel

A lo largo de los siglos, las tierras sureñas del Campo de Montiel han sido escenario de conquistas y guerrillas sin cuento. Por sus caminos desfiló la élite de los ejércitos victoriosos, y a su sombra, tranquilos arrieros con sus recuas de mulas, pastores y ganados de trashumancia, hidalgos de fortuna, Quijotes en busca de agravios y Damas a las que servir. El paisaje es la estampa de unas gentes y una tierra moldeadas por la misma arcilla. Apariencia dura, pero también franca e ilimitada. Una vasta sucesión de llanuras onduladas y quemadas por el sol de agosto que dan paso a florestas en las zonas más agrestes y marginales: es el caso de los carrascales del sur, en los montes que flanquean el paso de Despeñaperros; las dehesas abrigadas junto al Jabalón y el Azuer o los bosques de sabina albar de Villahermosa, especie relicta de épocas más frías cuando el hielo y las glaciaciones dominaban en toda Europa.

Históricamente, el Campo de Montiel correspondía a ciertos territorios al sur del Tajo administrados por la Orden militar y religiosa de Santiago. La Orden los adquirió después de su reconquista por las tropas cristianas de Alfonso VIII, en 1213, campaña que completó Fernando III años más tarde con la caída del castillo de la Estrella en Montiel. Fue precisamente el carácter repoblador y administrativo de los de Santiago lo que permitió transformar un paisaje islamizado en el más conocido de villorrios, monasterios y castillos propio de las tierras de frontera.

Paisaje del Campo de Montiel

Paisaje del Campo de Montiel

Hoy la comarca se integra por completo al SE de la provincia de Ciudad Real (si excluimos Ossa de Montiel, perteneciente a Albacete), pero de alguna forma el carácter fronterizo ha presidido siempre su fisionomía, pues ya fue habitada por íberos y romanos que hicieron de ella paso obligado entre las vegas Béticas y los altos meseteños del norte. Su carácter marginal no menguó con el nombramiento de Villanueva de los Infantes como nueva capital de la comarca, y durante siglos el acceso desde el sur, o paso de Despeñaperros, infame camino donde los viajeros tenían que abandonar el carruaje y continuar a lomos de mulas, resultó un lugar predilecto para los bandoleros que asolaban toda Sierra Morena. En el siglo XIX fue escenario habitual de las luchas de guerrillas entre el pueblo y las tropas napoleónicas. Francisco Abad Moreno, “Chaleco”, capituló en Almedina, y en su cuadrilla figuraron otros de gran renombre como Juan Vacas y Juan Toledo, de quienes se dice que llegaron a reunir más de 400 caballos en sus hazañas bélicas contra el invasor. Más tarde las guerrillas continuaron con idéntico tono, aunque esta vez durante las luchas carlistas que libró el pretendiente Carlos contra el gobierno liberal.

La antiquísima historia del Campo de Montiel es terreno sembrado, como no podía ser de otra forma, para leyendas y dichos populares. En los pueblos resulta común observar a finales del estío el paso de los “Remolinos”, arbustos arrastrados por los fuertes vientos en cuyo interior se cree habitan ánimas benditas en busca de alguna misa o padrenuestro no cumplido. El “Tío Nazario” de la Torre de Juan Abad suele aparecer bajando por las cadenas de los calderos colgados de la chimenea, y también se repite el mito de la dama dulce, o “Dama de los Montes”, que en Ruidera toma la forma de un niño extraviado y hallado en curiosas circunstancias: al ser preguntado por los lugareños refirió que había pasado toda la noche arropado y en compañía de una misteriosa mujer…

Balconadas de madera de la Plaza Mayor. Villanueva de los Infantes

Balconadas de madera de la Plaza Mayor. Villanueva de los Infantes.

Las villas de la comarca, surcada de este a oeste por los ríos Azuer y Jabalón, muestran de forma generalizada la estampa de la llanura manchega: grandes espacios ondulantes, villas soleadas y presididas por un campanario altivo, a veces el único hito visible en el paisaje; las casas enjalbegadas de cal, los corrales de ganado; plazas soñolientas con olmos, niños y viejos; eras de trilla, cortijos a la distancia, aljibes y abrevaderos junto al camino. De manera especial destaca Villanueva de los Infantes, capital histórica de la comarca desde 1573 y cuya Plaza Mayor es una de las más bellas de Castilla la Mancha. Declarada hoy Conjunto Histórico-Artístico, este pueblo celebra en breve sus tradicionales fiestas de las Cruces de Mayo dedicadas a la Cruz y al misterio de la Pasión de Cristo, con hogueras y rondallas que acuden a las casas para cantar el Mayo a las Damas:

    “Esas tus mejillas
dos grandes violetas,
no ha llegado mayo
y ya están abiertas”.
“Tiene tu barbilla
un hoyo perfecto,
colmado de flores
que da gusto verlo”.

