Publicado el 6 comentarios

Calatrava la Nueva y los calatravos. La vida cotidiana de los monjes-soldado (1ª Parte)

Calatrava la Nueva y los calatravos. La vida cotidiana de los monjes-soldado (1ª Parte)

Qal’at Rabah, la fortaleza de Rabah. En un principio se llamó así a la Vieja Calatrava, el castillo árabe levantado en el siglo VIII a orillas del Guadiana para controlar la importante y estratégica ruta que iba de Toledo a Córdoba. Pero después, con la Reconquista, los cristianos castellanizaron el término y le dieron su forma actual. Y su nombre pasó a denominar también a la Orden militar que el abad cisterciense de Fitero, Don Raimundo, estableció en aquel enclave casi despoblado y próximo a la frontera, así como a la nueva fortaleza de los catatravos más al sur, el castillo de Dueñas, que desde entonces fue conocido a uno y otro lado como Calatrava la Nueva. Este año se cumple el VIII centenario de la construcción de esta maravilla militar a partir del antiguo castillo, y en conmemoración de aquel hecho podremos disfrutar los próximos 20-22 de septiembre de la I Recreación Histórica en el Sacro convento y castillo de Calatrava la Nueva, hoy término municipal ciudadrealeño de Aldea del Rey. Será la ocasión ideal para encontrarnos con escenas sacadas de la vida cotidiana de aquella época: las encomiendas, la severa Regla de la Orden, los ejercicios espirituales, las aceifas musulmanas y los contraataques cristianos… Pero, ¿cómo era el día a día de estos monjes-soldado dentro de su famosa fortaleza, y cuál fue su significado e importancia real en los convulsos años de la Cruzada peninsular contra Al-Ándalus?

2. Vista sur del castillo de Calatrava la Nueva. Autor, Spacelives

                                             Vista sur del castillo de Calatrava la Nueva. Autor: Spacelives

3. La lucha contra el infiel. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

                                La lucha contra el infiel. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

Don Raimundo siempre fue el abad de estos frates un tanto especiales, que habían tomado el hábito cisterciense pero para prestar en Calatrava el servicio de las armas. No todos los monjes estuvieron de acuerdo con esta decisión, y tras la muerte de don Raimundo cada grupo nombró a su propio jefe y se separaron tomando desde entonces rumbos distintos: los freires caballeros se quedaron solos en el castillo de Calatrava la Vieja con su recién nombrado maestre don García, mientras los clérigos cistercienses puros abandonaron el lugar. Acababa de nacer la Orden de Calatrava, o de los calatravos, la primera de estas características íntegramente hispana.

4. Recreación de un caballero de la Orden de Calatrava. Autor, Contando Estrelas

                              Recreación de un caballero de la Orden de Calatrava. Autor: Contando Estrelas

En apenas medio siglo, y sobre todo con la ocupación y construcción de la fortaleza de Calatrava la Nueva en 1213-17, la Orden de Calatrava había adquirido un prestigio notable y en ciertos aspectos similar a la decana del Temple. Pero la observancia de la Regla y la base de su código de valores continuaron siendo los mismos del primer año. En realidad, todas las Órdenes militares surgidas por aquella época tenían una organización muy semejante. Según la Regla formaban parte de la Orden 3 clases de freires: caballeros; sargentos o sirvientes; y finalmente clérigos, los encargados de celebrar la misa y administrar los sacramentos a los miembros de su organización. Los freires clérigos de Calatrava, igual que ocurría con los de Santiago o los hospitalarios de San Juan, vivían en el interior de conventos específicos bajo la dirección de un prior. Este fue el caso de Calatrava la Nueva durante las etapas iniciales, y de la casa de Almagro con la ampliación y afianzamiento posterior.

5. Calatrava la Vieja, primera sede de la Orden, junto al Guadiana. Autor, Van

                                   Calatrava la Vieja, primera sede de la Orden, junto al Guadiana. Autor: Van

6. Arenga a los caballeros antes de la batalla. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

                Arenga a los caballeros antes de la batalla. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

Pero sin ninguna duda eran los caballeros los freires de mayor prestigio, dado el fin militar de estas organizaciones y su posición preponderante en la caballería de los ejércitos cristianos. Durante el combate se encontraban siempre asistidos por escuderos a pie y de origen no noble, los cuales derivaron más tarde en los freires sargentos o sirvientes (aunque a menudo eran simples seglares pagados y que nunca profesaron los votos). Los sirvientes desempeñaban dentro del convento oficios diversos además de escuderos: podían ser albañiles, artesanos, pastores, agricultores y, en realidad, cualquier profesional al que fuese necesario acudir dentro de la fortaleza.

7. Interior de la iglesia del castillo. Autor, Spacelives

                                                      Interior de la iglesia del castillo. Autor: Spacelives

8. Murallas y entrada al castillo. Autor, Carlos de Vega

                                                   Murallas y entrada al castillo. Autor: Carlos de Vega

El órgano supremo de gobierno de los calatravos era el Capítulo general, de celebración anual y al que acudían regularmente todas las dignidades de la Orden. El Capítulo general podía ocuparse de cualquier asunto, pero en la práctica trataba sobre todo aspectos de disciplina, obediencia, vestido, alimentación o viajes de los miembros constituyentes. Asimismo dirigieron la repoblación de los inmensos territorios vacíos al sur del Guadiana y que fueron poseyendo y administrando conforme avanzaba la Reconquista. De hecho, una parte de ellos sigue ostentando su antigua denominación y hoy se conoce conjuntamente como Campo de Calatrava.

9. Caballeros y su maquinaria de guerra. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

                    Caballeros y su maquinaria de guerra. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

Las principales dignidades de los calatravos, y en general de cualquier otra Orden hispánica, fueron los maestres y comendadores mayores, los claveros y los priores. El maestre era el superior general, elegido por todos los miembros de la Orden y confirmado por el abad cisterciense de la abadía madre, es decir, Morimond, hoy ubicada en el departamento francés del Alto Marne. Jurídicamente el maestre tenía una autoridad absoluta dentro de los límites y fines de la Regla. Todos los miembros de la Orden estaban obligados a acatar sus mandatos, y las desobediencias estaban gravemente castigadas con ayunos y disciplinas de muy diverso tipo. Asimismo, entre sus tareas estaba el elegir a los comendadores de cada una de las casas, y asignar a los freires y clérigos sus destinos conventuales definitivos. En la guerra era también el capitán general al mando de las huestes de su Orden. Durante los años iniciales el maestre de los calatravos tuvo su sede en Calatrava la Nueva, pero muy pronto, ya en el reinado de Alfonso X el Sabio (1252-1284), habían hecho de Almagro la capital de sus dominios convirtiéndola en su residencia habitual. Allí se construyó el palacio Maestral de los de Calatrava, mientras que la iglesia parroquial de San Bartolomé, enfrente de palacio, pasaba a ser parroquia de los maestres.

10. Vistas desde Calatrava la Nueva. Enfrente, el castillo de Salvatierra. Autor, Mayoral

                            Vistas desde Calatrava la Nueva. Enfrente, el castillo de Salvatierra. Autor: Mayoral

11. En lo más cruento de la lucha. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

                           En lo más cruento de la lucha. De la obra Las Cruzadas. Gustavo Doré (1832-1883)

El comendador mayor, en cambio, ocupaba el lugar del maestre en ausencia de éste. La Orden de Calatrava tenía tan solo dos comendadores mayores: uno en la Corona de Castilla y otro en Aragón, en Alcañiz. El primero dirigía toda la organización militar de los de su Orden, mientras que el de Aragón limitaba sus competencias solo a este Reino. La función principal de los comendadores era la del gobierno de las casas y fortalezas bajo su jurisdicción, además de la visita a sus distintas encomiendas, sin duda el principal sostén de ésta y otras órdenes militares. Las encomiendas eran de hecho verdaderos centros administrativos y económicos para el cobro de las rentas que sostenían la vida en conventos y fortalezas, así como las acciones militares que el comendador quisiese emprender en la guerra declarada contra el dominio musulmán.

12. Caballeros calatravos en orden de defensa. Autor, Jose María Moreno García

                                Caballeros calatravos en orden de defensa. Autor: Jose María Moreno García

13. Caballeros calatravos en una recreación histórica. Autor, Jose María Moreno García

                          Caballeros calatravos en una recreación histórica. Autor: Jose María Moreno García

Los claveros tenían como misión la custodia de las llaves y mantenimiento del principal castillo y casa de la Orden, y al igual que los comendadores y los maestres eran siempre caballeros. En los calatravos la clavería quedó adscrita al comendador de la fortaleza de Calatrava la Nueva. Finalmente, los priores eran religiosos (no caballeros) que gobernaban el convento principal y que en Calatrava estuvo situado en Almagro. El prior siempre fue el superior de los clérigos y a él correspondía recibir la admisión de candidatos al hábito y a la profesión, además de dirigirlos en los diferentes conventos donde residiesen. Función del prior era asimismo proveer de párrocos a las parroquias donde los calatravos ejercían jurisdicción, y que al igual que las tierras, molinos, puentes, casas y ciudades, suponían también una fuente considerable de ingresos y un centro de espiritualidad en aquellas tierras de frontera secularmente castigadas por la guerra.

Continuará …

14. Damas y caballeros calatravos, para la foto. Autor, Jose María Moreno García

                                Damas y caballeros calatravos, para la foto. Autor: Jose María Moreno García

Publicado el Deja un comentario

San Ildefonso y el palacio real de La Granja. El Pequeño Versalles del rey (2ª Parte)

San Ildefonso y el palacio real de La Granja. El Pequeño Versalles del rey (2ª Parte)

La vida cotidiana de los reyes en el palacio de La Granja era de lo más aburrida. El embajador especial de Francia ante Felipe, mariscal duque de Tessé, pasó en febrero de 1724 por San Ildefonso en medio de un paisaje cubierto por la nieve y la primera impresión que tuvo queda bien reflejada en las siguientes palabras: “es tal vez el más bárbaro y más incómodo lugar del mundo”. Mientras el carruaje avanzaba por los invernales bosques a través de un paisaje desolador, donde no se atisbaba ni un alma en varias leguas a la redonda, el mariscal podía observar sin embargo cómo varios cientos de ciervos vagaban tranquilamente por las cercanías del palacio.

2. La Granja en el lienzo. Autor, Jesuscm

                                                               La Granja en el lienzo. Autor, Jesuscm

En La Granja la corte se limitaba a un grupo de personas de las cuales la más importante era José, marqués de Grimaldo, que se había retirado con el rey y continuaba ocupándose de los asuntos públicos. A causa del total aislamiento se ofrecían pocas oportunidades de variar la rutina diaria de la corte. Por la mañana Felipe e Isabel asistían a misa en la capilla, y por las tardes o bien iban de caza o se alejaban un poco para visitar las iglesias y conventos de Segovia. Si hacía mal tiempo se quedaban en el interior de palacio y jugaban al billar. Las noches, algo más animadas, las dedicaban Sus Majestades a consultar con los confesores y a los negocios que fuese necesario tratar con Grimaldo.

3. Nieve y montañas de la sierra de Guadarrama. Autor, Miguel303xm

                                        Nieve y montañas de la sierra de Guadarrama. Autor, Miguel303xm

El embajador francés contaba ya con la edad de setenta y tres años, y acostumbrado a las excelencias de la corte vecina no estaba para muchos elogios mientras convivió con su anfitrión. Tessé estaba además seguro de una cosa: aparte del rey nadie se sentía del todo feliz en aquel lugar. “Todo el mundo está desesperado de haber de vivir en este desierto” llegó a escribir en una ocasión. Cuando el mariscal habló con los monarcas pudo ver por la expresión de la reina que ésta quería volver a la civilización, aunque quizás la frase más elocuente en este sentido fue la que oyó en boca del propio marqués de Grimaldo: “El rey no está muerto ni yo tampoco, y no tengo ganas de morirme”, añadiendo después en voz baja: “Nada más puedo deciros”.

4. Detalle de una de las salas interiores. Autor, Jaime Pérez

                                                 Detalle de una de las salas interiores. Autor, Jaime Pérez

Después de pasar cinco días en San Ildefonso, Tessé fue a visitar la corte en Madrid. Los sentimientos que se manifestaban en La Granja están de sobra confirmados en las cartas de la propia reina, Isabel de Farnesio, que en su correspondencia de 1724 se refiere al lugar como un “desierto”, “un desierto con ciervos y aburrimiento”, o bien utilizaba expresiones lapidatorias para expresar su desánimo: “no olvidéis a aquellos que viven en el desierto”. El uso de la palabra “desierto” no era en modo alguno exclusivo de sus sentimientos, ya que en Madrid era común referirse al retiro del rey como “aquel desierto”.

