Publicado el Deja un comentario

San Ildefonso y el palacio real de La Granja. El Pequeño Versalles del rey (2ª Parte)

San Ildefonso y el palacio real de La Granja. El Pequeño Versalles del rey (2ª Parte)

La vida cotidiana de los reyes en el palacio de La Granja era de lo más aburrida. El embajador especial de Francia ante Felipe, mariscal duque de Tessé, pasó en febrero de 1724 por San Ildefonso en medio de un paisaje cubierto por la nieve y la primera impresión que tuvo queda bien reflejada en las siguientes palabras: “es tal vez el más bárbaro y más incómodo lugar del mundo”. Mientras el carruaje avanzaba por los invernales bosques a través de un paisaje desolador, donde no se atisbaba ni un alma en varias leguas a la redonda, el mariscal podía observar sin embargo cómo varios cientos de ciervos vagaban tranquilamente por las cercanías del palacio.

2. La Granja en el lienzo. Autor, Jesuscm

                                                               La Granja en el lienzo. Autor, Jesuscm

En La Granja la corte se limitaba a un grupo de personas de las cuales la más importante era José, marqués de Grimaldo, que se había retirado con el rey y continuaba ocupándose de los asuntos públicos. A causa del total aislamiento se ofrecían pocas oportunidades de variar la rutina diaria de la corte. Por la mañana Felipe e Isabel asistían a misa en la capilla, y por las tardes o bien iban de caza o se alejaban un poco para visitar las iglesias y conventos de Segovia. Si hacía mal tiempo se quedaban en el interior de palacio y jugaban al billar. Las noches, algo más animadas, las dedicaban Sus Majestades a consultar con los confesores y a los negocios que fuese necesario tratar con Grimaldo.

3. Nieve y montañas de la sierra de Guadarrama. Autor, Miguel303xm

                                        Nieve y montañas de la sierra de Guadarrama. Autor, Miguel303xm

El embajador francés contaba ya con la edad de setenta y tres años, y acostumbrado a las excelencias de la corte vecina no estaba para muchos elogios mientras convivió con su anfitrión. Tessé estaba además seguro de una cosa: aparte del rey nadie se sentía del todo feliz en aquel lugar. “Todo el mundo está desesperado de haber de vivir en este desierto” llegó a escribir en una ocasión. Cuando el mariscal habló con los monarcas pudo ver por la expresión de la reina que ésta quería volver a la civilización, aunque quizás la frase más elocuente en este sentido fue la que oyó en boca del propio marqués de Grimaldo: “El rey no está muerto ni yo tampoco, y no tengo ganas de morirme”, añadiendo después en voz baja: “Nada más puedo deciros”.

4. Detalle de una de las salas interiores. Autor, Jaime Pérez

                                                 Detalle de una de las salas interiores. Autor, Jaime Pérez

Después de pasar cinco días en San Ildefonso, Tessé fue a visitar la corte en Madrid. Los sentimientos que se manifestaban en La Granja están de sobra confirmados en las cartas de la propia reina, Isabel de Farnesio, que en su correspondencia de 1724 se refiere al lugar como un “desierto”, “un desierto con ciervos y aburrimiento”, o bien utilizaba expresiones lapidatorias para expresar su desánimo: “no olvidéis a aquellos que viven en el desierto”. El uso de la palabra “desierto” no era en modo alguno exclusivo de sus sentimientos, ya que en Madrid era común referirse al retiro del rey como “aquel desierto”.

5. Espectacular estatua en una de las fuentes. Autor, Luis Miguel García

                                      Espectacular estatua en una de las fuentes. Autor, Luis Miguel García

Felipe, por supuesto, adoraba el palacio que había creado. Era, literalmente, la única residencia en toda España donde se sentía como en casa, y tras su abdicación a favor de su hijo Luis pasó a vivir allí permanentemente. El príncipe de Asturias tenía diecisiete años cuando subió al trono con el nombre de Luis I de España, y fue proclamado rey el 9 de febrero de 1724. El hecho de que además estuviese casado desde los quince años con Luisa Isabel de Orleans, llevada al altar con doce y con un carácter totalmente aniñado y extravagante, da una idea real acerca de en qué manos quedaban las riendas de la nación. A finales de marzo el rey hizo su primera visita de un par de días a San Ildefonso, donde paseó con su padre por los jardines y comentaron algunos de sus problemas más inmediatos. Pero en realidad, a Luis I le interesaban poco los asuntos nacionales y estaba más atraído por las francachelas que organizaba con sus amigos en la corte de Madrid.

6. Aspecto invernal del palacio. Autor, Toni Castillo

                                                       Aspecto invernal del palacio. Autor, Toni Castillo

Luis y su esposa visitaron nuevamente La Granja en verano de ese mismo año, y Felipe aprovechó la estancia para hablar seriamente con su nuera. Ahora Luisa tenía catorce años y se hacía insoportable para todos con su comportamiento imprevisible e indecoroso, lo que en la España ultracatólica del XVIII resultaba imperdonable. La muchacha se hizo muy conocida en la corte por su lenguaje obsceno y su conducta poco menos que disoluta. A menudo no llevaba ropa interior y se movía por los pasillos de palacio cubierta solo con un salto de cama muy ligero, que no dejaba nada para la imaginación. Un noble de la corte, el marqués de Santa Cruz, escribía que “tenemos todo el día un continuado sinsabor, y si no es para perder nuestras saludes no es otra cosa. (…) Este pobre rey ha sido bien desgraciado si esta señora no muda en un todo”.

7. El entorno de La Granja. Sierra de Guadarrama. Autor, Alejandro Valero

                                     El entorno de La Granja. Sierra de Guadarrama. Autor, Alejandro Valero

Luisa aceptó la reprimenda de su suegro y le prometió que cambiaría su conducta, pero al regresar a Madrid se comportó como siempre. Luis, desesperado, escribió a su padre que “no veo otro remedio que el encerrarla, porque el mismo caso hace de lo que le dijo el rey como si se tratara de un cochero”. Finalmente, el 4 de julio, el rey ordenó que fuera puesta bajo arresto en el Alcázar viendo que la conducta de la reina era “muy perjudicial a su salud y daña a su augusto carácter”. Permaneció aislada durante siete días y solo fue liberada cuando prometió solemnemente que se portaría bien a partir de entonces.

8. Palacio del Real Sitio de La Granja. Autor, Miguel303xm

                                                  Palacio del Real Sitio de La Granja. Autor, Miguel303xm

Y desde luego parece que cumplió con las expectativas, puesto que el 14 de agosto el rey Luis I enfermó de viruela repentinamente y tuvo que guardar cama. La viruela era por entonces una enfermedad temida y con una alta tasa de mortalidad, pero a pesar de ello Luisa se mantuvo junto a su marido cuidándole solícitamente y exponiéndose con ello a su contagio. De nada sirvieron sus desvelos. A finales de mes el rey contrajo una fiebre muy alta que le hacía delirar, redactó a duras penas un testamento nombrando a su padre heredero universal, y falleció finalmente en las primeras horas del 31 de agosto después de un breve reinado de siete meses y medio.

