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Tragedias, comedias y mimo. El Teatro de Mérida en la época del Imperio Romano (1ª Parte)

Tragedias, comedias y mimo. El Teatro de Mérida en la época del Imperio Romano (1ª Parte)

El pasado 5 de julio se dio el pistoletazo de salida al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida con la representación de la obra Medea, de Séneca. Se trata sin duda del evento más antiguo de estas características en España, y con diferencia el más importante, puesto que tiene lugar en el ambiente único del Teatro romano existente en esa localidad (Mérida se conocía entonces como Augusta Emerita y fue durante una época capital y residencia del máximo dignatario del Emperador en Hispania). Emulando el fasto y la solemnidad de los espectáculos de la Roma clásica, el teatro de Mérida pasa por ser el más antiguo que todavía funciona como tal en el mundo. Este año su Festival llega ya a la LIX edición en una singladura que se inició allá por 1933, y que tras el parón obligado por la guerra civil y los años más duros de la postguerra, continuó ya sin interrupción desde 1953 hasta alcanzar el éxito de público y fama que posee hoy día.

Mérida y su puente romano. Autor, Diego M. Castañeda

                                                 Mérida y su puente romano. Autor: Diego M. Castañeda

Durante los meses de julio y agosto, los afortunados asistentes al Festival pueden disfrutar además de uno de los conjuntos arquitectónicos más emblemáticos de España y que en 1993 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. El teatro es en si mismo una obra monumental a pesar de las frecuentes remodelaciones que ha sufrido desde sus orígenes, allá por el año 15 a.C. Parcialmente apoyado en las laderas del monte de San Albín esta construcción fue levantada para poder albergar hasta un total de 6000 espectadores, lo que prueba la importancia que debió de tener Mérida en los primeros siglos del Imperio romano. Gracias a los trabajos de restauración efectuados por José Menéndez Pidal y Álvarez y otros profesionales a lo largo del siglo XX hoy podemos admirarnos del poder y la elegancia señorial que emanaba del edificio durante su época de explendor. Y es que del deterioro en que se sumió en otras épocas hemos pasado a unas estructuras escénicas con plena funcionalidad: el semicírculo de la gradería, por ejemplo, se encuentra notablemente conservado a excepción del tramo de filas superiores, o summa, y lo mismo podemos decir de la orchestra, lugar de élite donde se situaban los más importantes personajes de la urbe y de toda la provincia romana.

Escena de Lisístrata en el Teatro romano de Mérida. Autor, Becante

                                       Escena de Lisístrata en el Teatro romano de Mérida. Autor: Becante

Pero el elemento que atrae todas las miradas del público es sin duda el frontal, o scaenae frons, una espectacular estructura en columnas de orden corintio adornada de estatuas y con tres puertas para el acceso de los actores al escenario: la central y las dos laterales. El carácter exclusivo del teatro se ve incrementado además por una acústica fuera de lo común y que permite que las compañías puedan actuar sin micrófonos, tal y como lo debieron hacer en las representaciones clásicas hace más de dos mil años. Pero, ¿fueron éstos realmente los espectáculos de masas que hoy nos imaginamos, valorados y seguidos por el público como ocurre en la actualidad? ¿Cómo transcurrió en realidad la vida, las obras, el favor de la audiencia y el trabajo de directores, comediantes y estrellas en el mundo del teatro de Emerita, allá por sus años de mayor gloria imperial?

Mosaico que representa máscaras de teatro clásico.

                                                     Mosaico que representa máscaras de teatro clásico

Addison dijo una vez que el teatro es el alma en sueños. Sin embargo, durante el auge de Roma, el oficio de la escena fue siempre muy mal valorado por la sociedad. En el periodo antiguo solo los esclavos y libertos podían trabajar como actores, y hasta tal punto fue así que el mero hecho de ser comediante, libretista o aún director de escena constituía una causa lícita para limitar sus derechos jurídicos. Hoy actor es sinónimo de estrella, riqueza, fama y glamour, pero en aquella época el ciudadano romano despreciaba aquello que le divertía y denominaba a los trabajadores de las compañías teatrales “histriones”, término que tuvo siempre un sentido despectivo y que los relegaba por definición a la cola de las clases sociales.