5. Espectacular estatua en una de las fuentes. Autor, Luis Miguel García

                                      Espectacular estatua en una de las fuentes. Autor, Luis Miguel García

Felipe, por supuesto, adoraba el palacio que había creado. Era, literalmente, la única residencia en toda España donde se sentía como en casa, y tras su abdicación a favor de su hijo Luis pasó a vivir allí permanentemente. El príncipe de Asturias tenía diecisiete años cuando subió al trono con el nombre de Luis I de España, y fue proclamado rey el 9 de febrero de 1724. El hecho de que además estuviese casado desde los quince años con Luisa Isabel de Orleans, llevada al altar con doce y con un carácter totalmente aniñado y extravagante, da una idea real acerca de en qué manos quedaban las riendas de la nación. A finales de marzo el rey hizo su primera visita de un par de días a San Ildefonso, donde paseó con su padre por los jardines y comentaron algunos de sus problemas más inmediatos. Pero en realidad, a Luis I le interesaban poco los asuntos nacionales y estaba más atraído por las francachelas que organizaba con sus amigos en la corte de Madrid.

6. Aspecto invernal del palacio. Autor, Toni Castillo

                                                       Aspecto invernal del palacio. Autor, Toni Castillo

Luis y su esposa visitaron nuevamente La Granja en verano de ese mismo año, y Felipe aprovechó la estancia para hablar seriamente con su nuera. Ahora Luisa tenía catorce años y se hacía insoportable para todos con su comportamiento imprevisible e indecoroso, lo que en la España ultracatólica del XVIII resultaba imperdonable. La muchacha se hizo muy conocida en la corte por su lenguaje obsceno y su conducta poco menos que disoluta. A menudo no llevaba ropa interior y se movía por los pasillos de palacio cubierta solo con un salto de cama muy ligero, que no dejaba nada para la imaginación. Un noble de la corte, el marqués de Santa Cruz, escribía que “tenemos todo el día un continuado sinsabor, y si no es para perder nuestras saludes no es otra cosa. (…) Este pobre rey ha sido bien desgraciado si esta señora no muda en un todo”.

7. El entorno de La Granja. Sierra de Guadarrama. Autor, Alejandro Valero

                                     El entorno de La Granja. Sierra de Guadarrama. Autor, Alejandro Valero

Luisa aceptó la reprimenda de su suegro y le prometió que cambiaría su conducta, pero al regresar a Madrid se comportó como siempre. Luis, desesperado, escribió a su padre que “no veo otro remedio que el encerrarla, porque el mismo caso hace de lo que le dijo el rey como si se tratara de un cochero”. Finalmente, el 4 de julio, el rey ordenó que fuera puesta bajo arresto en el Alcázar viendo que la conducta de la reina era “muy perjudicial a su salud y daña a su augusto carácter”. Permaneció aislada durante siete días y solo fue liberada cuando prometió solemnemente que se portaría bien a partir de entonces.

8. Palacio del Real Sitio de La Granja. Autor, Miguel303xm

                                                  Palacio del Real Sitio de La Granja. Autor, Miguel303xm

Y desde luego parece que cumplió con las expectativas, puesto que el 14 de agosto el rey Luis I enfermó de viruela repentinamente y tuvo que guardar cama. La viruela era por entonces una enfermedad temida y con una alta tasa de mortalidad, pero a pesar de ello Luisa se mantuvo junto a su marido cuidándole solícitamente y exponiéndose con ello a su contagio. De nada sirvieron sus desvelos. A finales de mes el rey contrajo una fiebre muy alta que le hacía delirar, redactó a duras penas un testamento nombrando a su padre heredero universal, y falleció finalmente en las primeras horas del 31 de agosto después de un breve reinado de siete meses y medio.

9. Tupido bosque en los jardines. Autor, MarkioM

                                                       Tupido bosque en los Jardines. Autor, MarkioM

Ese fue el fin del sueño de San Ildefonso para Felipe. A pesar de que renegaba del trono y llegó a decir aquello de “no quiero ir al infierno”, refiriéndose con ello a la corte de Madrid, no tuvo más remedio que retomar las riendas del poder y regresar a la vida política, cosa que sucedió con su reinstauración en el trono el 5 de septiembre de 1724. Pero no olvidó nunca su querido palacio de La Granja. A él regresó frecuentemente cuando los problemas de la corte le daban un respiro, y allí descansó definitivamente como fue su deseo, al fallecer en julio de 1746 y terminar su largo reinado de cuarenta y cinco años y tres días (el más largo de la historia de este país). Fue enterrado pocos días después en el palacio real de San Ildefonso, donde descansa dentro del mausoleo emplazado en la Sala de las reliquias junto a los restos de la que fue su segunda esposa, Isabel de Farnesio… a la que nunca le gustó el palacio en vida.

10. Estatua clásica en La Granja. Autor, Sammy Pompon

                                                   Estatua clásica junto a palacio. Autor, Sammy Pompon

Publicado el Deja un comentario

San Ildefonso y el palacio real de La Granja, el Pequeño Versalles del Rey (1ª parte)

San Ildefonso y el palacio real de La Granja, el Pequeño Versalles del Rey (1ª parte)

En la vertiente norte de la Sierra de Guadarrama, a 13 kilómetros de Segovia y a unos 80 de Madrid, se levanta en un marco de incomparable fastuosidad el que fuera símbolo central del reinado de Felipe V, el rey loco y primer Borbón que tuvo la nación española. Mañana se cumplen 290 años desde que los reyes de España estrenaran sus innumerables salas y habitaran por primera vez el complejo. Y todavía hoy, para los que visitan el Real Sitio de la Granja, su recorrido constituye toda una experiencia de lujo principesco pocas veces repetida en otros palacios de nuestra geografía, pues el estilo barroco, el enclave a los pies de la boscosa sierra de Guadarrama y el hecho de que el rey construyera sus jardines a semejanza de los de Versalles (hablaba a menudo de su “pequeño Versalles”) hicieron de esta residencia monárquica una de las más importantes de Europa por aquella época. El nombre de La Granja procede de la existencia real en el lugar de una humilde granja, propiedad de los monjes Jerónimos residentes en el cercano monasterio del Parral. Pero hoy su aspecto resulta de todo menos humilde y pueblerino, y de hecho, tras la construcción del edificio central y los espléndidos jardines a principios del siglo XVIII, pasaría a convertirse rápidamente en residencia veraniega oficial de los reyes de España hasta el desgraciado incendio del palacio, ocurrido en 1918, cuando se destruyeron las habitaciones ocupadas por Alfonso XIII y su familia.

2. Impresionante fachada principal del palacio. Autor, Katharsia

                                             Impresionante fachada principal del palacio. Autor, Katharsia

La historia de su construcción y primeros años está llena de avatares sorprendentes. Después de la guerra de Sucesión llegaron años pacíficos en los que Felipe V e Isabel pudieron dedicarse sin remilgos a su pasión favorita: la caza. Las visitas se repitieron varias veces, aunque parece que la primera de ellas fue en marzo de 1716. El suntuoso palacio de Felipe II en la cercana Valsaín se había incendiado en 1686 (todavía pueden verse sus memorables ruinas junto a las casas y corrales de la periferia), de modo que cuando Felipe V descubrió su emplazamiento dio instrucciones al principal arquitecto de Madrid, Teodoro Ardemáns, para que lo reconstruyera. Se llevó a cabo una mínima reconstrucción, aunque suficiente como para permitir que el rey y la reina pudiesen cazar por la zona cuando les viniese en gana.

3. Vista del palacio desde los jardines. Autor, Asteresp

                                                      Vista del palacio desde los jardines. Autor, Asteresp

Mientras tanto, en una de sus expediciones de caza el rey encontró casualmente un nuevo paraje, tan magnífico a sus ojos que le animó a pensar seriamente en una nueva residencia real. En marzo de 1720 compró dichas tierras al monasterio de Jerónimos, y poco después tomó las medidas oportunas para empezar a construirla. Para Felipe el futuro palacio real de La Granja sería su definitivo retiro espiritual, pues en aquella mente enferma ya se había concebido seriamente la idea de abdicar en favor de su hijo Luis, por entonces de apenas 13 años de edad. Así, durante los últimos meses de 1720 una numerosa cuadrilla de operarios comenzó a limpiar y preparar el espacio, mientras que la construcción del edificio se confiaba a Ardemáns, que dirigió y levantó la parte principal de la obra en un tiempo record (entre 1721 y 1723). Ardemáns edificó un palacio tradicional de cuatro torres modelado a imitación de un alcázar, y mientras duraron las obras Felipe e Isabel residieron a menudo en Valsaín, desde donde supervisaban todos los detalles de la construcción de La Granja mientras seguían cazando en los espléndidos bosques de la sierra circundante.

4. Espectáculo de agua en una de las fuentes del palacio. Autor, Druidabruxux

                                 Espectáculo de agua en una de las fuentes del palacio. Autor, Druidabruxux

En una de las visitas, Isabel comentaba la “beauté ravissante” del paisaje, “repleto de flores amarillas, violáceas, blancas y azules, y además de ésto muchos ciervos que nos aguardan”. Después de la muerte de Ardemáns, en 1726, los arquitectos romanos Procaccini y Subisati tomaron el relevo y modificaron sustancialmente el estilo del edificio, cambiando la distribución, dotándolo de nuevos patios y ampliando los jardines aledaños. La Granja acabó teniendo un estilo más europeo que español, y esto inevitablemente provocaba reacciones adversas por parte del pueblo, que preferían algo más familiar y acorde con el estado de las arcas públicas. Pero sea como fuere, el palacio se mantiene hoy en un admirable buen estado y es todo un ejemplo del barroco europeo más rampante y monumental. Se ha dicho de La Granja que “el núcleo era español, la composición francesa y las superficies italianas”. Y en contra de la opinión general no hubo intención alguna de imitar Versalles. Solo los jardines, cuidadosamente planificados por Felipe, eran una realización consciente de los recuerdos que guardaba Felipe sobre la que fue Joya arquitectónica de su abuelo, El Rey Sol, a unas pocas leguas al oeste de París.

5. Fuente de las Tres Gracias. Autor, Mackote_VK

                                                        Fuente de las Tres Gracias. Autor, Mackote_VK

El palacio y los edificios anexos, que dan al conjunto una forma de gran U, disponían de infinidad de salas lujosamente decoradas, dormitorios, salones de recepción, gabinetes, oratorios… Todo para mayor comodidad de los reyes y el resignado servicio que los acompañaba. Hoy las dependencias del Real Sitio de La Granja son visitadas asiduamente por el turista, que en su recorrido no se cansa de oír por los pasillos el sonoro repertorio de nombres con que se conocen cada una de las dependencias: Museo de los Tapices; Salón de Alabarderos; Pieza de Comer, Pieza de Vestir o Pieza de la Chimenea; Dormitorio de sus Majestades; Gabinete de la Reina; Tocador de la Reina; Antecámara de la Reina; Sala de Lacas; Gabinete de Espejos…

6. Jardines reales en invierno. Autor, Roberto Lazo

                                                       Jardines reales en invierno. Autor, Roberto Lazo

Pero la espléndida visión del Palacio real no sería completa sin sus 146 hectáreas de jardines, que en nada tienen que envidiar a su modelo parisino. Para su diseño se aprovecharon las pendientes naturales de las colinas que circundan el palacio, y no sólo para conseguir unos decorados insuperables, sino también como un inteligente medio para hacer brotar el agua de las 26 magníficas fuentes que lo componen. El procedimiento, en realidad muy sencillo, se basaba en la única ayuda de la gravedad y en un lago artificial llamado “El Mar”, construido en el emplazamiento más elevado del parque. Actualmente sólo algunas fuentes (la mayoría bellamente inspiradas en la mitología clásica) son puestas en funcionamiento cada día, aunque coincidiendo con jornadas señaladas se activa todo el conjunto en un auténtico espectáculo para los sentidos, que cada año atrae a miles de personas llegadas de todos los puntos del país.