9. Tupido bosque en los jardines. Autor, MarkioM

                                                       Tupido bosque en los Jardines. Autor, MarkioM

Ese fue el fin del sueño de San Ildefonso para Felipe. A pesar de que renegaba del trono y llegó a decir aquello de “no quiero ir al infierno”, refiriéndose con ello a la corte de Madrid, no tuvo más remedio que retomar las riendas del poder y regresar a la vida política, cosa que sucedió con su reinstauración en el trono el 5 de septiembre de 1724. Pero no olvidó nunca su querido palacio de La Granja. A él regresó frecuentemente cuando los problemas de la corte le daban un respiro, y allí descansó definitivamente como fue su deseo, al fallecer en julio de 1746 y terminar su largo reinado de cuarenta y cinco años y tres días (el más largo de la historia de este país). Fue enterrado pocos días después en el palacio real de San Ildefonso, donde descansa dentro del mausoleo emplazado en la Sala de las reliquias junto a los restos de la que fue su segunda esposa, Isabel de Farnesio… a la que nunca le gustó el palacio en vida.

10. Estatua clásica en La Granja. Autor, Sammy Pompon

                                                   Estatua clásica junto a palacio. Autor, Sammy Pompon

Publicado el Deja un comentario

En la época de los baños de mar. La aventura de ir a la playa con corsé (2ª parte)

En la época de los baños de mar. La aventura de ir a la playa con corsé (2ª parte)

La moda de bañarse en el mar supuso una evolución lógica a la costumbre cotidiana del baño en agua dulce (ríos y lagunas), practicado con profusión por todos los estratos sociales. En Francia y antes del periodo revolucionario resultaba muy tentador para los nudistas darse un baño en un río, por lo que las repetidas órdenes y prohibiciones policiales llevaron a más de uno a ser incluso azotado al ser detenido en pleno chapuzón. Al final se optó por crear unos baños públicos controlados mediante el uso de una especie de barreños de tela agujereada que se introducían en los ríos a cubierto de mirones. Con la llegada de los baños de mar las costumbres no variaron de manera sustancial. Por cierto que lo de zambullirse en las olas tampoco estaba muy claro en aquellos años. Se preferían zonas que cumpliesen las suficientes medidas de seguridad, y eso significaba a menudo playas con charcos, abrigos rocosos con poco fondo o bancos de arena que permitiesen “hacer pie” sin riesgos innecesarios. Lo común era no saber mantenerse a flote, y todavía menos nadar, ya que la natación solo empezó prodigarse con la llegada de los primeros clubs especializados (fueron famosos el Club Natación Barcelona de 1907, o el Atlétic, fundado 6 años después en la misma ciudad). Sin duda existían bañistas atrevidos que se introducían en mar abierto en determinadas ocasiones, en especial durante la noche de San Juan para tomar la «buenaventura», pero éstos eran casos muy contados, y llegados al extremo no era raro que las damas de alcurnia se limitasen a sentarse en la arena a pocos metros de la rompiente, esperando así que una ola mayor que el resto las sorprendiese mojándoles impunemente los tobillos.

Paseo a orillas del mar. Joaquin Sorolla. 1909

                                                         Paseo a orillas del mar. Joaquin Sorolla. 1909

Caricatura de la época

                                                                           Caricatura de la época

La sociedad de entonces imponía una separación drástica de sexos en la playa, y así existía una zona para las damas (a ser posible casadas o en grupo familiar), y a una distancia prudencial otra para los caballeros. En la playa gaditana de San Lúcar de Barrameda existía todavía una más reservada a las caballerías (contigua a la masculina), que entonces se utilizaban con profusión para trasladar el pescado desde el litoral hasta los puntos de venta en el casco urbano. Por regla general, estos baños estaban vigilados por algún agente de la autoridad municipal con el fin de reprimir las intentonas de los “mirones”, verdadera plaga que solía acomodarse en las inmediaciones para observar el trasiego de féminas a orillas del agua. En este sentido, no está de más leer detenidamente algunas de las reglamentaciones que se prodigaban por aquella época en la mayoría de las playas españolas:

Art. 131. No se permitirá que las personas embriagadas ni los dementes se bañen por ningún punto de las playas.

Art. 132. Tampoco podrán bañarse juntas personas de diferente sexo.

Art. 133. Se prohíbe a los hombres bañarse por las playas de San Telmo (reservada a las mujeres) desde el toque de oraciones hasta las diez de la noche. Tampoco podrán acercarse a las mismas playas durante las indicadas horas.

Art. 134. Los que se bañaren faltando, en cualquier forma que sea, a lo que exigen la decencia, la honestidad y la moral pública, serán severamente castigados.

Baño de Venus. Coloreado a mano grabado de 1790. Thomas Rowlandson

                                  Baño de Venus. Coloreado a mano grabado de 1790. Thomas Rowlandson

Máquina de baño

                                                                      Máquina de baño. Ostende, 1915.

Claro que para evitar cualquier tipo de indiscreción, nada fue tan eficaz como las famosas “máquinas de baño”, las cuales permitían un cómodo desembarco en la orilla del mar protegidos en todo momento de la curiosidad ajena. Estas máquinas fueron populares en España y en media Europa (en el Reino Unido se utilizaban ya desde el siglo XVIII) y eran solicitadas indistintamente tanto por hombres como por mujeres. Se trataba de simples carros con cuatro paredes de madera y dos puertas: por una se accedía en traje de calle, y por la otra se salía ya ataviado para remojarse los pies en el mar. La tracción de estos carros era sobre todo animal, aunque existe constancia de psicodélicas “máquinas de baño” con raíles y propulsadas a vapor, como la que usaba el rey Alfonso XIII durante sus veraneos en San Sebastián. El palacete móvil del monarca fue construido en 1894 y permaneció en uso hasta 1911, cuando se levantó para las mismas funciones un edificio de piedra a pie de playa.

Máquinas de baño

                                                         Máquinas de baño. Bognor Regis, West Sussex

La altura de las ruedas permitía que la “máquina de baño” penetrase unos metros en el mar manteniendo secas las prendas en su interior, de modo que a menudo se hacía necesaria una escalinata para que los usuarios descendiesen hasta el nivel del mar sin chapuzones malsanos. Algunas de estas máquinas, incluso, disponían de toldos desplegables para hacer todavía más íntimo el momento del baño, y en los casos más selectos llevaba aparejada su propia asistencia de baño, los famosos “dippers”, quienes se encargaban de tareas tan útiles como tirar de los carros hasta el agua (cuando no se disponía de caballerías) o ayudar a los usuarios a entrar y salir de ella sin riesgo para su salud. Por supuesto, los “dippers” eran siempre personas del mismo sexo que los clientes a los que servían.