Columnata tras el escenario del Teatro de Mérida. Autor, Extremaduraclásica

                                Columnata tras el escenario del Teatro de Mérida. Autor: Extremaduraclásica

Durante la República el teatro estuvo mejor considerado que los juegos circenses, pero esto cambió al llegar el Imperio. Plinio el Joven se lamentaba diciendo que lo más granado de la sociedad prefería asistir a las carreras de carros antes que a una buena tragedia en verso, y si eso ocurría con los grupos instruidos, no es difícil imaginar la atracción que supuso el circo o el anfiteatro para el hombre de la calle. A menudo la máxima ambición de un mercader o tendero medianamente pudiente era comprarse dos esclavos fuertes que lo llevaran al circo en litera y que peleasen por él para lograrle el mejor sitio en las gradas. Frente al espectáculo de las fieras y los gladiadores el teatro estaba en desventaja, pero no por ello debemos despreciar su importancia puesto que el de Emerita, con no ser uno de los más importantes, poseía unas proporciones de escándalo en comparación a la mayoría de los actuales.

Busto de Séneca, en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Autor, Finizio

                              Busto de Séneca, en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Autor: Finizio

Para satisfacer las exigencias de las ciudades, primero el senado y después los emperadores financiaron la construcción de teatros excavados directamente en roca, algo en verdad muy caro, ampliando además la temporada de representaciones al periodo comprendido entre abril y noviembre. En un principio sólo se programaba una comedia o tragedia al día, pero no pasó mucho tiempo antes de que el cupo incluyese dos y más obras que a menudo competían entre si por el favor del público y de un magistrado, el cual elegía finalmente al vencedor. La jornada de teatro se alargaba así a lo largo de varias horas obligando a intercalar descansos entre representaciones, durante los cuales un músico solía amenizar con la flauta a la audiencia acompañado o no del coro. La larga duración de las obras también dio paso a costumbres un tanto rústicas, como aquella que permitía a los espectadores llevar consigo comida y bebida. Es fácil entender que estas medidas terminaran por hacer del programa un caos absoluto, puesto que al barullo del respetable se unía frecuentemente el vuelo de las viandas por encima de gradas y cabezas cuando la obra no era del agrado de los asistentes.

Entrada lateral al escenario del Teatro de Mérida. Autor, Shepenupet

                                      Entrada lateral al escenario del Teatro de Mérida. Autor: Shepenupet

De todas formas, aún en la época en que Roma comenzó a construir aquellos teatros grandiosos y de perfecta curvatura, el arte dramático ya estaba agonizando y daba paso a nuevas formas de diversión. Algunos de los más insignes ya se habían adaptado a los nuevos tiempos, como el antiguo teatro grecorromano de Taormina, en Sicilia, y ofrecían de manera habitual espectáculos de gladiadores para satisfacer a un público ávido de emociones fuertes. Desde Augusto y Claudio dejaron de crearse títulos nuevos, y en tiempos de Nerón los literatos más creativos tenían que conformarse con leerlos en los auditoria (espacios públicos donde podían recitarse trabajos propios o ajenos), como ocurrió de hecho con Medea y otras tragedias de Séneca. Puede decirse que desde finales del siglo I a.C. el público solo pudo asistir al teatro para ver obras del repertorio tradicional, y a las que era asiduo no tanto por la trama (que no importaba demasiado) como por el fasto, la música u otros accesorios comúnmente asociados a estos espectáculos.

Muchos argumentaron entonces que el declive del teatro tenía su justificación puesto que en aquellos inmensos edificios al aire libre, entre la confusión reinante y la gran afluencia de personas, casi nadie era capaz de seguir un delicado argumento en verso si no conocía la obra por haberla visto en otras ocasiones. Aún así era necesario el apoyo de la introducción para saber de qué iba, así como de signos preestablecidos que facilitaban la comprensión de las diferentes escenas. Las máscaras trágicas y cómicas, por ejemplo, se pintaban de marrón o de blanco para identificar a ambos sexos, mientras que el color del vestuario permitía aclarar cuál era la condición social del personaje: el blanco para los ancianos; el amarillo para las cortesanas; el púrpura para los ricos, el rojo para los pobres o el abigarrado para los proxenetas eran solo algunos de los más representativos.