7. Torres del palacio real de La Granja. Autor, Gabsiq

                                                      Torres del palacio real de La Granja. Autor, Gabsiq

Sin duda el palacio real de La Granja fue la primera gran contribución del monarca a la arquitectura real de la época, pero sin duda supuso una carga inoportuna para los tesoreros del gobierno, que en esta época estaban luchando para poder pagar las aplastantes deudas de guerra a que estaba sometida la nación. El rey y la reina comenzaron a vivir en La Granja a partir del 10 de septiembre de 1723, cuando el edificio aún no estaba finalizado, y varios meses antes de que Felipe V abdicara en favor de su hijo Luis, quien subió finalmente al trono con 16 años y adoptando el nombre de Luis I.

8. Detalle de la Fuente de La Fama. Autor, Druidabruxux

                                                   Detalle de la Fuente de La Fama. Autor, Druidabruxux

Publicado el 3 comentarios

Entre silos y molinos de viento. Por tierras toledanas del Campo de San Juan (1ª Parte)

Entre silos y molinos de viento. Por tierras toledanas del Campo de San Juan (1ª Parte)

En el reseco y ligeramente ondulado altiplano de La Mancha, el viajero echa a caminar recien despuntado el día. Lo sabe por experiencia: durante el mes de agosto y en mitad de un mundo dorado de rastrojos extendidos hasta el horizonte, el sol del mediodía es como un horno llameante que chupa la humedad de hombres y bestias, y a veces no deja ni respirar. Afortunadamente, con el fresco de la madrugada la luz se difumina y con ella todos los detalles del paisaje, a veces vacío, a veces pleno de detalles sugerentes, del Campo de San Juan. Comarca histórica donde las haya, motivo de pleitos y de disputas entre poderosas Órdenes religiosas desde el lejano Medievo. El motivo era evidente: Con el reparto de las tierras recientemente conquistadas a los musulmanes tras la batalla de las Navas, en 1212, las Órdenes de Calatrava, los Hospitalarios de San Juan y la de Santiago se aprestaron a arrimarse al rey para recibir las donaciones acordadas, lo que significaba el traspaso de inmensos territorios a manos de un puñado de poderosos.

2. Caballeros de la Orden de San Juan defendiendo San Juan de Acre, en 1291. Obra de Dominique Papety. Hacia 1840

Caballeros de la Orden de San Juan defendiendo San Juan de Acre, en 1291. Obra de Dominique Papety. Hacia 1840

3. La Mancha de Toledo en blanco y negro. Autor, Julián Lozano

                                           La Mancha de Toledo en blanco y negro. Autor: Julián Lozano

Y así, mientras los caballeros calatravos se reservaban las tierras más occidentales de Ciudad Real, los maestres de Santiago y San Juan hacían de La Mancha su feudo particular y participaban del botín como buenos perros de presa: el primero tomaba bajo su protección toda la Mancha Alta y el Campo de Montiel; el de los Hospitalarios el llamado Campo de San Juan, con sede en Consuegra, que hoy se extiende casi sin solución de continuidad entre las provincias de Ciudad Real y Toledo. Curiosamente las tierras por las que ahora transita nuestro viajero imaginario siguieron perteneciendo a los monjes-soldado de San Juan hasta 1802, cuando la Orden pasó definitivamente a control real… Qué distinto era todo hace apenas unas pocas generaciones.

4. Torre de la iglesia de Villacañas

                                                 Torre de la iglesia Ntra. Sra. de la Asunción, Villacañas

Solo un día antes el viajero se encontraba en la famosa Villa de don Fadrique (por cierto, perteneciente antaño a la Orden vecina y rival de Santiago), donde en julio de 1932 se produjo durante la época de siega una revuelta campesina que acabó con diversos incendios y tiroteos con la Guardia Civil, de los que resultaron muertos un miembro de la Benemérita y varios campesinos. Tiempo habrá para visitar este precioso pueblo con más felices recuerdos, pero los pasos le llevan ahora hacia Villacañas, adonde quiere llegar antes que el calor apriete y haga difícil el recorrido. Villacañas se encuentra en plena llanura manchega y en una zona donde solo destacan contra el horizonte las pequeñas colinas de la sierra del Coscojo. Se trata de un pueblo de mediano tamaño pero no carente de belleza y personalidad, pues el lugar es visitado hoy por sus curiosas viviendas llamadas silos, antaño pertenecientes a las gentes más pobres y humildes de la localidad. Sin duda, aquellos “años del hambre” de la posguerra fueron la edad de oro de estas construcciones, que en 1950 alcanzaron la friolera de 1700 dentro del casco urbano y que hoy se han convertido en punto de referencia obligado para entender la idiosincrasia de esta tierra (los silos son también comunes en otras localidades, como la cercana Madridejos).

5. Exterior de un silo-vivienda. Autor, Jose María Moreno García

                                            Exterior de un silo-vivienda. Autor: Jose María Moreno García

6. Vida cotidiana en el interior de un silo. Autor, Jose María Moreno García

                                    Vida cotidiana en el interior de un silo. Autor: Jose María Moreno García

Los villacañeros han convertido una de ellas en museo municipal, donde puede descubrirse no solo el aspecto general de estas viviendas, sencillas y sin pretensiones, sino también la curiosa manera que tenían los locales para construirlas: excavando un solar de apenas 500 m², el propietario iba perfilando las habitaciones necesarias para la vida de su familia (comedor, cocina, dormitorios) y de sus animales (gallinero, cuadras y pajar). La vivienda quedaba bajo tierra y se accedía a ella por medio de una rampa y un zaguán, al tiempo que las dependencias disponían de unas ventanas verticales o lumbreras como único contacto con el exterior. En contra de lo que pudiera pensarse, estas viviendas estaban perfectamente adaptadas al entorno extremo que las rodeaba, y mientras que en invierno disponían de una espaciosa chimenea para paliar los fríos y las heladas, en verano el revestimiento de cal y su naturaleza subterránea permitían un ambiente fresco y agradable, ideal como refugio a las largas y abrasadoras jornadas del estío.

7. Plaza Mayor de Tembleque. Autor, Vulcano

                                                           Plaza Mayor de Tembleque. Autor: Vulcano

Pero el tiempo apremia y los pasos del viajero ya se encaminan hacia Tembleque, a apenas 16 km de Villacañas. Tembleque fue la cuna de Fray Francisco Sánchez Grande, el que fuera confesor de nuestro rey Felipe IV durante los ya lejanos tiempos del Siglo de Oro. Entrar en esta villa tranquila y silenciosa es encaminarse imperiosamente a su plaza Mayor, una de las más hermosas de Castilla La Mancha. Al igual que otras en la región sigue los trazados artísticos establecidos durante el XVII para este tipo de espacios urbanos: planta cuadrada y muy amplia; pórticos de columnas de granito; y finalmente corredores en la primera planta, donde se acomodaban las familias pudientes para contemplar los espectáculos taurinos que solían organizarse en Tembleque durante las fiestas y otras fechas señaladas. En Madridejos, sin embargo, unos 26 km más al sur, lo que sorprende al viajero no es la arquitectura de la plaza o sus casonas señoriales (como la antigua Casa Grande, hoy convertida en Casa de la Cultura), sino las innumerables capas de cal que rebozan todavía las paredes en las casas y corrales más antiguos. El proceso de encalar los muros de tapial se denominaba enjalbegado, y su función respondía no solo a la necesidad de proteger a sus moradores contra un clima extremo, sino también a una cuestión sanitaria: la cal es un material desinfectante y por tanto preservaba admirablemente de contagios y enfermedades diversas.

8. Detalles del enjalbegado de las paredes. Autor, José Flores Sánchez

                                    Detalles del enjalbegado de las paredes. Autor: José Flores Sánchez

El producto base se conseguía mediante los llamados hornos de cal, donde se introducía la piedra caliza para hornearla y convertirla en cal viva. Después los terrones calcinados eran vendidos en éste y otros pueblos de La Mancha al grito de: “¡Se vende cal! ¡Cal para encalar, señora!”. El viajero se sienta en un poyete para tomar un escueto almuerzo. En silencio observa como de unas “portás” aledañas sale una mujer armada de cubo y brocha, y empieza a arreglar con rápidos pases unos desconchones de feo aspecto en el dintel. “Disculpe. Yo pensaba que lo de encalar paredes ya había pasado a mejor vida…” le comenta en un descanso de la faena “¡Quía! Eso será en su pueblo. Mi suegra “tié toavía” unos barreños en la bodega con cal muerta y la usamos “ca instante” en apaños como éste”. La señora comienza de nuevo con la brocha, se para y observa crítica el resultado “Mi marido le pone cal «a to», ¿sabe «usté»? A las “paeres” de la cuadra “pa” los bichos, y en el huerto a los almendros, “pa que no pillen ná”, ¿entiende?”. “Entiendo, entiendo” le contesta con una sonrisa el viajero, que se levanta para continuar camino hacia el famoso molino de viento de Madridejos.

9. La Mancha interminable, el reto del viajero. Autor, Julian Lozano

                                          La Mancha interminable, el reto del viajero. Autor: Julian Lozano

Tiempo después tuvo ocasión de averiguar qué era eso de cal viva y cal muerta. Los terrones de cal viva debían convertirse en lechadas de cal (cal muerta o apagada), y para ello se introducían en barreños de metal llenos de agua a fin de dejarlos reposar un tiempo variable. El proceso por el que la cal viva, u óxido de calcio, pasaba a ser cal muerta, o hidróxido de calcio, despedía tal cantidad de calor que el agua del barreño hervía a borbotones. Sin duda era realmente peligrosa su manipulación (cuántos niños y mozos han sufrido quemaduras por esta causa). Cuando llegaba el momento de encalar las paredes, al menos una vez al año, el blanqueador llegaba a la casa con sus grandes escaleras, sus escobas de fibras apretadas y aquellos largos palos con un cazo atado al extremo, con el que lanzaba la lechada a las partes más altas del muro. Esos días las mujeres trabajaban sin parar repasando los bajos de la pared y arreglando con brocha las esquinas y otros puntos difíciles, hasta que el resultado deslumbraba a la vista por su blancura y buen hacer. Sin duda, tener la casa recién encalada era el orgullo de toda familia en el pueblo de Madridejos y en cualquier otro municipio de la vasta tierra manchega.

10. Detalle del molino del tío Genaro, en Madridejos. Autor, JMMG

                                            Detalle del molino del tío Genaro, en Madridejos. Autor: JMMG

El molino de viento de Madridejos (solo uno, aunque en 1949 había contabilizados hasta 3) es llamado en el lugar “El molino del Tío Genaro” y estuvo en funcionamiento hasta entrado el siglo XX. Alguien comenta en el patio contiguo, hoy escenario de exposiciones, obras de teatro y otras muestras culturales, que el edificio se construyó allá por los tiempos de Felipe III, cuando España estaba en mil berenjenales de guerras y disputas por medio mundo y se nos negaba hasta un mísero mendrugo de pan que llevarnos a la boca. Pero cae la tarde y el viajero debe continuar camino hasta la vecina Consuegra, la antigua sede de los de San Juan, pues desea ver antes de que anochezca sus archiconocidos 12 molinos de viento en el alto del cerro Calderico, dominando con su silueta quijotesca el casco urbano de esta tranquila villa toledana. Y allí están. Los vislumbra recortados en el cielo sonrosado del anochecer, un anochecer por lo demás digno de mediados de agosto: con el sempiterno sonido de los grillos endulzando el aire; las copas de los chopos recortadas por los últimos vencejos, volando cada vez más altos, y el olor a menta procedente de una balsa de agua cercana e invisible en la oscuridad. En una era próxima un burro atado a un poste en el suelo deja oír sus quejidos lastimeros. Parece que le llama incitándole a una fuga clandestina, pero no es tiempo de entretenerse. El viajero quiere llegar y subir rápido la cuesta para contemplar en silencio cada uno de los gigantes de su imaginación, y que conoce hasta por sus nombres de pila: Cardeño; Vista Alegre; El Caballero del Verde Gabán; Chispas, Alcancía y Clavileño; Bolero, Sancho, Mambrino y Mochilas; Espartero, y finalmente Rucio, que cuenta en su interior hasta con una exposición de vinos… No, no. No hay razón para entretenerse.