Bañista posando para fotografía

                                                         Bañista posando para fotografía. Ostende, 1913

Con los años la fama de los “baños de mar” aumentó. Llegó a constituirse un verdadero turismo de élite, lo que favoreció asimismo la inversión privada y la transformación de algunas ciudades en destinos veraniegos de gran atractivo. Fue el caso de San Sebastián y Santander, cuyos ayuntamientos respectivos se volcaron para ofrecer una imagen de ciudad-balneario al gusto de la moda entonces imperante en Europa. Así, en distintos puntos del litoral atlántico (también del Mediterráneo) resultó cada vez más común ver levantarse grandes balnearios y hoteles propiedad de sociedades anónimas por acciones, verdaderos complejos de varias plantas y construidos por lo general con un estilo modernista y monumental. Contaban con elegantes y ostentosas decoraciones interiores, lujosos mobiliarios, servicios de mesa, así como una gran diversidad de instalaciones y funciones lúdicas para el cliente: servicios y equipamientos de baño; piscinas al aire libre con trampolines; espacios de restauración y grandes salones de baile. Cuando la normativa lo permitió se incorporaron también los casinos de juego, sin olvidar los conciertos de las modernas y famosas orquestas y (ya entrado el siglo XX) los primeros concursos de misses que desfilaban en bañador. Pero esa es ya otra historia…

Un día de playa. Playa de San Lorenzo, Gijón. Autora, Amalia González

                                    Un día de playa. Playa de San Lorenzo, Gijón. Autora: Amalia González

Publicado el 1 comentario

En la época de los baños de mar. La aventura de ir a la playa con corsé (1ª parte)

En la época de los baños de mar. La aventura de ir a la playa con corsé (1ª parte)

Hubo un tiempo en que ir a la playa no era sinónimo de conseguir un bonito bronceado o darse un chapuzón para combatir las altas temperaturas. Hace apenas cien años el turista ofrecía un perfil muy diferente del actual y los objetivos de una feliz estancia en la playa iban por otros derroteros. Curiosamente se trataba no tanto de enseñar palmito, sino de tapar hasta lo intapable. Además, los baños de mar eran sinónimo de curación. En la Francia del siglo XVII, madame de Sévigné alababa los méritos de los baños de mar con las siguientes palabras: «Hace ocho días que madame de Ludres, Coétlogon y la pequeña Romiroi fueron mordidos por una perrita que más tarde ha muerto de rabia. Suerte que Ludres, Coétlogon y Romiroi han partido esta mañana para Dieppe para darse tres baños de mar». Las playas constituían también para la sociedad burguesa del XIX una prolongación de la vida de salón, y así, una buena parte de sus arenas se convertía durante la estación veraniega en el escenario ideal para pasear, charlar, jugar, divertirse, tomar el fresco, estar de copas, «dejarse ver», etc. Las damas a la moda iban ataviadas con traje veraniego de falda larga, en tejido ligero y blanco, con una sombrilla o quitasol y sombrero a la francesa, mientras los caballeros galantes las acompañaban trajeados de punta en blanco, encorbatados y con su imprescindible bastón.

Dieppe. Autor, Vladimir Tkalcic

                                                                     Dieppe. Autor: Vladimir Tkalcic

En el siglo XIX era muy frecuente que lo más selecto de la clase burguesa viajase hasta las playas del Atlántico para tratarse sus males circulatorios y respiratorios, fracturas diversas o depresiones ocasionadas por el mal de amores o el stress (que ya entonces era conocido, aunque los médicos no se ponían de acuerdo acerca de sus causas). La reina Isabel II acudía gustosa a las playas de Barcelona para tratarse sus problemas dermatológicos, al tiempo que el agua marina se recomendaba muy especialmente a las mujeres de ciudad, que practicaban una vida sedentaria, y a los niños pálidos y de piel fina y apagada por los perjuicios de las ciudades industrializadas.

Banys de la Reina, Campello. Autor, Quique Andrade

                                                    Banys de la Reina, Campello. Autor: Quique Andrade

En los tratados médicos de la época se recomendaba, por ejemplo, no zambullirse en el agua sin una preparación previa, consistente ésta en mojarse primero la cabeza con uno o dos cubos de agua. Permanecer en el agua más de cinco a diez minutos se consideraba arriesgado, y en cualquier caso había que secarse enseguida tras salir de las olas y ponerse ropa seca: “El mar debe de ser usado con inteligencia y discreción”, rezaba un eslogan en uno de estos prospectos. Y hasta tal punto era el océano motivo de respeto que durante muchos años fue frecuente en las playas el llamado “baño a la cuerda”, recomendado para personas de edad, o muy susceptibles e inquietas. Esta práctica era todavía común hacia 1910 y consistía en bañarse en grupo y agarrado a un cordaje, que se sujetaba por medio de unos postes bien anclados en la arena de la playa. Desde luego, el oficio de socorrista no era de lo más solicitado por aquella época.

Playa de San Lorenzo, Gijón. Autora, Pilar Azaña

                                                       Playa de San Lorenzo, Gijón. Autora: Pilar Azaña

La sociedad decimonónica, absolutamente mojigata en cuestiones de pudor, obligaba a damas y caballeros a comportarse como tales incluso a orillas del mar, y así, los atuendos de baño podían considerarse como una segunda versión de la elegante moda imperante a pie de calle. La cosa ya venía de antes, y así descubrimos que en 1790 las leyes que protegían la decencia en las playas prohibían los baños femeninos, aunque afortunadamente el nuevo siglo llegó más permisivo y permitió, por ejemplo, que las mujeres mostraran en público sus pies y tobillos. Por entonces el traje de baño femenino cubría íntegramente el cuerpo desde el cuello hasta los pies, además de llevar encima (no hay ni qué dudarlo) toda la ropa interior. El tejido más utilizado para los bañadores era la lana y se confeccionaban siempre en dos piezas: una camisola de cuello alto, mangas hasta el codo y faldón hasta las rodillas; y la parte inferior consistente en un pantalón que llegaba casi a los tobillos. Por supuesto, el corsé era de uso obligado tanto dentro como fuera del agua. En la mayoría de playas los hombres tenían prohibido bañarse o pasearse por la playa vestidos en “caleçon” (calzoncillo) ya que se consideraba sumamente indecente. Por otro lado, el traje de baño iba acompañado siempre de una multitud de accesorios cuya finalidad era casi siempre la de guardar el pudor: gorros y bonetes para la cabeza; albornoz y sandalias de baño (que el bañista dejaba al borde del agua y los recogía después a la salida), e incluso tissus de baño (toallitas para secarse el indecoroso sudor corporal producido por los rayos solares).

Playa de Santander, años 20. Autora, Teresa Avellanosa

                                                 Playa de Santander, años 20. Autora: Teresa Avellanosa

Los apuros para cambiarse de ropa se solucionaban con unas casetas de madera desmontables que, a modo de vestuarios de alquiler, se colocaban en el acceso a la playa a fin de permitir un mínimo de intimidad antes de zambullirse en las olas. Otra indecencia a eliminar era la molesta situación de un traje de baño mojado y pegado al cuerpo, lo que insinuaba de manera insultante todas las formas corporales. La cosa podía disimularse, afortunadamente, mediante el uso de colores oscuros y poco favorecedores. Para los contemporáneos era frecuente por tanto disfrutar de una playa en blanco y negro, donde la alegría de los colores vivos brillaba por su ausencia y prevalecían en cambio los tonos gris oscuro, marrón o incluso chocolate de los bañadores (el color negro se reservaba invariablemente a las viudas).