Montiel, exhibe todavía con orgullo los viejos muros del castillo de la Estrella, escenario de un enfrentamiento que marcó el carácter pacífico de esta villa enclavada en la vega del Jabalón. Castillo de renombre es también el de Alhambra, una fortaleza peculiar que data de la época Omeya. Pero más peculiar aún es el emplazamiento del propio pueblo, encaramado a un cerro aislado en mitad de la llanura y desde donde íberos, romanos, visigodos y árabes trazaron durante milenios los destinos de esta parte de España.

Castillo de la Estrella, en Montiel. Autor, Francisco Pérez

Castillo de La Estrella, en Montiel. Autor: Francisco Pérez.

Muchos pueblos de la zona exhiben un pasado insigne, como Torre de Juan Abad, donde se encuentra una casa perteneciente al genial Don Francisco de Quevedo; o Fuenllana, tranquila villa entre Infantes y Montiel que fue cuna del renombrado arzobispo de Valencia Santo Tomás de Villanueva, nacido en 1486. Pero sin duda, el hecho por el que la comarca será siempre conocida y renombrada es por ser el escenario elegido por Don Miguel de Cervantes para las andanzas de sus dos inolvidables personajes, Don Quijote y Sancho Panza. Villahermosa, Infantes, Ruidera, Argamasilla de Alba… Hoy el itinerario de Don Quijote es cita obligada de turistas venidos de todos los países el mundo, que recorren el paisaje llano y surcado de veredas y cañadas, o punteado de ventas, cortijos y molinos como quien esperase encontrar en cualquier trocha la alargada sombra del caballero andante y su resignado escudero.

Laguna Conceja, en Ruidera

Laguna Conceja, en Ruidera.

Según Don Quijote, en Ruidera el viajero puede conocer a las hijas y sobrinas de tan insigne dama, quienes fueron hechizadas por obra del mago Merlín y encerradas en las profundidades de la cueva de Montesinos. Amantes o no de la buena literatura, el lugar merece sin duda una parada obligada para deleitarse con el espectáculo de un collar de lagunas surgidas de la nada, y extendidas para formar el Alto Guadiana cantado por los poetas árabes. Desde el nacimiento del río y la primera de las lagunas, ambos enclavados en Villahermosa, pasando por los saltos de agua de la Lengua y la Redondilla, el castillo berberisco de Rochafrida y las lagunas de la Colgada y del Rey, las más grandes del conjunto, la ruta es sin duda sinónimo de misticismo y poesía para todo aquel que se acerque a contemplarlas. Y si a esto unimos el complemento de una comida a base de platos y caldos de la tierra, donde no falten las migas, los galianos, las gachas o el pisto manchego, la experiencia de conocer esta comarca será sin duda algo digno de escribir y de recordar… tal y como hizo Cervantes en “Su lugar de La Mancha”.

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Autor, El Bibliomata

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Autor: El Bibliomata.

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Bombos, o el arte de la Piedra Seca

Bombo Tomelloso

En la España meseteña del interior volcada secularmente en la agricultura, donde los municipios son tan extensos y las distancias entre pueblos y ciudades se dilatan enormemente, fue necesario desde antiguo la construcción de habitáculos en el campo que cumpliesen con funciones muy específicas. En muchos casos se trataba de simples refugios para el ganado y de carácter muy provisional. Otras, la estructura podía circunscribirse al fenómeno de vivienda dispersa tan común en nuestro país. A medio camino entre los dos es donde debemos situar el fenómeno del Bombo.

El Bombo, muy común en Tomelloso pero extendido de forma amplia por toda la geografía castellano-manchega, desde Valdepeñas hasta Albacete, es una construcción sólida, edificada para permanecer y de carácter exclusivamente rural. En un medio y un tiempo anteriores a los vehículos a motor, cuando las tierras de labor se encontraban a varias leguas y no era posible ir y volver al pueblo en un mismo día, los trabajadores debían permanecer sobre el terreno mientras duraban las faenas agrícolas de la temporada. Esa necesidad les obligaba a construir instalaciones para albergar a los labradores y gañanes, dar refugio a las bestias de labor o guardar sus aperos de labranza durante las interminables jornadas trascurridas en el campo, y que a menudo se extendían a lo largo de semanas e incluso meses.

Bombo y museo del carro, Tomelloso.Bombo y museo del carro, Tomelloso.