11. Un refugio en la llanura manchega. Autor, Julián Lozano

                                                  Un refugio en la llanura manchega. Autor: Julián Lozano

12. El cerro Calderico y sus molinos. Autor, Fjdrevorio

                                                      El cerro Calderico y sus molinos. Autor: Fjdrevorio

Pero antes de llegar a las primeras casas del pueblo de Consuegra el viajero es sorprendido por un sonido poco habitual. Llega haste él un metálico retumbar de clarines, como llamando a la batalla, y más cerca el tañido de un laúd hiende el aire calmo de la noche y hace revivir viejas añoranzas medievales. En su camino se cruza con gentes ataviadas con extraños ropajes: las mujeres con camisas de seda, túnicas sin manga y mantos forrados de piel, que sujetan al cuello por medio de una fíbula de plata; los hombres, igual que aquellos galantes caballeros medievales de “La Celestina”, llevan polainas largas, medias, camisolas y también capa; y por supuesto deambulan por la calle armados todos con espada larga al cinto, protegida con su vaina… Suenan más clarines y a la vuelta de una esquina el viajero se encuentra con una fragua portátil y dos puestos destartalados de herrador y de alfarero. Un cetrero da de comer a un gigantesco azor mientras su compañera exhibe el vuelo de un gerifalte ante la mirada asombrada de decenas de niños, que no pueden creer lo que están viendo… Él, tampoco. Y entonces, temiendo ya uno de esos extraños trasvases en el tiempo que solo ocurren en los programas televisivos, decide preguntar al viejo más a mano que encuentra. “¿Qué si está “usté” tarumba? ¡Quía! ¡Pero es que no «s’acuerda» de qué día es hoy?” responde jocoso el anciano “¿El día de hoy? Sí, claro. 15 de agosto. Pero que tiene que ver…” “¿Que qué «tié» que ver? Pues no es “usté” de por aquí, a lo que parece. Hoy se celebra la batalla de Consuegra, cuando el buen rey Alfonso le dio “candela” a los moros y les dijo de lo que se tenían que morir. ¡”Na menos”! La batalla de Consuegra y el día en que murió el hijo del Cid…”

Ahora comprende. Y aunque si mal no recuerda fueron los almorávides quienes nos dieron «candela» a nosotros, no estará de más hacer un alto en Consuegra y vivir por unos días la magia de una época cuajada de héroes, princesas, alcahuetas y leyendas sin fin. Los molinos pueden esperar, sin duda. Pero eso lo contaremos en otro momento…

13. Detalle de las fiestas de Consuegra medieval, edición de 2012. Autor, Jose María Moreno García

                Detalle de las fiestas de Consuegra medieval, edición de 2012. Autor: Jose María Moreno García

Publicado el 5 comentarios

Cofradías de ladrones y demás pícaros en la Sevilla del Siglo de Oro

Cofradías de ladrones y demás pícaros en la Sevilla del Siglo de Oro

Quien llegaba a Sevilla a mediados del siglo XVII, la joya anhelada del Guadalquivir, entraba en la patria común de honestos y de maleantes: “Madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y nadie la tiene” señala muy acertadamente una de las obras cumbre de la picaresca española, Guzmán de Alfarache. Era Sevilla quizás la ciudad más atractiva de España en los siglos XVI y XVII, animada y populosa como ninguna otra en media Europa, y el mayor lugar para forasteros gracias a su puerto fluvial y a su famosa Casa de Contratación de Indias, que regulaba y fomentaba el comercio con el Imperio en el Nuevo Mundo. Una salva de cañonazos saludaba a los galeones cargados de riquezas al hacer su entrada en la ciudad, mientras las calles, de aspecto impoluto y perfumadas, eran un constante ir y venir de gentes y carrozas conduciendo la flor y nata de la sociedad local. Sevilla era una ciudad afortunada y el esplendor personificado en construcciones entonces recientes como la casa de la Moneda, la alhóndiga o el magnífico paseo de Hércules, construido este último en lo que había sido antes un pantanal inmundo.

El río Guadalquivir y la ciudad de Sevilla. Manuel Barrón y Carrillo. Óleo sobre lienzo, 1854

                     El río Guadalquivir y la ciudad de Sevilla. Manuel Barrón y Carrillo. Óleo sobre lienzo, 1854

Pero el ambiente de lujo y magnificencia sevillanos también atraía, como es lógico, a lo más granado de la picaresca nacional: fugados de galeras; gitanas a la búsqueda de incautos para su buenaventura; aventureros; funcionarios corruptos; tahúres embaucadores; rameras asociadas a ladrones de medio pelo… las combinaciones eran infinitas y todo en un ambiente de disipación y vicio que convivía íntimamente con los lujos más ostentosos. La administración, por ejemplo, era un caos absoluto. Constituía el pan de cada día ver cómo el malandrín se salvaba de la horca por dinero, o de qué forma el funcionario se conchababa con el ladrón para desvalijar a los indianos ricos, recién llegados y necesitados de algún trámite. Todo se vendía, hasta los mismos Sacramentos y su administración. Y era sabido que en las cárceles de la Santa Hermandad solo se pudrían los más infelices, puesto que la vigilancia resultaba tan escasa que los presos entraban y salían de ella como si estuviesen en su casa. Algo así debió de pensar Cervantes cuando escribió en su Rinconete y Cortadillo:

“Era la ciudad merienda de negros… Ser honrado y ser necio venían a ser una misma cosa. Avergonzábame no de robar, sino de robar poco”.

Catedral de Sevilla. Autor, Hermann Luyken

                                                          Catedral de Sevilla. Autor: Hermann Luyken

En Sevilla el oficio de la picaresca estaba bien organizado. Podría hablarse sin temor a equivocación de verdaderas “cofradías de ladrones”, con su jerarquía de jefes y subalternos, y sus normas selladas bajo silencio y amenaza de pena capital. Toda esa rufianería tenía sus reuniones y encuentros en lugares fijos y de todos conocidos. Por supuesto, entre ellos estaban los bodegones y garitos de juego, pero también el Patio de los Naranjos, junto a la Giralda; el matadero; las murallas y riberas del Guadalquivir; la cárcel; los claustros de las iglesias y hasta las gradas de la catedral, esta última en gran estima por todas las clases de hampa. Los socios de las “cofradías de ladrones” se enorgullecían de pertenecer a tal hermandad, de las que existían varias dedicadas a todo tipo de encargos. Así, había asociaciones de tahúres para el juego; de “chulos” y rameras para la prostitución; de asesinos a sueldo o de simples ladrones, y cada una operando en barrios específicos donde buscaban clientela o ejercitaban el oficio sin poder salir de su zona asignada, so pena de altercados con la competencia.

Vista desde el antiguo Corral de los Naranjos, en Sevilla. Autor, Jose Luis Filpo Cabano

                       Vista desde el antiguo Corral de los Naranjos, en Sevilla. Autor: Jose Luis Filpo Cabano

Al igual que ocurría con las órdenes de caballería, no todo el mundo podía ser candidato para ingresar en una hermandad: para la “orden de germanía” era necesario tener nombre y experiencia en la cosa, algo así como haber servido por unos cuantos años en galeras o al menos poder demostrar que se había sufrido pena de azotes públicos. Una vez dentro existía toda una jerarquía que era necesario respetar. El primerizo, o “novicio”, constituía el escalafón más bajo, y allí era necesario permanecer al menos un año a falta de alcurnia en el hecho delictivo, o de recomendación. Por encima se encontraban los “cofrades mayores”, es decir, los oficiales y maestros expertos en el arte del maleante y que ocupaban distintos cargos según el oficio para el que estaban más cualificados: espadachines; ladrones o embaucadores; “avispones” o personal encargado de olfatear durante el día a quién o a qué se podía robar de noche (éstos se llevaban el 5% de las ganancias) y, por supuesto “los postas” al tanto de vigilar a la autoridad para evitar sorpresas desagradables durante el trabajo.

Picaruelos típicos en la España del siglo de Oro. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo. 1645-1655

         Picaruelos típicos en la España del siglo de Oro. Bartolomé Esteban Murillo. Óleo sobre lienzo. 1645-1655

Lugar de gran afluencia de matones y centro de trabajo para tahúres y otros golfos, los garitos de juego se constituían en verdaderos centros del hampa sevillana. Desde antiguo el ejército disfrutaba del privilegio de montar mesas de juego en los cuerpos de guardia, así que los garitos oficiales estuvieron casi siempre regentados por soldados lisiados en las batallas y a quienes se ofrecía este negocio para subsistir. Pero la madre del cordero se encontraba obviamente en los garitos clandestinos. Existía allí una verdadera “fauna” de la picaresca que empezaba por el “fullero”, el encargado de preparar la baraja marcada, más otras suplentes por si acaso se extraviaba alguna. Después venía el “rufián”, no menos importante, puesto que a su cargo estaba el hacerlas desaparecer cuando el juego había terminado. El “enganchador” gustaba de atraer a la timba a los incautos, para lo que andaba al acecho de víctimas por las zonas más concurridas de la ciudad, siendo su especialidad los indianos y forasteros ricos recién llegados. Todos ellos hacían valer sus acciones con la pistola o la espada, bien en propiedad o mediante encargos sucios a soldados y valientes de toda condición, que deseosos de ganarse unos cuartos también frecuentaban estos garitos en busca de negocio.

Reales Alcázares de Sevilla

                                           Jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. Autor: Maxim303

Pero el lugar de encuentro para la ralea más baja de toda Sevilla se hallaba, por descontado, en las mancebías o prostíbulos de la ciudad. De su importancia da cuenta el número de mujeres públicas existente por aquella época: en una carta de finales del XVI escrita por el racionero de la catedral al cardenal Niño de Guevara, aquel cita la friolera de 3000 rameras en Sevilla, lo que para una población estimada de 100.000 almas significaba una prostituta por cada 30 personas. Ni siquiera Madrid, aún siendo más populosa, igualaba a Sevilla en estos menesteres. Existía un aguacil especial encargado de velar por el orden de las mancebías, pero el caso es que, con aguacil o sin él, nadie honesto y en su sano juicio se atrevía nunca a poner los pies en semejantes antros. Esto constituía una razón de peso para hacer de los prostíbulos (y de los bodegones y tabernas que surgían a su alrededor) lugares excelentes para cerrar negocios a cubierto de indeseables. Por encima de todas las mancebías de Sevilla estaba sin lugar a dudas la del Arenal, próxima a los muelles del puerto del Guadalquivir. Allí se codeaban mendigos, forasteros, marineros, mercaderes, soldados y por supuesto los «alma mater» del lugar: la canalla del hampa local; los rufianes o “chulos” y finalmente sus rameras, que en el léxico marinero de entonces se denominaban “damas de todo rumbo y manejo”.

Torre del Oro y río Guadalquivir al anochecer. Autor, Enhy

                                               Torre del Oro y río Guadalquivir al anochecer. Autor: Enhy

Publicado el 6 comentarios

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Cuando la playa era salud. San Sebastián y la élite de sus Baños de mar

Todos estamos acostumbrados a considerar el verano, la playa y las costas mediterráneas como la combinación perfecta para unas vacaciones de órdago… Pero cuesta imaginar que, en el pasado, esta imagen hoy tan familiar resultaba totalmente desconocida. El turismo de playa no comenzó en nuestro país sino hasta 1830 y difería enormemente del actual, tanto en lo que se refiere a volumen de turistas como a destinos, usos y costumbres establecidos. Podemos decir que sus peculiaridades partían de dos puntos básicos: en primer lugar se trataba de una actividad reservada exclusivamente a las clases pudientes. El turismo de masas solo se generalizó a lo largo del siglo XX cuando los sueldos y las jornadas laborales permitieron disponer de dinero y tiempo en grandes cantidades. Por otro lado, en sus comienzos la playa era considerada atractiva solo por sus supuestas propiedades medicinales, de modo que fueron las frías aguas del Atlántico y no el Mediterráneo (cálido y al parecer insalubre) donde se concentraron inicialmente los más elitistas focos del turismo nacional e internacional. Lanneau Rolland, en su guía editada en 1864 sobre nuestro país, cuenta que: “Ante Alicante, la mar tiene poco fondo. Las aguas del Mediterráneo en este punto son viscosas, fétidas y de baños imposibles”. No sabemos si ésta era también la idea de los españoles, pero si se sabe que aunque existían por aquel tiempo baños en Arenys de mar, Barcelona, Valencia o Málaga, muchos entendidos (como fue el caso de Richard Ford, autor del famoso manual de viajeros por España de 1844) descartaban el Mediterráneo y el verano para los baños “por las altas temperaturas que se daban en aquellas costas, que hacían insalubre dicha actividad”.

Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor, Sfgamchick

                                                    Isla de Santa Clara y Monte Urgull. Autor: Sfgamchick

Aunque ya hubo referentes en la Inglaterra del siglo XVIII, fue en el XIX cuando se consolidó la idea de que el mar podía ser un antídoto a las agresiones de la civilización. La medicina entonces en boga argumentaba que el mar fortalecía los cuerpos y era bueno contra la melancolía y las ansiedades de las clases dominantes. En la francesa Dieppe se construyó una estación balnearia abierta al mar durante la primera mitad del siglo XIX, y dentro de la ciudad un hotel de baños de mar calientes, todo ello muy lujoso y asiduamente visitado por personajes tan sonados como la mismísima esposa del Delfín de Francia (se sabe que esta buena mujer tenía la costumbre de zambullirse en las olas acompañada de dos bañeros uniformados y de un médico inspector de baños). Fue también por aquella época cuando San Sebastián comenzó a darse cuenta de las posibilidades de su emplazamiento: desde el 26 de julio hasta el 15 de agosto de 1830 fueron a pasar allí parte de su temporada estival el Infante Francisco de Paula Antonio, hermano de Fernando VII, su esposa (hermana de la Reina María Cristina), sus 6 hijos y un séquito regio de 24 personas.

Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                              Gran Casino de San Sebastián, en 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 Plaza de toros de San Sebastián, a principios del siglo XX. Autor: Biblioteca Nacional de España

Sin ninguna duda, los “baños de mar” decimonónicos tuvieron en Santander, y sobre todo en San Sebastián, sus principales hitos de categoría “cinco estrellas”. En la capital donostiarra el éxito de los baños fue nacional e internacional. Ya existía cerca de “La Bella Easo” un turismo de termalismo antes del “Boom”, y Francisco de Paula Madrazo, quien en 1849 publicó su conocida obra «Una expedición a Guipúzcoa en el verano de 1848», nos refiere algunos lugares guipuzcoanos que por entonces empezaban a ser frecuentados, como Baños Viejos de Arechavaleta, Santa Águeda de Mondragón o Cestona. También cita en su trabajo a las villas costeras de Deva y San Sebastián, relativamente próximas a dichos centros termales. Posteriormente y tras la destrucción de las murallas que cercaban el casco antiguo en 1863, la ciudad comenzó a crecer por todas partes surgiendo barrios residenciales e industrias más o menos relacionadas con la actividad balnearia: vidrio, chocolate, cerveza o sombreros. Este hecho, unido a las nuevas infraestructuras de avenidas; los alcantarillados; parques o jardines; el encauzamiento del Urumea o la ampliación del tendido eléctrico evidenciaban la repercusión que esta ciudad del Cantábrico comenzaba a tener entre las clases pudientes de medio mundo. También fue decisiva la inauguración de la línea del ferrocarril del Norte, en 1864, lo que permitió la llegada de una importante masa de visitantes de Madrid y otras zonas del interior peninsular.

Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor, Krista

                                         Hotel María Cristina de San Sebastián, al anochecer. Autor: Krista

La ciudad de San Sebastián tuvo en la vecina Biarritz un modelo a seguir. Biarritz cuadruplica su población de 1826 a 1872, y la presencia allí de personalidades de alcurnia (como Napoleón III y la Emperatriz Victoria Eugenia de Montijo, que veranearon ininterrumpidamente en Villa Eugénie desde 1864 hasta 1878), daban cuenta del alto standing alcanzado en pocos años por la población vecina. En 1869 aparece “la Perla del Océano”, el primer establecimiento donostiarra de baños con una concesión del Estado, al cual sucede “La Nueva Perla” en 1908. Finalizando el siglo XIX se acometieron colosales obras en el monte Urgull y el Igueldo, que se convirtieron en deliciosos lugares de paseo y recreo para la colonia turística. Por otro lado, y con el fin de dar más brillo a la actividad veraniega, se proyectó también la construcción de un casino (obviamente, ya existía uno en Biarritz). En 1880 es lanzado el proyecto y solo dos años más tarde, en 1882, se inaugura el edificio de lujo con gran éxito desde el primer día de apertura.

San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor, Biblioteca Nacional de España

                 San Sebastián y su Balneario de La Perla, junto a la playa. Autor: Biblioteca Nacional de España

San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor, Aerismaud

                              San Sebastián y bahía de La Concha desde el Monte Igueldo. Autor: Aerismaud

Claro que, al contrario de lo que ocurría con el resto de ciudades-balneario europeas, faltaba todavía en San Sebastián una importante oferta hotelera. Se echaban especialmente de menos las llamadas fincas de especulación, es decir, casas en barrios de lujo alquiladas a familias de acaudalados y a precios exorbitantes, que se alojaban allí aislados de trato y roce con el resto de la población. El sistema de alojamiento fue en sus comienzos muy dispar e iba desde el socorrido alquiler de habitaciones y las casas de pupilaje (domicilios donde se recibían huéspedes que hacían vida en común con la familia propietaria) hasta fondas, paradores y algún que otro hotel de dudosa catadura. Más tarde se crean barrios residenciales de alto standing y el número y categoría de los hoteles crece sin parar: 3 en 1884; 15 en 1916; 31 en 1936… El más espectacular de todos ellos fue sin duda el María Cristina, aunque no abrió sus puertas hasta 1912.

Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor, Carmen A. Suarez

                                        Quiosco para conciertos en el Boulevard. Autor: Carmen A. Suarez

Aparte de las actividades balnearias, no pasa mucho tiempo sin que se imponga en San Sebastián la idea de que hay que divertir a la colonia extranjera. Y se hace en torno a 3 ejes: el baño; el casino y el programa de fiestas. Se alarga la temporada de verano del 24 de julio al 27 de septiembre, intentando fomentar la de invierno “porque es inverosímil que Biarritz la tenga y San Sebastián no”. Sin embargo, nunca se consiguió este último objetivo. En cambio, durante los dos meses veraniegos se prodigan actos y atracciones a todas horas, entre los que destacan por su vistosidad y éxito multitudinario los conciertos de calle. La Banda Municipal toca cada noche a las 21h en el quiosco de la Alameda del Boulevard, construido por el famoso ingeniero Eiffel; los jueves, domingos y festivos se organizan más en el mismo sitio y a las 12 del mediodía; y en el Gran Casino, esta vez a las 5 de la tarde, la Sociedad de Conciertos ameniza igualmente al respetable con su propio repertorio. Luego estaban los fuegos artificiales, los cotillones, las consabidas corridas de toros (en San Sebastián se presumía de tener la mejor plaza de toros del mundo con vistas al mar) y la iluminación nocturna de los montes Igueldo y Urgull, que en el escenario natural de La Concha producía unos efectos espectaculares. Para el turista de a pie habían cucañas acuáticas, batallas de flores, batallas navales y otros concursos de variada tipología; para los acaudalados, cacerías de patos y 5 o 6 días de regatas; y para todos ellos, festivales, ferias y romerías populares a cual más atractiva. Cada balneario intenta innovar antes que los demás y copiar las actividades que resultaban de más éxito entre los visitantes. Por otro lado, en 1916 se abre el hipódromo; en los años 20 el circuito de automóviles de Lasarte, y en los 30 varios campos de golf y de tenis, fomentando de esta forma un turismo de élite por encima del de masas, cada vez más en boga en otros puntos del litoral.

Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor, Gipuzkoakultura

                                Banda de música tocando en el quiosco del Boulevard. Autor: Gipuzkoakultura

Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor, Julio Codesal

                          Palacio de Miramar, residencia de la Familia Real de Alfonso XIII. Autor: Julio Codesal

Evidentemente, el papel de la realeza fue primordial para el éxito de San Sebastián. Tras la visita del Infante Don Francisco de Paula Antonio, primero en 1830 y luego en 1833, la misma Isabel II visitó la ciudad en 1845 afectada por un problema de piel. A partir de ese momento diferentes miembros de la realeza se acercarían a esta localidad a tomar los baños. Incluso la reina María Cristina, asidua veraneante desde 1887, decidió construir su propio palacio en la bahía de La Concha. No fue raro por tanto que desde 1887 la ciudad pasara a ser lugar habitual de veraneo de la Familia de Alfonso XIII y su corte. Y con ella, por supuesto, de la aristocracia, de los políticos, la prensa y el mundillo social más elitista de nuestro país (aunque solo lo pretendiesen)… Pero de eso, y de cómo eran las costumbres playeras en la encorchetada sociedad de entonces, comentaremos largo y tendido en un próximo capítulo veraniego.

Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor, Biblioteca Nacional de España

                         Día de regatas en la bahía de La Concha. 1905. Autor: Biblioteca Nacional de España

Publicado el Deja un comentario

Málaga y los galeotes de Felipe II. La vida de los condenados a galeras (2ª Parte)

Málaga y los galeotes de Felipe II. La vida de los condenados a galeras (2ª Parte)

1. El transporte de los galeotes desde las cárceles hasta las naves estaba organizado minuciosamente. Como responsable de la conducción iba un aguacil que recibía cierta cantidad de dinero por cada galeote encomendado. Este oficial debía buscar y pagar igualmente a algunos guardias oficiales, lo que derivaba invariablemente en comitivas poco vigiladas. Además, acompañando al aguacil iba un escribano encargado de repartir a cada forzado un real diario para su manutención. Todas las justicias de las poblaciones por donde pasaban los galeotes tenían obligación de recibirlos en sus cárceles, y los propietarios de bestias y carretas debían proporcionar por un precio justo los útiles necesarios para su conducción. Existían itinerarios fijos en los desplazamientos. Aunque al principio se enviaban a las cárceles reales de Valladolid, Soria, Toledo o Sevilla, con el tiempo la mayor parte de los presos terminaban en Toledo para desde allí distribuirse a los diferentes puertos de embarque. Los galeotes de provincias limítrofes con el Tajo dejaron de llevarse a Sevilla para dirigirse a Lisboa, puesto que el transporte por río era más rápido y barato. Así, desde Toledo salían nutridas cadenas compuestas a veces de hasta 100 galeotes y no más, por riesgo evidente de fuga. A partir de 1630 y después de algunas evasiones, comenzaron a raparse la cabeza y las barbas de los forzados con el fin de ser fácilmente identificados, ofreciéndose además la importante cantidad de 50 ducados a quien devolviese a la justicia a un galeote fugado. Claro que era tal la peligrosidad de estos delincuentes, ansiosos por defender su libertad a cualquier precio, que los “caza-recompensas” profesionales u oportunistas brillaban por su ausencia. En caso de que no apareciese el fugado, se responsabilizaba a los vigilantes y éstos debían indemnizar a la Corona por la pérdida.

Enfrentamiento entre un galeón holandes y una galera española, en 1602. Autor desconocido (1617)

             Enfrentamiento entre un galeón holandés y una galera española, en 1602. Autor desconocido (1617)

2. Ya hemos hablado en otro lugar sobre la pésima alimentación de los remeros. Los soldados y tripulantes, sin embargo, comían un poco mejor. Se les servían los mismos artículos que a los reos, pero las raciones eran más generosas y disfrutaban además de otros artículos: atún, sardinas, queso, carne fresca, sal, tocino, garbanzos y arroz. En cualquier caso, el pan entregado a todos los embarcados estaba invariablemente podrido y el agua descompuesta, lo que derivaba frecuentemente en trastornos gastrointestinales de variado espectro. Por otra parte, la acostumbrada parquedad de la comida se extremaba con múltiples pretextos, justificados con castigos individuales y colectivos. Estos, muchas veces, no eran sino el manto encubridor de la falta de alimentos a bordo, o de la irrefrenable codicia de los administradores que se quedaban con los alimentos antes que repartirlos entre la soldadesca.

Modelo a escala de una galera francesa. Autor, Rama

                                                Modelo a escala de una galera francesa. Autor: Rama

3. Aparte de las enfermedades, los combates y otros accidentes causaban grandes estragos entre los remeros. La táctica del abordaje, consistente en acometer con la proa de la nave propia el costado de la embarcación enemiga, causaba más muertos entre la gente del remo que entre los mismos soldados. En este mismo orden de cosas, debemos hacer referencia a las pocas posibilidades de supervivencia de los remeros en caso de naufragio. Así por ejemplo, en 1593 se incendió la galera capitana, y según una narración contemporánea a los hechos: “la gente que murió entre quemados y ahogados será hasta ciento y sesenta, casi toda ella de remo, que por estar herrada en ramales y clavados a los bancos no se pudieron salvar”. A estas penurias hay que añadir el riesgo que suponía caer prisionero de alguna galera enemiga, ya que al hecho de seguir remando, esta vez en la embarcación contraria, se unía el escarnio y maltrato añadidos por ser enemigo y preso.