Vendedor de trajes de baño, Ipanema, Río de Janeiro. Autor, Patricio Irisarri

                                  Vendedor de trajes de baño, Ipanema, Río de Janeiro. Autor: Patricio Irisarri

Publicado el 6 comentarios

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Todos estamos acostumbrados a considerar el verano, la playa y las costas mediterráneas como la combinación perfecta para unas vacaciones de órdago… Pero cuesta imaginar que, en el pasado, esta imagen hoy tan familiar resultaba totalmente desconocida. El turismo de playa no comenzó en nuestro país sino hasta 1830 y difería enormemente del actual, tanto en lo que se refiere a volumen de turistas como a destinos, usos y costumbres establecidos. Podemos decir que sus peculiaridades partían de dos puntos básicos: en primer lugar se trataba de una actividad reservada exclusivamente a las clases pudientes. El turismo de masas solo se generalizó a lo largo del siglo XX cuando los sueldos y las jornadas laborales permitieron disponer de dinero y tiempo en grandes cantidades. Por otro lado, en sus comienzos la playa era considerada atractiva solo por sus supuestas propiedades medicinales, de modo que fueron las frías aguas del Atlántico y no el Mediterráneo (cálido y al parecer insalubre) donde se concentraron inicialmente los más elitistas focos del turismo nacional e internacional. Lanneau Rolland, en su guía editada en 1864 sobre nuestro país, cuenta que: “Ante Alicante, la mar tiene poco fondo. Las aguas del Mediterráneo en este punto son viscosas, fétidas y de baños imposibles”. No sabemos si ésta era también la idea de los españoles, pero si se sabe que aunque existían por aquel tiempo baños en Arenys de mar, Barcelona, Valencia o Málaga, muchos entendidos (como fue el caso de Richard Ford, autor del famoso manual de viajeros por España de 1844) descartaban el Mediterráneo y el verano para los baños “por las altas temperaturas que se daban en aquellas costas, que hacían insalubre dicha actividad”.

Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor, Sfgamchick

                                                    Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor: Sfgamchick

Aunque ya hubo referentes en la Inglaterra del siglo XVIII, fue en el XIX cuando se consolidó la idea de que el mar podía ser un antídoto a las agresiones de la civilización. La medicina entonces en boga argumentaba que el mar fortalecía los cuerpos y era bueno contra la melancolía y las ansiedades de las clases dominantes. En la francesa Dieppe se construyó una estación balnearia abierta al mar durante la primera mitad del siglo XIX, y dentro de la ciudad un hotel de baños de mar calientes, todo ello muy lujoso y asiduamente visitado por personajes tan sonados como la mismísima esposa del Delfín de Francia (se sabe que esta buena mujer tenía la costumbre de zambullirse en las olas acompañada de dos bañeros uniformados y de un médico inspector de baños). Fue también por aquella época cuando San Sebastián comenzó a darse cuenta de las posibilidades de su emplazamiento: desde el 26 de julio hasta el 15 de agosto de 1830 fueron a pasar allí parte de su temporada estival el Infante Francisco de Paula Antonio, hermano de Fernando VII, su esposa (hermana de la Reina María Cristina), sus 6 hijos y un séquito regio de 24 personas.

Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                              Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor: Biblioteca Nacional de España

Sin ninguna duda, los “baños de mar” decimonónicos tuvieron en Santander, y sobre todo en San Sebastián, sus principales hitos de categoría “cinco estrellas”. En la capital donostiarra el éxito de los baños fue nacional e internacional. Ya existía cerca de “La Bella Easo” un turismo de termalismo antes del “Boom”, y Francisco de Paula Madrazo, quien en 1849 publicó su conocida obra «Una expedición a Guipúzcoa en el verano de 1848», nos refiere algunos lugares guipuzcoanos que por entonces empezaban a ser frecuentados, como Baños Viejos de Arechavaleta, Santa Águeda de Mondragón o Cestona. También cita en su trabajo a las villas costeras de Deva y San Sebastián, relativamente próximas a dichos centros termales. Posteriormente y tras la destrucción de las murallas que cercaban el casco antiguo en 1863, la ciudad comenzó a crecer por todas partes surgiendo barrios residenciales e industrias más o menos relacionadas con la actividad balnearia: vidrio, chocolate, cerveza o sombreros. Este hecho, unido a las nuevas infraestructuras de avenidas; los alcantarillados; parques o jardines; el encauzamiento del Urumea o la ampliación del tendido eléctrico evidenciaban la repercusión que esta ciudad del Cantábrico comenzaba a tener entre las clases pudientes de medio mundo. También fue decisiva la inauguración de la línea del ferrocarril del Norte, en 1864, lo que permitió la llegada de una importante masa de visitantes de Madrid y otras zonas del interior peninsular.

Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor, Krista

                                         Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor: Krista

La ciudad de San Sebastián tuvo en la vecina Biarritz un modelo a seguir. Biarritz cuadruplica su población de 1826 a 1872, y la presencia allí de personalidades de alcurnia (como Napoleón III y la Emperatriz Victoria Eugenia de Montijo, que veranearon ininterrumpidamente en Villa Eugénie desde 1864 hasta 1878), daban cuenta del alto standing alcanzado en pocos años por la población vecina. En 1869 aparece “la Perla del Océano”, el primer establecimiento donostiarra de baños con una concesión del Estado, al cual sucede “La Nueva Perla” en 1908. Finalizando el siglo XIX se acometieron colosales obras en el monte Urgull y el Igueldo, que se convirtieron en deliciosos lugares de paseo y recreo para la colonia turística. Por otro lado, y con el fin de dar más brillo a la actividad veraniega, se proyectó también la construcción de un casino (obviamente, ya existía uno en Biarritz). En 1880 es lanzado el proyecto y solo dos años más tarde, en 1882, se inaugura el edificio de lujo con gran éxito desde el primer día de apertura.

San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor: Biblioteca Nacional de España

San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor, Aerismaud

                              San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor: Aerismaud

Claro que, al contrario de lo que ocurría con el resto de ciudades-balneario europeas, faltaba todavía en San Sebastián una importante oferta hotelera. Se echaban especialmente de menos las llamadas fincas de especulación, es decir, casas en barrios de lujo alquiladas a familias de acaudalados y a precios exorbitantes, que se alojaban allí aislados de trato y roce con el resto de la población. El sistema de alojamiento fue en sus comienzos muy dispar e iba desde el socorrido alquiler de habitaciones y las casas de pupilaje (domicilios donde se recibían huéspedes que hacían vida en común con la familia propietaria) hasta fondas, paradores y algún que otro hotel de dudosa catadura. Más tarde se crean barrios residenciales de alto standing y el número y categoría de los hoteles crece sin parar: 3 en 1884; 15 en 1916; 31 en 1936… El más espectacular de todos ellos fue sin duda el María Cristina, aunque no abrió sus puertas hasta 1912.

Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor, Carmen A. Suarez

                                        Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor: Carmen A. Suarez

Aparte de las actividades balnearias, no pasa mucho tiempo sin que se imponga en San Sebastián la idea de que hay que divertir a la colonia extranjera. Y se hace en torno a 3 ejes: el baño; el casino y el programa de fiestas. Se alarga la temporada de verano del 24 de julio al 27 de septiembre, intentando fomentar la de invierno “porque es inverosímil que Biarritz la tenga y San Sebastián no”. Sin embargo, nunca se consiguió este último objetivo. En cambio, durante los dos meses veraniegos se prodigan actos y atracciones a todas horas, entre los que destacan por su vistosidad y éxito multitudinario los conciertos de calle. La Banda Municipal toca cada noche a las 21h en el quiosco de la Alameda del Boulevard, construido por el famoso ingeniero Eiffel; los jueves, domingos y festivos se organizan más en el mismo sitio y a las 12 del mediodía; y en el Gran Casino, esta vez a las 5 de la tarde, la Sociedad de Conciertos ameniza igualmente al respetable con su propio repertorio. Luego estaban los fuegos artificiales, los cotillones, las consabidas corridas de toros (en San Sebastián se presumía de tener la mejor plaza de toros del mundo con vistas al mar) y la iluminación nocturna de los montes Igueldo y Urgull, que en el escenario natural de La Concha producía unos efectos espectaculares. Para el turista de a pie habían cucañas acuáticas, batallas de flores, batallas navales y otros concursos de variada tipología; para los acaudalados, cacerías de patos y 5 o 6 días de regatas; y para todos ellos, festivales, ferias y romerías populares a cual más atractiva. Cada balneario intenta innovar antes que los demás y copiar las actividades que resultaban de más éxito entre los visitantes. Por otro lado, en 1916 se abre el hipódromo; en los años 20 el circuito de automóviles de Lasarte, y en los 30 varios campos de golf y de tenis, fomentando de esta forma un turismo de élite por encima del de masas, cada vez más en boga en otros puntos del litoral.

Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor, Gipuzkoakultura

                                Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor: Gipuzkoakultura

Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor, Julio Codesal

                          Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor: Julio Codesal

Evidentemente, el papel de la realeza fue primordial para el éxito de San Sebastián. Tras la visita del Infante Don Francisco de Paula Antonio, primero en 1830 y luego en 1833, la misma Isabel II visitó la ciudad en 1845 afectada por un problema de piel. A partir de ese momento diferentes miembros de la realeza se acercarían a esta localidad a tomar los baños. Incluso la reina María Cristina, asidua veraneante desde 1887, decidió construir su propio palacio en la bahía de La Concha. No fue raro por tanto que desde 1887 la ciudad pasara a ser lugar habitual de veraneo de la Familia de Alfonso XIII y su corte. Y con ella, por supuesto, de la aristocracia, de los políticos, la prensa y el mundillo social más elitista de nuestro país (aunque solo lo pretendiesen)… Pero de eso, y de cómo eran las costumbres playeras en la encorchetada sociedad de entonces, comentaremos largo y tendido en un próximo capítulo veraniego.

Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                         Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Publicado el Deja un comentario

En el país de ensueño. Un viaje por los castillos del valle del Loira

En el país de ensueño. Un viaje por los castillos del valle del Loira

El río Loira, uno de los más importantes de Francia, atesora en su curso medio un auténtico país de cuento. Pueblos de idílico aspecto medieval asomando en sus márgenes, castillos de ensueño, belleza natural, la Francia de los nobles y de los reyes en su más puro estado desplegada como un tapiz de excelsos colores ante la vista deslumbrada del visitante. En el Valle del Loira, entre Sully-sur-Loire y Chalonnes-sur-Loire, hubo infinidad de batallas entre ingleses y franceses durante la guerra de los Cien Años, y todavía antes fue el escenario del choque entre musulmanes y carolingios durante la batalla de Poitiers. Pero los castillos y palacios que hoy vemos no nacieron con finalidad defensiva. Sus moradores los construyeron durante la época renacentista pensando más en el descanso y el ocio que en la guerra, por lo que crearon verdaderos palacios del placer, mansiones, parques, puentes y bosques de caza diseñados tan solo para uso y disfrute de sus acaudalados propietarios.

Las masas forestales, los viñedos y las colinas que dominan el plácido curso del Loira entre Orleáns y Saumur esconden pueblos históricos de alta alcurnia como Blois o Tours. De hecho, es tal la concentración de naturaleza, historia y monumentos en un espacio tan limitado que el conjunto fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Hoy podemos conocer cómodamente los 42 castillos existentes gracias a diversos itinerarios fluviales y de carretera en toda la región, pero como aperitivo os invitamos a un recorrido fotográfico que de seguro os impresionará por la belleza de las imágenes. Esta es la estampa más señorial de Francia: disfrútenla, ¡y no demoren mucho la visita!

Ciudad de Blois, junto al Loira. Autor, Paolo Ramponi

                                                    Ciudad de Blois, junto al Loira. Autor: Paolo Ramponi

Castillo y villa de Montrésor. Autor, Sybarite48

                                                          Castillo y villa de Montrésor. Autor: Sybarite48

Castillo de Saumur. Autor, Paolo Ramponi

                                                           Castillo de Saumur. Autor: Paolo Ramponi

Montpoupon (Indre-et-Loire)

                                                           Castillo de Montpoupon. Autor: Sybarite48

Castillo de Langeais, del siglo X. Autor, Paolo Ramponi

                                                 Castillo de Langeais, del siglo X. Autor: Paolo Ramponi

Castillo de la Giraudière. Autor, Vitruve

                                                               Castillo de la Giraudière. Autor: Vitruve

Castillo de Chenonceaux. Autor, Javier D.

                                                            Castillo de Chenonceaux. Autor: Javier D.

Castillo de Chenonceaux. Autor, Dan Lundberg

                                                        Castillo de Chenonceaux. Autor: Dan Lundberg

Castillo de Chaumont sur Loire. Autor, Jordi Chueca

                                                    Castillo de Chaumont sur Loire. Autor: Jordi Chueca

Castillo de Azay-le-Rideau. Autor, Dan Lundberg

                                                     Castillo de Azay-le-Rideau. Autor: Dan Lundberg

Paseo fluvial frente al castillo de Chenonceaux. Autor, Daniel Jolivet

                                         Paseo fluvial frente al castillo de Chenonceaux. Autor: Daniel Jolivet

Paisaje rural del Alto Loira. Autor, Lain@ G fait une pause

                                                 Paisaje rural del Alto Loira. Autor: Lain@ G fait une pause

Paisaje de La Campaigne, en el país del Loira. Autor, Lain@ G fait une pause

                                 Paisaje de La Campaigne, en el país del Loira. Autor: Lain@ G fait une pause

Niebla sobre el Loira, en invierno. Autor, Arnaud Abélard

                                               Niebla sobre el Loira, en invierno. Autor: Arnaud Abélard

Fortaleza de Chinon, en el río Vienne. Autor, Photos-chinon.cite-creative

                                    Fortaleza de Chinon, en el río Vienne. Autor: Photos-chinon.cite-creative

Fachada del castillo de Chambord, de estilo renacentista. Autor, Poluz

                                     Fachada del castillo de Chambord, de estilo renacentista. Autor: Poluz

Espectacular puente de piedra en La Charité sur Loire. Autor, Akial

                                        Espectacular puente de piedra en La Charité sur Loire. Autor: Akial

Claustro de la abadía de la Chaise-Dieu. Autor, Charlotte Ségurel

                                         Claustro de la abadía de la Chaise-Dieu. Autor: Charlotte Ségurel

Una de las salas del castillo de Cheverny, en el país del Loira. Autor, B.roveran

                               Una de las salas del castillo de Cheverny, en el país del Loira. Autor: B.roveran

La Loire

                                                       Una bella vista del río Loira. Autor: Daniel Jolivet

Típica calle medieval de Montrésor, junto al Loira. Autor, B.roveran

                                        Típica calle medieval de Montrésor, junto al Loira. Autor: B.roveran

Otra vista del castillo de Chenonceaux. Autor, Telemaque

                                                Otra vista del castillo de Chenonceaux. Autor: Telemaque

Chambord Terrace

                                                   Otra vista del castillo de Chambord. Autor: Blieusong

Puesta de sol en el Loira. Autor, Stephendl

                                                          Puesta de sol en el Loira. Autor: Stephendl

Publicado el Deja un comentario

De camino a Santo Domingo, o las aves que aprendieron de nuevo a cantar

De camino a Santo Domingo, o las aves que aprendieron de nuevo a cantar

Hoy, dos días después de la tragedia acaecida en Santiago de Compostela, no hay más palabras ni más sentimientos en nuestro ánimo que aquellos que nos sirvan para recordar. Recordar a las víctimas de tan desgraciado accidente; recordar a las familias, amigos o compañeros; recordar a los heridos; recordar las muestras de dolor y de angustia de quienes perdieron a alguien junto a esas fatídicas vías, tan solo a cuatro kilómetros de la estación, tan solo un día antes de la fiesta grande de Galicia. Nuestro recuerdo va con ellos como no podía ser de otra forma. Pero también, porque sabemos que la vida se abre camino a pesar de los conflictos más difíciles, nos gustaría asimismo hacer un quiebro a esta desgracia abriendo una ventana a la esperanza, a la gratitud y al amor.