El rasgo más característico de los Bombos es su carácter utilitario y funcional, exento de adornos. La sobriedad y la economía eran señas de identidad y reflejo a su vez de un modo de vida donde el trabajo y el vínculo a la tierra estaban íntimamente unidos a la personalidad de los tomelloseros. En su interior, una pequeña abertura en la pared a modo de alacena, y soportes en los muros para colgar aperos, hatos de comida y manto de faena. Poco más se ofrecía a la comodidad del labriego. Las únicas aberturas eran la puerta, adintelada y orientada al sur, y el conducto cilíndrico de la chimenea. Las estancias eran también pocas, y el mobiliario se completaba casi siempre con camastros de piedra, poyos para descansar y una cuadra con pesebres destinada a los animales (que también proporcionaba calor a la estancia).

Desde el punto de vista histórico se argumenta que los bombos actuales podrían tener su origen en construcciones de piedra de edad prehistórica. Sin embargo hay que avanzar hasta el siglo XIII, con la llegada de la Mesta, para documentar en la zona manchega elementos similares y que hoy todavía abundan, como corrales para el ganado y chozos de pastores. El chozo servía al igual que el Bombo de cobijo y vivienda temporal, pero tenía un carácter mucho más provisional al no construirse enteramente en mampostería (la techumbre solía ser de ramaje o carrizo). A mediados del siglo XIX, cuando se extendieron los campos de viñas en Tomelloso, estas necesidades se hicieron evidentes ya que la vid requería de una mayor dedicación que otros cultivos como el cereal, lo que hizo inevitable el trabajo in situ de gañanes y labriegos durante largos periodos de tiempo. Fue entonces cuando surgió la figura del Bombo, que en modo alguno puede catalogarse como una construcción provisional. 

En Tomelloso la construcción del Bombo no era una tarea sencilla. Los lugareños aprovechaban el material que tenían más a mano, la piedra, apilándola en diferentes acabados sin ningún tipo de argamasa para conformar un paisaje que hoy se considera de gran valor estético en amplias zonas de España, Francia o Italia: la arquitectura de piedra seca. Para ello utilizaban lajas de piedra caliza, resistentes y de fácil manejo, que se extraían de la propia tierra de labor a medida transcurrían las faenas agrícolas. Estas piedras iban acumulándose después en montones más o menos grandes entre los campos, por lo que hoy es habitual que los bombos estén situados precisamente en los límites de parcelas y próximos a los caminos rurales. Una vez rellenados los cimientos, se disponían las lajas de piedra más grandes formando una pared de 2 muros con un hueco interior que luego se rellenaba de piedra suelta. A medida que aumentaba la altura, y siempre sin argamasa, las piedras iban siendo cada vez más pequeñas hasta que el constructor comenzaba a hacer volar ligeramente cada hilada hacia el interior, conformando así la bóveda del Bombo. El anillo del vértice, de pocos centímetros de apertura, se cubría finalmente con una piedra gruesa para dar término al edificio.

El sol cae a plomo sobre tejados, corrales y plazas de piedra. A su alrededor los campos, adormecidos, exhiben el verde intenso de las viñas cruzado desde todos lados por cintas polvorientas de un blanco terroso. Por estos caminos sin sombra avanzan los gañanes junto a las yuntas de mulas, que arrastran con aire apesadumbrado carros cargados de pertrechos y el consabido “hato” de una semana. Todo es viña alrededor. En lontananza se advierte una figura solitaria, vibrante y difusa a través del aire recalentado. A medida que el labriego se acerca su perfil va achicándose y adquiere proporciones reales, como la cáscara de un huevo invertido, toma poco a poco el color de la piedra y termina confundiéndose casi con el paisaje resabiado de la llanura. Es la misma roca utilizada desde que se tiene memoria, la roca revuelta en la tierra y sacada con esfuerzo a los pies del arado, la roca acumulada durante siglos para construir majanos y refugios, quinterías y hasta las casas familiares en el pueblo. El hombre se dirige hacia allí y a poco detiene las mulas junto a la pequeña construcción circular, sin adornos, solida y funcional como la propia viña que lo rodea. Comienza otro día de faena.

                                                                       

El Bombo, elemento básico en la personalidad de unas gentes volcadas en la tierra y en la vid, sigue estando presente en el paisaje. Ese es el legado de Tomelloso, afortunadamente todavía en pie. Esperemos que su figura siga siendo un canto a la agreste tierra de Castilla y que continúe alojando en su memoria el perfil de sus amplios horizontes, sus campos requemados y, por qué no, la figura secular del arriero, poesía viva como el propio palpitar de una tierra que no conoce edad.

“Los arrieros y sus largas recuas de mulas, adornadas con campanillas de monótono tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus sombreros gachos; ved a los arrieros, verdaderos señores de las rutas de España (…)”. George Borrow. La Biblia en España