Calle estrecha en el casco antiguo de Málaga. Autor, HollywoodPimp

                                      Calle estrecha en el casco antiguo de Málaga. Autor: HollywoodPimp

4. No obstante, se ha podido comprobar que los mayores enemigos de los galeotes no eran los accidentes de guerra y navegación, sino el frío y las malas condiciones de vida, como lo demuestran los partes de baja de aquellos años: la mayoría de los remeros morían en los meses de otoño e invierno, es decir, cuando la armada permanecía amarrada en puerto por ser época de temporales. Entre las enfermedades más frecuentes de los galeotes cabe citar los trastornos digestivos y las infecciones, producidas en la mayoría de los casos por las espantosas condiciones higiénicas a bordo. Y es que los remeros, permanentemente aherrojados, no disponían de un medio para evacuar y aislar las inmundicias. Entre las enfermedades graves se encontraba la tuberculosis (de la que indudablemente morían muchos) y el escorbuto. Con frecuencia los médicos de la época aludían también a un mal conocido como “pasmo”, y que no era sino el temido tétanos, producido por infecciones procedentes de heridas mal curadas. El tétanos, como puede suponerse, era por entonces una enfermedad mortal de necesidad.

Galera española de tiempos de Carlos II. Obra de Manuel de Castro (antes de 1712)

                          Galera española de tiempos de Carlos II. Obra de Manuel de Castro (antes de 1712)

5. Para los remeros el único hospital existente en tierra era una vieja galera fondeada en el gaditano Puerto de Santa María, y que posteriormente se trasladó a Cartagena. Sin embargo, a bordo y en alta mar no había más personal sanitario que el de los cirujanos y barberos, los cuales se distinguían principalmente por el origen de sus estudios: los primeros habían ido a la universidad y alcanzado el título de medicina, mientras que los barberos, simplemente, aprendían su oficio de la “escuela de la vida”. La función principal de unos y otros era aplicar cataplasmas y ungüentos, realizar sangrías y sacar muelas, además de amputaciones de diversa consideración y que conducían generalmente al fallecimiento del enfermo. Pero si algún alivio encontraban los enfermos para sus males, éstos eran sobre todo el descanso, la mejora de la dieta y el calor ofrecido por los ladrillos aplicados al fuego. En la Galera Real iba un cirujano, y en los demás barcos un barbero por nave. Las razones obedecían no tanto a la desidia de las autoridades como al poco atractivo que tenía este cargo entre los profesionales de la medicina. En 1591 se buscó algún médico dispuesto a embarcarse, pero no pudo encontrarse a ninguno.

Pintura que representa la batalla de lepanto. Autor desconocido (Después de 1571)

                           Pintura que representa la Batalla de Lepanto. Autor desconocido (Después de 1571)

Las murallas de la alcazaba de Málaga. Autor, Clive Hicks

                                              Las murallas de la Alcazaba de Málaga. Autor: Clive Hicks

6. En concepto de indumentaria, la Corona entregaba cada invierno a la chusma una almilla de paño, un capote, dos camisas de tela, dos calzones, un bonete rojo y un par de zapatos. Con este equipo los remeros intentaban defenderse de una vida desarrollada prácticamente al aire libre, cubiertos únicamente por telas burdas. El capote servía entre otras cosas para pasar la noche, y los remeros se envolvían con él al tiempo que se disputaban la mejor postura bajo el banco, puesto que bajo ningún concepto eran desencadenados de su sitio.

7. Aparte de los penados, hacían fuerza en las galeras reales los esclavos de Su Majestad y los remeros denominados “buenas boyas”. Los esclavos solían ser musulmanes capturados en presas y cabalgadas, aunque a veces llegaban a ellas algunos individuos procedentes de compras y donaciones. El Padre Pedro de León informa que el correctivo más penoso de cuantos solían inflingirse a los esclavos consistía en venderlos al rey como fuerza para sus galeras. Por lo que respecta a los “buenas boyas”, en teoría eran remeros voluntarios que aceptaban servir a cambio de un sueldo. Pero la práctica dictaba otra cosa: al tratarse de un trabajo tan duro y arriesgado, apenas se encontraba quien quisiese ejercitarse en él de buena gana, por lo que en realidad se trataba de reos retenidos bajo diversos medios tras cumplir su condena judicial. Lo más usual era prestar algún dinero al galeote en vías de recuperar su libertad, y así éste permanecía vinculado a la Armada por un tiempo indefinido.

Modelo de galera veneciana. Autor, Thyes

                                                           Modelo de galera veneciana. Autor: Thyes

8. La necesidad de la Corona para conseguir remeros hacía, en cualquier caso, extraordinariamente difícil escapar de la pena de galeras. Era muy rara la conmutación de la pena por otra similar, y solo se hacía en casos de invalidez o incapacidad manifiesta para realizar el trabajo. El castigo alternativo en estos casos era el destierro, pero resultaba más habitual que algunos forzados inútiles consiguiesen su libertad tras abonar el precio de un esclavo sustituto (que lo maldecía por el resto de su vida). Una vez a bordo la cosa se complicaba y solo los galeotes impedidos, que no podían prestar servicio y comían a costa del rey, conseguían poner fin a sus penalidades con menor dificultad. Conocedores los forzados de esta costumbre administrativa, muchos de ellos buscaban la mutilación voluntaria, aunque al ser descubiertas las autolesiones éstas se castigaban sin piedad con la pena de horca.

Galera llegando a puerto. Obra de Charles-François Grenier de Lacroix (1765)

                               Galera llegando a puerto. Obra de Charles-François Grenier de Lacroix (1765)

Catedral de Málaga. Autor, Karen V Bryan

                                                           Catedral de Málaga. Autor: Karen V Bryan

9. Dentro de los barcos, el comitré (o capataz) distribuía a los hombres según su fuerza y destreza. Si era robusto podía resultar un buen “boga adelante”, que así se denominaba al galeote que empuñaba el extremo del remo, al cual se le pedía el mayor esfuerzo y era quien dirigía a sus compañeros de banco. Si por el contrario era de una complexión mediana, se denominaba “apostis” y su sitio estaba justo al lado del anterior. El puesto de “tercerol” resultaba más cómodo que los dos anteriores, y los últimos se denominaban respectivamente “cuarterol” y “quinterol”, que se escogían entre los forzados más enclenques. Cuando llegaban novatos era común un griterío general por todos los bancos pidiendo que se colocase allí a los recién llegados, todavía robustos. La razón no era precisamente la de hacer amigos, sino evitar los castigos ocasionados por algún compañero enfermo, que entorpecía el esfuerzo de todos provocando los golpes de látigo del capataz.

Modelo de una galera de la Orden de los Caballeros de San Juan. Autor, Thyes

                               Modelo de una galera de la Orden de los Caballeros de San Juan. Autor: Thyes

10. La explotación de esta mano de obra se basaba en la coacción. De tal modo, los comitrés y sotacomitrés golpeaban a sus hombres a voluntad hasta conseguir una velocidad de crucero de 4 o 5 nudos, y una velocidad punta de 6 a 7 nudos. La primera se podía mantener durante dos horas seguidas; la segunda, unos quince minutos y solo a costa de un esfuerzo enorme. Habitualmente no bogaban todos los remeros a la vez, sino que se prefería bajar algo la velocidad de crucero para que remaran alternativamente el equipo de proa y el de popa. Este sistema permitía combinar una hora y media de trabajo con otra hora y media de descanso, a lo que se sumaba el alivio supuesto por los días de viento, en los cuales se prefería siempre la vela. Cualquier gesto de rebeldía por parte de los forzados era castigado con una dureza extrema. Las tandas de azotes y el ahorcamiento en casos graves resultaban castigos cotidianos, aunque para situaciones difíciles se prefería hacer uso de la creatividad más morbosa: es lo que se relata en la novela Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, donde un reo es descuartizado tras atar sus miembros con cuerdas a cuatro galeras puestas en cruz… Todo un paliativo para evitar nuevos intentos de rebeldía.

Vista de Málaga desde la distancia. Autor, Figuelo

                                                        Vista de Málaga desde la distancia. Autor: Figuelo

Publicado el Deja un comentario

Cabrera. La isla de los náufragos perdidos de Napoleón

Cabrera. La isla de los náufragos perdidos de Napoleón

A unos 25 km al sur de Mallorca se alza sobre la superficie de las olas unas peñas e islotes conocidos con el nombre de archipiélago de Cabrera. La mayor de estas islas, llamada asimismo Cabrera por las cabras montesas que antaño existían allí, exhibe un paisaje idílico de aguas transparentes, playas y calas de excepcional belleza bajo el sol luminoso del Mediterráneo. De hecho, todo el conjunto de islas mayores y menores posee actualmente la figura de Parque Nacional Marítimo y Terrestre. Pero más allá de su indudable atractivo, el archipiélago y sobre todo su isla principal merecen una lectura más atenta por cierto suceso acaecido a principios del siglo XIX, durante la cruenta guerra que mantuvieron las tropas napoleónicas contra el pueblo español. Un antiguo monolito erigido en el lugar recuerda aquel episodio negro y poco conocido de nuestra historia, pero que aún hoy sigue teniendo ecos funestos por los dramáticos acontecimientos que tuvieron lugar: el desembarco en la isla de miles de soldados franceses y su abandono durante años a sus propios medios, en unas condiciones que la mayoría de historiadores no han dudado en definir como infernales.

Aguas del puerto de Cabrera. Autor, Cayetano

                                                         Aguas del puerto de Cabrera. Autor: Cayetano

La rendición de Bailén. Obra de José Casado del Alisal. 1864

                                              La rendición de Bailén. Obra de José Casado del Alisal. 1864

Tras la derrota de las tropas napoleónicas en Bailén a manos del General Castaños, el 19 de julio de 1808, miles de soldados franceses fueron hechos prisioneros y enviados en largas comitivas hasta la ciudad de Cádiz. En un principio las órdenes indicaban su traslado a los puertos de Rota y Sanlúcar de Barrameda para embarcar de vuelta a su país, pero la idea inicial quedó sin efecto ante la decisión de última hora de la Junta Suprema de Sevilla, quien decidió “No respetar tratados y acuerdos firmados con el enemigo francés”. Si se sumaban a este contingente los prisioneros de Trafalgar, todavía en Cádiz tras la batalla que libró la coalición británica contra franceses y españoles, el número de cautivos en esa ciudad superaba ampliamente las 20.000 personas, por lo que existía el temor razonable de que a su regreso se integrasen nuevamente en el ejército de Napoleón. Esto era algo que debía evitarse a cualquier precio, de modo que tanto las tropas españolas como sus socios británicos se negaron en redondo a liberar a los prisioneros, y la Junta Central terminó firmando su deportación a diferentes destinos dentro del territorio español.

Una parte importante partió de inmediato a las islas Canarias mientras que el resto (se estima que alrededor de 4.500 soldados) tomaba rumbo al grupo de las Baleares: Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera. Las condiciones del viaje en los pontones fueron pésimas. Hacinados, mal alimentados y peor tratados, muchos de ellos enfermaron de tifus, escorbuto, disentería y otros males que hacían muy elevado el riesgo de contagio. La noticia se extendió como la pólvora a su llegada a aguas mallorquinas, el 20 de abril de 1809, y la Junta de Mallorca prohibió el desembarco ante el temor de que la epidemia pudiese extenderse entre la población local (lo mismo ocurrió en Menorca). De esta forma, tras permitir tomar tierra a los oficiales de mayor rango, los soldados rasos continuaron su fatídico viaje hasta la isla de Cabrera adonde llegaron finalmente dos semanas después para ser abandonados a su suerte.