Torre exenta de la Catedral. Autor, Juantiagues

                           Torre exenta de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada. Autor: Juantiagues

Santiago de Compostela ha sido y es meta de un rosario de gentes que, a lo largo de cientos de años, buscaron en ese mítico rincón del oeste de España el significado de una vida cargada de interrogantes. Querían poner rumbo a sus vidas, encontrar el secreto de la paz que todos ansiamos, también un medio para encauzar o reforzar su Fe. Compostela era asimismo la meta de los heridos y fallecidos en el accidente. Por eso, en medio del dolor y de la aflicción, no podemos olvidar que es precisamente este camino, el camino de los Peregrinos del mundo, el que ha escrito algunas de las páginas más hermosas de esperanza y de vida entre los que se decidieron a seguirlo. Como homenaje, aquí tenéis una de las más bellas. Ellos, ahora, también lo saben.

Camino de Santiago, a la altura de Santo Domingo. Autor, Calafellvalo

                                     Camino de Santiago, a la altura de Santo Domingo. Autor: Calafellvalo

“Cuenta la leyenda que hacia el año 1400, un matrimonio alemán que residía con su hijo en la localidad de Santés, en el norte de Francia, se decidió a ponerse en camino para visitar la tumba del Apóstol Santiago. Siguiendo los pasos de la ruta jacobea llegaron al fin a la villa de Santo Domingo de la Calzada, y cansados por el duro viaje decidieron hospedarse en un viejo mesón junto al camino. Los dueños recibieron a la familia y le ofrecieron mesa y cama, mas tenían una hija que les ayudaba en la tarea de atender a los peregrinos, y que al ver al joven alemán no pudo por menos que enamorarse de tan gallardo muchacho y desearlo. Desafortunadamente se vio rechazada, así que ideó un perverso y maligno plan para vengarse de tamaña ingratitud: cogiendo una valiosa taza de plata que sus padres atesoraban en el mesón, la introdujo a escondidas durante la noche en el zurrón del joven y esperó con paciencia la amanecida para ver cumplidos sus designios.

Plaza de España en Santo Domingo de la Calzada. Autor, Santiagues

                                     Plaza de España en Santo Domingo de la Calzada. Autor: Santiagues

Tal como planeó, al día siguiente, cuando los peregrinos se disponían a partir, la muchacha denunció la ausencia del objeto y culpó al hijo de los huéspedes, asegurando que le había visto levantarse de madrugada y meter la taza en su zurrón. Se requirió a las autoridades para que registrasen en la bolsa del alemán, quien muy sorprendido accedió a entregarla a los guardias. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que efectivamente la taza extraviada se encontraba allí, mas no pudo hacer nada para remediar la situación, puesto que en aquellos tiempos el robo era un delito muy grave y estaba penado de forma rigurosa. De este modo el muchacho fue juzgado y condenado a pena de horca, sentencia que se cumplió implacablemente a los pocos días.

Vista nocturna de la Catedral. Autor, Neyzan

                                                          Vista nocturna de la Catedral. Autor: Neyzan

Los padres no pudieron enterrar el cadáver de su hijo al ser de Ley dejar al ajusticiado colgado durante semanas, como escarnio y aviso para ladrones, de modo que continuaron viaje y marcharon a Santiago totalmente angustiados ante la desdicha que se había abatido sobre ellos. A su regreso de Compostela decidieron pasar de nuevo por Santo Domingo de la Calzada, con el fin de ver por última vez a su hijo y rezar por él. Mas al arrodillarse delante del muchacho, cuyo cuerpo seguía colgado del madero, quedaron sorprendidos al escuchar claramente una voz que desde lo alto les decía: “Madre mía, ¿Por qué lloráis al muerto cuando está dichosamente vivo?. El bienaventurado Santo Domingo de la Calzada me ha conservado la vida, él me ha mantenido y sostenido como ahora me veis. Id y dad parte a la Justicia”.

Peregrinación de jóvenes a Santo Domingo. Autor, Laparroquia

                                           Peregrinación de jóvenes a Santo Domingo. Autor: Laparroquia

Con grandes muestras de alegría, los padres corrieron hacia el Barrio Viejo en donde se encontraba la casa del Corregidor y le comentaron punto por punto lo que había acontecido. Éste, práctico hombre de la Justicia del Rey, se encontraba en aquel momento sentado a la mesa y a punto de trinchar un gallo y una gallina de corral, por lo que no quiso dar crédito a las palabras de los peregrinos. Aún así insistieron en la veracidad de sus palabras, y entonces el Corregidor, viéndose importunado, exclamó: “¡Vuestro hijo está tan muerto como estas aves que voy a trinchar!”. Y es aquí cuando tuvo lugar el hecho milagroso del que todos se asombran y dan gracias desde entonces: pues no bien hubo dicho esto cuando las dos aves listas para la cena recobraron súbitamente sus plumas, y el gallo, irguiéndose cuan alto era, abrió su pico y comenzó a cantar…”

El mausoleo del Santo. Autor, Calafellvalo

                                                           El mausoleo del Santo. Autor: Calafellvalo

El gallinero de la Catedral. Autor, Calafellvalo

                                         El gallinero de la Catedral de Santo Domingo. Autor: Calafellvalo

Con el maravilloso milagro de Santo Domingo de la Calzada el joven peregrino recobraba la vida, y así toda la familia, eternamente agradecida por el regalo que se les había hecho, regresó a su patria con la mirada puesta en el futuro y el corazón acrecentado y rebosante de Fe. De esta forma tan sublime termina la historia del ahorcado, cuya primera versión la encontramos en el Liber Sancti Jacobi o Codex Calixtinus atesorado actualmente en la Catedral de Santiago de Compostela. Si nos atenemos a esta versión parece que los hechos ocurrieron mucho antes, hacia el año 1090, afirmándose que los peregrinos eran efectivamente de nacionalidad alemana, y que el muchacho a quien se le atribuyó el robo de una copa de plata atendía al nombre de Hugonell. Sea cual fuere la versión más próxima a la realidad, lo cierto es que desde entonces se atesora en la Catedral de la localidad riojana un trozo de madera de la infame horca, y que en un lucillo enrejado frente a la Capilla Santa, donde se hallan los restos de Santo Domingo, existen un gallo y una gallina blancos a los que se procura cuidar, alimentar y sustituir convenientemente cada mes… No es raro que surgiese al poco el siguiente dicho popular:

“Santo Domingo de la Calzada,
que cantó la gallina después de asada».

Peregrino y gallo. Autor, ErinEB

                                                                     Peregrino y gallo. Autor: ErinEB

Publicado el Deja un comentario

Cabrera. La isla de los náufragos perdidos de Napoleón

Cabrera. La isla de los náufragos perdidos de Napoleón

A unos 25 km al sur de Mallorca se alza sobre la superficie de las olas unas peñas e islotes conocidos con el nombre de archipiélago de Cabrera. La mayor de estas islas, llamada asimismo Cabrera por las cabras montesas que antaño existían allí, exhibe un paisaje idílico de aguas transparentes, playas y calas de excepcional belleza bajo el sol luminoso del Mediterráneo. De hecho, todo el conjunto de islas mayores y menores posee actualmente la figura de Parque Nacional Marítimo y Terrestre. Pero más allá de su indudable atractivo, el archipiélago y sobre todo su isla principal merecen una lectura más atenta por cierto suceso acaecido a principios del siglo XIX, durante la cruenta guerra que mantuvieron las tropas napoleónicas contra el pueblo español. Un antiguo monolito erigido en el lugar recuerda aquel episodio negro y poco conocido de nuestra historia, pero que aún hoy sigue teniendo ecos funestos por los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar: el desembarco en la isla de miles de soldados franceses y su abandono durante años a sus propios medios, en unas condiciones que la mayoría de historiadores no han dudado en definir como infernales.

Aguas del puerto de Cabrera. Autor, Cayetano

                                                         Aguas del puerto de Cabrera. Autor: Cayetano

La rendición de Bailén. Obra de José Casado del Alisal. 1864

                                              La rendición de Bailén. Obra de José Casado del Alisal. 1864

Tras la derrota de las tropas napoleónicas en Bailén a manos del General Castaños, el 19 de julio de 1808, miles de soldados franceses fueron hechos prisioneros y enviados en largas comitivas hasta la ciudad de Cádiz. En un principio las órdenes indicaban su traslado a los puertos de Rota y Sanlúcar de Barrameda para embarcar de vuelta a su país, pero la idea inicial quedó sin efecto ante la decisión de última hora de la Junta Suprema de Sevilla, quien decidió “No respetar tratados y acuerdos firmados con el enemigo francés”. Si se sumaban a este contingente los prisioneros de Trafalgar, todavía en Cádiz tras la batalla que libró la coalición británica contra franceses y españoles, el número de cautivos en esa ciudad superaba ampliamente las 20.000 personas, por lo que existía el temor razonable de que a su regreso se integrasen nuevamente en el ejército de Napoleón. Esto era algo que debía evitarse a cualquier precio, de modo que tanto las tropas españolas como sus socios británicos se negaron en redondo a liberar a los prisioneros, y la Junta Central terminó firmando su deportación a diferentes destinos dentro del territorio español.

Una parte importante partió de inmediato a las islas Canarias mientras que el resto (se estima que alrededor de 4.500 soldados) tomaba rumbo al grupo de las Baleares: Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera. Las condiciones del viaje en los pontones fueron pésimas. Hacinados, mal alimentados y peor tratados, muchos de ellos enfermaron de tifus, escorbuto, disentería y otros males que hacían muy elevado el riesgo de contagio. La noticia se extendió como la pólvora a su llegada a aguas mallorquinas, el 20 de abril de 1809, y la Junta de Mallorca prohibió el desembarco ante el temor de que la epidemia pudiese extenderse entre la población local (lo mismo ocurrió en Menorca). De esta forma, tras permitir tomar tierra a los oficiales de mayor rango, los soldados rasos continuaron su fatídico viaje hasta la isla de Cabrera adonde llegaron finalmente dos semanas después para ser abandonados a su suerte.

Puesta de sol en la isla de Cabrera. Autor, Ingo Meironke

                                                 Puesta de sol en la isla de Cabrera. Autor: Ingo Meironke

Es Port Cabrera, con el castillo de Cabrera al fondo. Autor, Cayetano

                                       Es Port Cabrera, con el castillo de Cabrera al fondo. Autor: Cayetano

Con una superficie de 1.836 Has. y un perímetro costero de apenas 14 km, la isla terminó siendo el hogar obligado de los soldados franceses supervivientes, un hogar que con el paso de las semanas y los meses no tardo en transformarse en su peor pesadilla. En un terreno que apenas ofrecía lo necesario para la vida de unas cuantas familias se hacinaron miles de hombres hambrientos, enfermos y semidesnudos, viviendo en cuevas y oquedades entre las rocas, o en cobertizos fabricados con piedras apiladas y ramas de arbustos, al igual que robinsones olvidados del mundo y sin esperanza alguna de salvación. A medida que transcurría la guerra, Cabrera se convirtió en el presidio ideal para las autoridades españolas. Cada cierto tiempo llegaban nuevos contingentes de desgraciados que tras su desembarco venían a ocupar una zona ya atestada de compatriotas, por lo que las escenas de luchas y salvajismo por acceder a los contados recursos de la isla debieron ser constantes. Se calcula que a lo largo de la guerra fueron trasladadas desde la Península y confinadas allí más de 12.000 personas.

El estado higiénico era espantoso, lo que propició la aparición de enfermedades y epidemias que elevaron la mortandad hasta límites insospechados. Puesto que la isla no disponía de corrientes de agua o pozos permanentes, el suplicio de la sed era una amenaza constante entre los cautivos, y en cuanto a la comida, el hambre se aliviaba escasamente por la caza de conejos, lagartos o insectos en un terreno empobrecido que no daba para mucho más. La recolección ocasional de huevos de aves y sobre todo la pesca fueron el principal sustento para unas gentes que, en su desesperación, no dudaron en devorar la carne de compañeros fallecidos y de cometer actos de canibalismo y coprofagia. Al principio los más enfermos eran trasladados a Mallorca para ser tratados allí, pero estas atenciones terminaron pronto. Se sabe que los enfermos que regresaban a Cabrera tras su cura no dudaban en automutilarse para salir nuevamente de la isla, lo que prueba hasta qué punto se trataba de un lugar maldito y ajeno a la humanidad y al trato más elementales.

Batalla de Trafalgar. Obra de Auguste Mayer. 1836

                                                     Batalla de Trafalgar. Obra de Auguste Mayer. 1836

Acantilados de Cabrera desde el mar. Autor, Cayetano

                                                   Acantilados de Cabrera desde el mar. Autor: Cayetano

Fue el gran periodista mallorquín Don Miguel de los Santos Oliver el que, en 1896, aportó los primeros datos sobre el calvario de los “náufragos de Cabrera”. Estas informaciones se ampliaron después con diversas excavaciones arqueológicas in situ, única forma real de conocer las condiciones de vida casi prehistóricas a que estuvieron sometidos los soldados. Así, a través de los restos de huesos, madera y otros materiales pudo constatarse que los franceses trabajaron la piedra para fabricar armas de caza, y que tallaron madera y fabricaron recipientes de mimbre y otros enseres necesarios para la vida cotidiana. De los testimonios recogidos por los supervivientes se sabe también que las pocas mujeres que llegaron con ellos no tuvieron más remedio que prostituirse para conseguir comida, y que la lucha contra el hambre hizo que hasta las habas constituyesen entre ellos una moneda de cambio. Tras más de 5 años de calvario, las enfermedades, la desnutrición y la misma desesperación que conducía muchas veces a la locura o al suicidio, terminaron diezmando las filas de presidiarios en una sangría constante solo en fechas recientes desvelada en sus verdaderas dimensiones.