Puesta de sol en la isla de Cabrera. Autor, Ingo Meironke

                                                 Puesta de sol en la isla de Cabrera. Autor: Ingo Meironke

Es Port Cabrera, con el castillo de Cabrera al fondo. Autor, Cayetano

                                       Es Port Cabrera, con el castillo de Cabrera al fondo. Autor: Cayetano

Con una superficie de 1.836 Has. y un perímetro costero de apenas 14 km, la isla terminó siendo el hogar obligado de los soldados franceses supervivientes, un hogar que con el paso de las semanas y los meses no tardo en transformarse en su peor pesadilla. En un terreno que apenas ofrecía lo necesario para la vida de unas cuantas familias se hacinaron miles de hombres hambrientos, enfermos y semidesnudos, viviendo en cuevas y oquedades entre las rocas, o en cobertizos fabricados con piedras apiladas y ramas de arbustos, al igual que robinsones olvidados del mundo y sin esperanza alguna de salvación. A medida que transcurría la guerra, Cabrera se convirtió en el presidio ideal para las autoridades españolas. Cada cierto tiempo llegaban nuevos contingentes de desgraciados que tras su desembarco venían a ocupar una zona ya atestada de compatriotas, por lo que las escenas de luchas y salvajismo por acceder a los contados recursos de la isla debieron ser constantes. Se calcula que a lo largo de la guerra fueron trasladadas desde la Península y confinadas allí más de 12.000 personas.

El estado higiénico era espantoso, lo que propició la aparición de enfermedades y epidemias que elevaron la mortandad hasta límites insospechados. Puesto que la isla no disponía de corrientes de agua o pozos permanentes, el suplicio de la sed era una amenaza constante entre los cautivos, y en cuanto a la comida, el hambre se aliviaba escasamente por la caza de conejos, lagartos o insectos en un terreno empobrecido que no daba para mucho más. La recolección ocasional de huevos de aves y sobre todo la pesca fueron el principal sustento para unas gentes que, en su desesperación, no dudaron en devorar la carne de compañeros fallecidos y de cometer actos de canibalismo y coprofagia. Al principio los más enfermos eran trasladados a Mallorca para ser tratados allí, pero estas atenciones terminaron pronto. Se sabe que los enfermos que regresaban a Cabrera tras su cura no dudaban en automutilarse para salir nuevamente de la isla, lo que prueba hasta qué punto se trataba de un lugar maldito y ajeno a la humanidad y al trato más elementales.

Batalla de Trafalgar. Obra de Auguste Mayer. 1836

                                                     Batalla de Trafalgar. Obra de Auguste Mayer. 1836

Acantilados de Cabrera desde el mar. Autor, Cayetano

                                                   Acantilados de Cabrera desde el mar. Autor: Cayetano

Fue el gran periodista mallorquín Don Miguel de los Santos Oliver el que, en 1896, aportó los primeros datos sobre el calvario de los “náufragos de Cabrera”. Estas informaciones se ampliaron después con diversas excavaciones arqueológicas in situ, única forma real de conocer las condiciones de vida casi prehistóricas a que estuvieron sometidos los soldados. Así, a través de los restos de huesos, madera y otros materiales pudo constatarse que los franceses trabajaron la piedra para fabricar armas de caza, y que tallaron madera y fabricaron recipientes de mimbre y otros enseres necesarios para la vida cotidiana. De los testimonios recogidos por los supervivientes se sabe también que las pocas mujeres que llegaron con ellos no tuvieron más remedio que prostituirse para conseguir comida, y que la lucha contra el hambre hizo que hasta las habas constituyesen entre ellos una moneda de cambio. Tras más de 5 años de calvario, las enfermedades, la desnutrición y la misma desesperación que conducía muchas veces a la locura o al suicidio, terminaron diezmando las filas de presidiarios en una sangría constante solo en fechas recientes desvelada en sus verdaderas dimensiones.

Acantilados de Illa des Conills, otra del archipiélago de Cabrera. Autor, Cayetano

                              Acantilados de Illa des Conills, otra del archipiélago de Cabrera. Autor: Cayetano

Oficial francés a caballo, del ejército de Napoleón. Autor, Jose Luis Cernadas

                                Oficial francés a caballo, del ejército de Napoleón. Autor: Jose Luis Cernadas

Cuando en mayo de 1814 fueron liberados y embarcados hacia Francia el número de supervivientes ascendió apenas a 3.500 almas, es decir, casi la cuarta parte del total de presidiarios que albergó la isla. Antes de subir a bordo los cautivos prendieron fuego a los cobertizos y utensilios que durante ese tiempo les habían servido de sustento, en un intento de borrar del mapa (y también de su mente) la barbarie colectiva que supuso el presidio de Cabrera. Un antiguo monolito erigido en la isla recuerda a los miles de prisioneros franceses muertos allí, y fue precisamente en ese lugar donde tuvo lugar el acto de homenaje que en mayo de 2009 rindieron los ejércitos de España y Francia a la memoria de los caídos. El delegado del Gobierno en las islas ensalzó el recuerdo de estos soldados que «lucharon por su patria», calificando el homenaje como «un acto de justicia histórica para pasar página a una de las etapas más oscuras de la historia reciente de las Baleares”. Y por supuesto, añadimos, también de nuestro país.

Vista desde el castillo de cabrera. A lo lejos, la isla de Mallorca. Autor, Ingo, Meironke

                         Vista desde el castillo de Cabrera. A lo lejos, la isla de Mallorca. Autor: Ingo, Meironke

Publicado el 1 comentario

Tragedias, comedias y mimo. El Teatro de Mérida en la época del Imperio Romano (2ª Parte)

Tragedias, comedias y mimo. El Teatro de Mérida en la época del Imperio Romano (2ª Parte)

A finales del siglo I de nuestra era, probablemente bajo influencia del teatro helenístico, los personajes del teatro romano se convirtieron en meras figuras de ballet. Durante la República el texto de las tragedias romanas se dividía en diálogos, recitativos y cantos, de los cuales solo los últimos ofrecían verdadero entretenimiento. Los cantica suponían además un alivio para el público, harto de perder continuamente el hilo del argumento y de unos diálogos que las más de las veces ni se oían. Visto el filón, los jefes de las compañías terminaron subiendo el coro de la orquesta a escena, pero al hacerlo el trabajo de los actores perdió protagonismo al quedar diluido entre los decorados y el lirismo musical. Claro que para entonces este detalle ya no preocupaba a nadie.

Actores romanos en plena interpretación. Mosaico conservado en el Museo arqueológico nacional de Nápoles

      Actores romanos en plena interpretación. Mosaico conservado en el Museo arqueológico nacional de Nápoles

Cada compañía solía tener un grupo de seguidores o fautores, pagados o no, que durante las largas tardes de representación se afanaban por alabar a sus favoritos y abuchear a los contrarios haciendo del todo intrascendente la calidad de la obra. Para más inri los directores no tenían ningún prejuicio a la hora de «arreglar» los manuscritos clásicos a fin de adaptarlos a las exigencias del público. Entre sus prioridades, por ejemplo, se encontraba restringir en lo posible la extensión de los diálogos, de modo que al final la tragedia quedaba en una simple sucesión de pausas líricas separadas por diálogos lo más cortos posible y distribuidos convenientemente para no constituir un estorbo. Los espectadores salían del teatro de Emerita cantando a viva voz cada interludio musical, que se sabían de memoria, aunque no hubiesen entendido nada del argumento de la obra.

Columnata tras el escenario del Teatro de Mérida. Autor, Fernand0

                                       Columnata tras el escenario del Teatro de Mérida. Autor: Fernand0

El teatro se recargó así de elementos accesorios y el aparato escénico acabó por predominar. Por ejemplo, si el asunto exigía que se representase la toma de Troya, esto era un pretexto para hacer desfilar cortejos inacabables de actores, literas y animales de todo tipo. Los prisioneros encadenados pasaban y volvían a pasar por la escena; se presentaban al público despojos de una ciudad, cantidades increíbles de oro y plata, vasos preciosos, estatuas, tejidos orientales, y todo con el fin de excitar la imaginación de unas gentes habituadas a poner la riqueza material por encima de cualquier otra cosa. Al mismo tiempo, la tendencia al realismo hacía que los directores se esforzasen por representar cada episodio de la manera más verídica posible. El rey mítico Penteo, por ejemplo, quien termina destrozado por las bacantes en la famosa tragedia de Eurípides, era efectivamente cogido en volandas y hecho pedazos ante la vista de los espectadores (al actor principal se le cambiaba a última hora por un reo de muerte); el fuego devorando las murallas de Troya no era simulado, sino un incendio verdadero, y Hércules se quemaba sobre su pira de manera literal y entre gritos inhumanos…

Mosaico romano con motivos mitológicos.

                                                              Mosaico romano con motivos mitológicos

Como en una especie de ópera, el público vibraba en las gradas del teatro de Emerita con los espectaculares decorados y el deambular de los coristas y danzarines, moviéndose al son de una melodía interpretada con cítaras, trompetas, címbalos, flautas o acordeón (scabellarii). El coro reforzaba la escena en los momentos álgidos con la cadencia de sus voces, pero era el solista principal (siempre masculino) quien llenaba indudablemente la actuación. Dentro de su repertorio incluía todo tipo de habilidades, entre las que se encontraban no solo cantar o deleitar con su belleza (se sabe que emperatriz Domitia cayó rendida en brazos del actor Paris a causa de la pasión que le profesaba), sino también el uso de artes tales como la mímica, la danza o las acrobacias más chirriantes, viniesen o no a cuento. Para prolongar su juventud y conservar una silueta estilizada, el pantomimo (que así se llamaba nuestro hombre) se sometía a un severo régimen en el que estaban prohibidos los alimentos grasos y las bebidas ácidas, y al igual que ocurría con los divos del pasado siglo no dudaba en tomar purgantes y vomitivos ante una mínima referencia de sobrepeso por parte de sus fans. Obviamente debía seguir estrictos ejercicios de flexibilidad y de modulación de la voz, un ritual en conjunto excesivo que terminó convirtiéndolo en el histriónico personaje que todos conocemos, favorito de las damas y caricaturizado hasta la saciedad en la literatura, el cine y el teatro de todas las épocas.

Río Guadiana a su paso por Mérida. Autor, Tomás Fano

                                                 Río Guadiana a su paso por Mérida. Autor: Tomás Fano

A orillas del Guadiana, Emerita fue una ciudad importante y como tal debieron afluir a ella las más rutilantes estrellas del Occidente romano. Con la salida del pantomimo la pasión se desbordaba entre un público deseoso de seguir sus evoluciones, mientras las féminas suspiraban por sus piruetas y acababan inertes en brazos de amigos o esclavos, aunque no por mucho tiempo. También eran frecuentes las riñas y tumultos protagonizados por seguidores y detractores del solista, que a menudo saldaban la noche con varios muertos y heridos de consideración. Todo ello, evidentemente, contribuía a ensalzar aún más el mito. La presuntuosidad de estas estrellas se revela en una curiosa anécdota de tiempos de Augusto y protagonizada por el famoso pantomimo Pylades I, quien observaba como su alumno Hylas interpretaba a Edipo con gran habilidad durante unos ensayos. El maestro no pudo soportar tamaña afrenta a su ego, de modo que se acercó a su pupilo y le dijo: “Recuerda, Hylas, que eres ciego”.

La vida en la cumbre es dura, y no pasó mucho antes de que estos endiosados artistas descartaran dominar canto y danza simultáneamente. Con Domiciano y Trajano pasaron a ser simples bailarines que dejaban al coro la tarea de entonar los cantica mientras ellos se limitaban a traducir el sentimiento en cada escena por medio de gestos, actitudes y danzas de todo tipo. Excepto en la voz, todo en ellos hablaba: la cabeza, los hombros, los músculos de la cara, las rodillas, las manos… Se sabe que en el siglo II d.C. el solista llegó a alcanzar tal maestría con sus gestos que, sin acudir a la palabra, era capaz de aprenderse de memoria y encarnar consecutivamente a todos los personajes de la obra…

Reproducción de máscaras de teatro clásico. Autor, Javier Marzal

                                           Reproducción de máscaras de teatro clásico. Autor: Javier Marzal

Acueducto Los Milagros, en Mérida. Autor, Rafael dP

                                                    Acueducto Los Milagros, en Mérida. Autor: Rafael dP

Claro que con el tiempo, también, estos divos acabaron matando al arte por culpa de sus acrobacias. Para comenzar invirtieron gravemente el orden de valores y en lugar de acompañar a los cantica con su mímica terminaron por subordinarla a ésta. Los jefes de compañía, los músicos o los libretistas tenían como único fin el lucimiento de la estrella, y nada se hacía sin su supervisión directa: gustaban de regular la puesta en escena, elegir a los actores, dictar los versos, inspirar la música, proponer los decorados y por supuesto elegir cada composición lírica, según fuese adecuada o no a sus virtuosismos o sus deficiencias. En definitiva, habían renunciado a llegar al corazón del público y solo buscaban atraer sus miradas y su aprobación.