Acantilados de Illa des Conills, otra del archipiélago de Cabrera. Autor, Cayetano

                              Acantilados de Illa des Conills, otra del archipiélago de Cabrera. Autor: Cayetano

Oficial francés a caballo, del ejército de Napoleón. Autor, Jose Luis Cernadas

                                Oficial francés a caballo, del ejército de Napoleón. Autor: Jose Luis Cernadas

Cuando en mayo de 1814 fueron liberados y embarcados hacia Francia el número de supervivientes ascendió apenas a 3.500 almas, es decir, casi la cuarta parte del total de presidiarios que albergó la isla. Antes de subir a bordo los cautivos prendieron fuego a los cobertizos y utensilios que durante ese tiempo les habían servido de sustento, en un intento de borrar del mapa (y también de su mente) la barbarie colectiva que supuso el presidio de Cabrera. Un antiguo monolito erigido en la isla recuerda a los miles de prisioneros franceses muertos allí, y fue precisamente en ese lugar donde tuvo lugar el acto de homenaje que en mayo de 2009 rindieron los ejércitos de España y Francia a la memoria de los caídos. El delegado del Gobierno en las islas ensalzó el recuerdo de estos soldados que «lucharon por su patria», calificando el homenaje como «un acto de justicia histórica para pasar página a una de las etapas más oscuras de la historia reciente de las Baleares”. Y por supuesto, añadimos, también de nuestro país.

Vista desde el castillo de cabrera. A lo lejos, la isla de Mallorca. Autor, Ingo, Meironke

                         Vista desde el castillo de Cabrera. A lo lejos, la isla de Mallorca. Autor: Ingo, Meironke

Publicado el 2 comentarios

Bombos, o el arte de la Piedra Seca

Bombo Tomelloso

En la España meseteña del interior volcada secularmente en la agricultura, donde los municipios son tan extensos y las distancias entre pueblos y ciudades se dilatan enormemente, fue necesario desde antiguo la construcción de habitáculos en el campo que cumpliesen con funciones muy específicas. En muchos casos se trataba de simples refugios para el ganado y de carácter muy provisional. Otras, la estructura podía circunscribirse al fenómeno de vivienda dispersa tan común en nuestro país. A medio camino entre los dos es donde debemos situar el fenómeno del Bombo.

El Bombo, muy común en Tomelloso pero extendido de forma amplia por toda la geografía castellano-manchega, desde Valdepeñas hasta Albacete, es una construcción sólida, edificada para permanecer y de carácter exclusivamente rural. En un medio y un tiempo anteriores a los vehículos a motor, cuando las tierras de labor se encontraban a varias leguas y no era posible ir y volver al pueblo en un mismo día, los trabajadores debían permanecer sobre el terreno mientras duraban las faenas agrícolas de la temporada. Esa necesidad les obligaba a construir instalaciones para albergar a los labradores y gañanes, dar refugio a las bestias de labor o guardar sus aperos de labranza durante las interminables jornadas trascurridas en el campo, y que a menudo se extendían a lo largo de semanas e incluso meses.

Bombo y museo del carro, Tomelloso.Bombo y museo del carro, Tomelloso.

El rasgo más característico de los Bombos es su carácter utilitario y funcional, exento de adornos. La sobriedad y la economía eran señas de identidad y reflejo a su vez de un modo de vida donde el trabajo y el vínculo a la tierra estaban íntimamente unidos a la personalidad de los tomelloseros. En su interior, una pequeña abertura en la pared a modo de alacena, y soportes en los muros para colgar aperos, hatos de comida y manto de faena. Poco más se ofrecía a la comodidad del labriego. Las únicas aberturas eran la puerta, adintelada y orientada al sur, y el conducto cilíndrico de la chimenea. Las estancias eran también pocas, y el mobiliario se completaba casi siempre con camastros de piedra, poyos para descansar y una cuadra con pesebres destinada a los animales (que también proporcionaba calor a la estancia).

Desde el punto de vista histórico se argumenta que los bombos actuales podrían tener su origen en construcciones de piedra de edad prehistórica. Sin embargo hay que avanzar hasta el siglo XIII, con la llegada de la Mesta, para documentar en la zona manchega elementos similares y que hoy todavía abundan, como corrales para el ganado y chozos de pastores. El chozo servía al igual que el Bombo de cobijo y vivienda temporal, pero tenía un carácter mucho más provisional al no construirse enteramente en mampostería (la techumbre solía ser de ramaje o carrizo). A mediados del siglo XIX, cuando se extendieron los campos de viñas en Tomelloso, estas necesidades se hicieron evidentes ya que la vid requería de una mayor dedicación que otros cultivos como el cereal, lo que hizo inevitable el trabajo in situ de gañanes y labriegos durante largos periodos de tiempo. Fue entonces cuando surgió la figura del Bombo, que en modo alguno puede catalogarse como una construcción provisional. 

En Tomelloso la construcción del Bombo no era una tarea sencilla. Los lugareños aprovechaban el material que tenían más a mano, la piedra, apilándola en diferentes acabados sin ningún tipo de argamasa para conformar un paisaje que hoy se considera de gran valor estético en amplias zonas de España, Francia o Italia: la arquitectura de piedra seca. Para ello utilizaban lajas de piedra caliza, resistentes y de fácil manejo, que se extraían de la propia tierra de labor a medida transcurrían las faenas agrícolas. Estas piedras iban acumulándose después en montones más o menos grandes entre los campos, por lo que hoy es habitual que los bombos estén situados precisamente en los límites de parcelas y próximos a los caminos rurales. Una vez rellenados los cimientos, se disponían las lajas de piedra más grandes formando una pared de 2 muros con un hueco interior que luego se rellenaba de piedra suelta. A medida que aumentaba la altura, y siempre sin argamasa, las piedras iban siendo cada vez más pequeñas hasta que el constructor comenzaba a hacer volar ligeramente cada hilada hacia el interior, conformando así la bóveda del Bombo. El anillo del vértice, de pocos centímetros de apertura, se cubría finalmente con una piedra gruesa para dar término al edificio.

El sol cae a plomo sobre tejados, corrales y plazas de piedra. A su alrededor los campos, adormecidos, exhiben el verde intenso de las viñas cruzado desde todos lados por cintas polvorientas de un blanco terroso. Por estos caminos sin sombra avanzan los gañanes junto a las yuntas de mulas, que arrastran con aire apesadumbrado carros cargados de pertrechos y el consabido “hato” de una semana. Todo es viña alrededor. En lontananza se advierte una figura solitaria, vibrante y difusa a través del aire recalentado. A medida que el labriego se acerca su perfil va achicándose y adquiere proporciones reales, como la cáscara de un huevo invertido, toma poco a poco el color de la piedra y termina confundiéndose casi con el paisaje resabiado de la llanura. Es la misma roca utilizada desde que se tiene memoria, la roca revuelta en la tierra y sacada con esfuerzo a los pies del arado, la roca acumulada durante siglos para construir majanos y refugios, quinterías y hasta las casas familiares en el pueblo. El hombre se dirige hacia allí y a poco detiene las mulas junto a la pequeña construcción circular, sin adornos, solida y funcional como la propia viña que lo rodea. Comienza otro día de faena.

                                                                       

El Bombo, elemento básico en la personalidad de unas gentes volcadas en la tierra y en la vid, sigue estando presente en el paisaje. Ese es el legado de Tomelloso, afortunadamente todavía en pie. Esperemos que su figura siga siendo un canto a la agreste tierra de Castilla y que continúe alojando en su memoria el perfil de sus amplios horizontes, sus campos requemados y, por qué no, la figura secular del arriero, poesía viva como el propio palpitar de una tierra que no conoce edad.

“Los arrieros y sus largas recuas de mulas, adornadas con campanillas de monótono tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus sombreros gachos; ved a los arrieros, verdaderos señores de las rutas de España (…)”. George Borrow. La Biblia en España