Actuación en el teatro de Emerita. Autor, Antonio Pineda

                                                  Actuación en el teatro de Emerita. Autor: Antonio Pineda

Y mientras tanto el arte escénico seguía cayendo a sus cotas más bajas, que rayaban a veces en lo estrafalario. Se preferían por ejemplo las obras de género negro donde los actores sembraban espanto a base de intrigas, gritos histéricos por todo el escenario y un generoso derroche de sangre. O libidinosas, dado que siempre fue mucho más fácil y “seguro” apelar al sentido erótico del respetable… Pero a pesar de la caída en picado no todo fueron malas noticias. La necesidad de encontrar nuevos modos de agradar al público también trajo consigo una originalísima modalidad de interpretación, y que ya entonces hacía furor entre la plebe: el mimo. Era ésta una farsa burlesca que trataba de acercarse lo más posible a la realidad. Eso sí: al igual que en la vida misma, cruda y sin adornos, los argumentos se basaban también en las situaciones más groseras y en los personajes más bajos, lo que hacía que el espectáculo alcanzase tintes caricaturescos semejantes a los modernos payasos del circo.

Majestuosas ruinas romanas en Mérida. Autor, Xornalcerto

                                                Majestuosas ruinas romanas en Mérida. Autor: Xornalcerto

El número de mimos de una compañía dependía de los personajes que requiriese la obra, y al contrario que en el teatro clásico, todos actuaban sin máscara y vestían como el ciudadano de la calle. Otra original aportación del mimo fue la presencia de mujeres en el escenario (en la comedia o la tragedia los personajes femeninos eran interpretados invariablemente por hombres), lo que contribuyó a relanzar al teatro por más que las historias redundasen en los mismos temas de siempre. Raptos, suicidios, maridos burlados o amantes escondidos en un baúl providencial eran el pan de cada día en la cartelera por aquella época, a lo que se sumaba un evidente interés por el exotismo, la ostentación, la lujuria y el morbo más exacerbados. Igual que ocurre hoy día con el mundo del espectáculo, el reclamo del sexo y la impudicia estaba entonces muy extendido y no era raro, por ejemplo, que las actrices acostumbraran a desnudarse completamente por “exigencias del guión” o incluso a petición del respetable.

Fresco que representa una mujer tocando una kithara. Autor, Ranveig

                                      Fresco que representa una mujer tocando una kithara. Autor: Ranveig

Puente romano en Mérida. Autor, Antonio Pineda

                                                       Puente romano en Mérida. Autor: Antonio Pineda

El espectador romano en Emerita y otros teatros de la época era también muy aficionado a los mimos terroríficos en los que los actores se intercambiaban golpes, se oían palabras malsonantes o sonaban bofetadas repartidas entre comparsas sin venir a cuento. Por lo común la bronca acababa degenerando en riñas “a pie de grada”, lo que hacía las delicias de un público que no contaba con estos extras en el guión. Otras veces, sin embargo, la jarana estaba anunciada a bombo y platillo: es lo que ocurrió por ejemplo con una obra, “Laureolus”, que destacó precisamente por la violencia de su personaje principal, un ladrón incendiario y degollador. En el momento del castigo final el actor que lo interpretaba era sustituido por un reo común, y éste salía al escenario para interpretar su canto de cisne y morir entre torturas que no tenían nada de fingidas. ¿El resultado? La obra fue un gran éxito de taquilla y público y se mantuvo en cartel durante dos años consecutivos… Qué grandes guionistas e intérpretes se perdió Broadway.

Templo de Diana, en Merida. Autor, Rafael dP
                                                        Templo de Diana, en Mérida. Autor: Rafael dP

Publicado el 4 comentarios

Tragedias, comedias y mimo. El Teatro de Mérida en la época del Imperio Romano (1ª Parte)

Tragedias, comedias y mimo. El Teatro de Mérida en la época del Imperio Romano (1ª Parte)

El pasado 5 de julio se dio el pistoletazo de salida al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida con la representación de la obra Medea, de Séneca. Se trata sin duda del evento más antiguo de estas características en España, y con diferencia el más importante, puesto que tiene lugar en el ambiente único del Teatro romano existente en esa localidad (Mérida se conocía entonces como Augusta Emerita y fue durante una época capital y residencia del máximo dignatario del Emperador en Hispania). Emulando el fasto y la solemnidad de los espectáculos de la Roma clásica, el teatro de Mérida pasa por ser el más antiguo que todavía funciona como tal en el mundo. Este año su Festival llega ya a la LIX edición en una singladura que se inició allá por 1933, y que tras el parón obligado por la guerra civil y los años más duros de la postguerra, continuó ya sin interrupción desde 1953 hasta alcanzar el éxito de público y fama que posee hoy día.

Mérida y su puente romano. Autor, Diego M. Castañeda

                                                 Mérida y su puente romano. Autor: Diego M. Castañeda

Durante los meses de julio y agosto, los afortunados asistentes al Festival pueden disfrutar además de uno de los conjuntos arquitectónicos más emblemáticos de España y que en 1993 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El teatro es en si mismo una obra monumental a pesar de las frecuentes remodelaciones que ha sufrido desde sus orígenes, allá por el año 15 a.C. Parcialmente apoyado en las laderas del monte de San Albín esta construcción fue levantada para poder albergar hasta un total de 6000 espectadores, lo que prueba la importancia que debió de tener Mérida en los primeros siglos del Imperio romano. Gracias a los trabajos de restauración efectuados por José Menéndez Pidal y Álvarez y otros profesionales a lo largo del siglo XX hoy podemos admirarnos del poder y la elegancia señorial que emanaba del edificio durante su época de explendor. Y es que del deterioro en que se sumió en otras épocas hemos pasado a unas estructuras escénicas con plena funcionalidad: el semicírculo de la gradería, por ejemplo, se encuentra notablemente conservado a excepción del tramo de filas superiores, o summa, y lo mismo podemos decir de la orchestra, lugar de élite donde se situaban los más importantes personajes de la urbe y de toda la provincia romana.

Escena de Lisístrata en el Teatro romano de Mérida. Autor, Becante

                                       Escena de Lisístrata en el Teatro romano de Mérida. Autor: Becante

Pero el elemento que atrae todas las miradas del público es sin duda el frontal, o scaenae frons, una espectacular estructura en columnas de orden corintio adornada de estatuas y con tres puertas para el acceso de los actores al escenario: la central y las dos laterales. El carácter exclusivo del teatro se ve incrementado además por una acústica fuera de lo común y que permite que las compañías puedan actuar sin micrófonos, tal y como lo debieron hacer en las representaciones clásicas hace más de dos mil años. Pero, ¿fueron éstos realmente los espectáculos de masas que hoy nos imaginamos, valorados y seguidos por el público como ocurre en la actualidad? ¿Cómo transcurrió en realidad la vida, las obras, el favor de la audiencia y el trabajo de directores, comediantes y estrellas en el mundo del teatro de Emerita, allá por sus años de mayor gloria imperial?

Mosaico que representa máscaras de teatro clásico.

                                                     Mosaico que representa máscaras de teatro clásico

Addison dijo una vez que el teatro es el alma en sueños. Sin embargo, durante el auge de Roma, el oficio de la escena fue siempre muy mal valorado por la sociedad. En el periodo antiguo solo los esclavos y libertos podían trabajar como actores, y hasta tal punto fue así que el mero hecho de ser comediante, libretista o aún director de escena constituía una causa lícita para limitar sus derechos jurídicos. Hoy actor es sinónimo de estrella, riqueza, fama y glamour, pero en aquella época el ciudadano romano despreciaba aquello que le divertía y denominaba a los trabajadores de las compañías teatrales “histriones”, término que tuvo siempre un sentido despectivo y que los relegaba por definición a la cola de las clases sociales.

Columnata tras el escenario del Teatro de Mérida. Autor, Extremaduraclásica

                                Columnata tras el escenario del Teatro de Mérida. Autor: Extremaduraclásica

Durante la República el teatro estuvo mejor considerado que los juegos circenses, pero esto cambió al llegar el Imperio. Plinio el Joven se lamentaba diciendo que lo más granado de la sociedad prefería asistir a las carreras de carros antes que a una buena tragedia en verso, y si eso ocurría con los grupos instruidos, no es difícil imaginar la atracción que supuso el circo o el anfiteatro para el hombre de la calle. A menudo la máxima ambición de un mercader o tendero medianamente pudiente era comprarse dos esclavos fuertes que lo llevaran al circo en litera y que peleasen por él para lograrle el mejor sitio en las gradas. Frente al espectáculo de las fieras y los gladiadores el teatro estaba en desventaja, pero no por ello debemos despreciar su importancia puesto que el de Emerita, con no ser uno de los más importantes, poseía unas proporciones de escándalo en comparación a la mayoría de los actuales.

Busto de Séneca, en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Autor, Finizio

                              Busto de Séneca, en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Autor: Finizio

Para satisfacer las exigencias de las ciudades, primero el senado y después los emperadores financiaron la construcción de teatros excavados directamente en roca, algo en verdad muy caro, ampliando además la temporada de representaciones al periodo comprendido entre abril y noviembre. En un principio sólo se programaba una comedia o tragedia al día, pero no pasó mucho tiempo antes de que el cupo incluyese dos y más obras que a menudo competían entre si por el favor del público y de un magistrado, el cual elegía finalmente al vencedor. La jornada de teatro se alargaba así a lo largo de varias horas obligando a intercalar descansos entre representaciones, durante los cuales un músico solía amenizar con la flauta a la audiencia acompañado o no del coro. La larga duración de las obras también dio paso a costumbres un tanto rústicas, como aquella que permitía a los espectadores llevar consigo comida y bebida. Es fácil entender que estas medidas terminaran por hacer del programa un caos absoluto, puesto que al barullo del respetable se unía frecuentemente el vuelo de las viandas por encima de gradas y cabezas cuando la obra no era del agrado de los asistentes.

Entrada lateral al escenario del Teatro de Mérida. Autor, Shepenupet

                                      Entrada lateral al escenario del Teatro de Mérida. Autor: Shepenupet

De todas formas, aún en la época en que Roma comenzó a construir aquellos teatros grandiosos y de perfecta curvatura, el arte dramático ya estaba agonizando y daba paso a nuevas formas de diversión. Algunos de los más insignes ya se habían adaptado a los nuevos tiempos, como el antiguo teatro grecorromano de Taormina, en Sicilia, y ofrecían de manera habitual espectáculos de gladiadores para satisfacer a un público ávido de emociones fuertes. Desde Augusto y Claudio dejaron de crearse títulos nuevos, y en tiempos de Nerón los literatos más creativos tenían que conformarse con leerlos en los auditoria (espacios públicos donde podían recitarse trabajos propios o ajenos), como ocurrió de hecho con Medea y otras tragedias de Séneca. Puede decirse que desde finales del siglo I a.C. el público solo pudo asistir al teatro para ver obras del repertorio tradicional, y a las que era asiduo no tanto por la trama (que no importaba demasiado) como por el fasto, la música u otros accesorios comúnmente asociados a estos espectáculos.

Muchos argumentaron entonces que el declive del teatro tenía su justificación puesto que en aquellos inmensos edificios al aire libre, entre la confusión reinante y la gran afluencia de personas, casi nadie era capaz de seguir un delicado argumento en verso si no conocía la obra por haberla visto en otras ocasiones. Aún así era necesario el apoyo de la introducción para saber de qué iba, así como de signos preestablecidos que facilitaban la comprensión de las diferentes escenas. Las máscaras trágicas y cómicas, por ejemplo, se pintaban de marrón o de blanco para identificar a ambos sexos, mientras que el color del vestuario permitía aclarar cuál era la condición social del personaje: el blanco para los ancianos; el amarillo para las cortesanas; el púrpura para los ricos, el rojo para los pobres o el abigarrado para los proxenetas eran solo algunos de los más representativos.

Fin de la Primera Parte …

Teatro grecorromano de Taormina, en Sicilia. Autora, Benedetta Alosi

                                       Teatro grecorromano de Taormina, en Sicilia. Autora: Benedetta Alosi