Fin de la Primera Parte …

Teatro grecorromano de Taormina, en Sicilia. Autora, Benedetta Alosi

                                       Teatro grecorromano de Taormina, en Sicilia. Autora: Benedetta Alosi

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Entre vieiras, chuletones y albariños. Las fiestas gastronómicas de julio en Galicia

Entre vieiras, chuletones y albariños. Las fiestas gastronómicas de julio en Galicia

Llega el mes de julio a tierras gallegas y como si de un pistoletazo de salida se tratase, su entrada anuncia el desparrame de familias y turistas en busca del buen tiempo y un sinfín de celebraciones populares de lo más variopinto. En estas fechas los saraos se multiplican por pueblos y concejos cual setas de temporada, algo que el público agradece cumplidamente puesto que muchas de estas fiestas tienen que ver con un arte que deleita y embriaga a todos sin excepción: la gastronomía. Recapitulemos: el domingo 14, sin ir más lejos, los amantes de los buenos platos tuvieron oportunidad de recalar en la parroquia orensana de Santiago de Anllo y encontrarse allí con la famosa Festa da Cabra, que como su nombre indica constituye un multitudinario acto de exaltación de este insigne (y sabroso) animal. La jarana culminó en la carpa instalada al efecto con el reparto de unos platos de carne de cabra guisada, receta que ya viene haciendo las delicias de los parroquianos desde hace más de cien años. Ante tal banquete es consejo general no cegarse con las viandas a no ser que se tenga tiempo de reposar después el atracón, pero si a pesar de todo alguien se queda corto no hay mejor solución que adquirir un ticket y participar en el sorteo reservado al final de la fiesta… ¿Podéis adivinar lo que se sortea? Exacto, una cabra.

Los alegres en la Fiesta del pan. Autor, Juantiagues

                                                   Los Alegres en la Fiesta del pan. Autor: Juantiagues

Zamburiñas con Albariño. Autor, Jlastras

                                                            Zamburiñas con Albariño. Autor: Jlastras

Las celebraciones culinarias son muy comunes en tierras gallegas. Comenzaron como festejos locales, romerías, o incluso simples reuniones de amigos en las que el cumplimiento de una promesa llevaba a los sufridos vecinos a organizar una comida tradicional. Con el tiempo el renombre de los festejos y la calidad de los platos actuaron de imán para atraer público en unos lugares o emular la experiencia en otros, hasta el punto que actualmente son más de 300 las celebraciones gastronómicas programadas en Galicia a lo largo del año. Hacia el interior, como es lógico, abundan las carnes de ternera y de cerdo o la pesca de río, mientras que en el litoral y sus rías los protagonistas absolutos son pescados y mariscos cocinados a la manera autóctona. En este año 2013 la cosa ya viene calentita desde primeros de mes, y mientras los amantes del vino pudieron disfrutar en Ribadavia (Orense) con la Feria Exposición de la zona O Ribeiro, los fan de la langosta hicieron lo propio con este exquisito manjar tal y como se prepara desde antiguo en A Guarda (Pontevedra), a orillas de la desembocadura del Miño y de la frontera portuguesa.

Botellas de vino Albariño. Autor, Imamon

                                                             Botellas de vino Albariño. Autor: Imamon

Detalle del pazo de Fefiñanes, en Cambados. Autor, Juantiagues

                                         Detalle del pazo de Fefiñanes, en Cambados. Autor: Juantiagues

En una sucesión de vértigo que parece no tener fin, las rutas gastronómicas se engarzan como cuentas de rosario para llevarnos sucesivamente hasta Arbo y su Exaltación de la lamprea seca; Silleda y la Fiesta del lacón, o Meis y su celebrada Fiesta de los callos, todas ellas localidades de la provincia de Pontevedra. De Pontevedra es también Cambados, donde con motivo del día del Carmen, patrona de los marineros, sus paisanos ofrecen a todos los visitantes que gusten del buen comer la Fiesta de la Exaltación de la vieira, un molusco esencial en varios platos tradicionales de toda la ría. Cambados es además capital del Albariño, el aclamado vino blanco de la región, y nadie que se precie de su arte como catador debe faltar al festejo que se organiza a principios de agosto, y que ostenta la denominación de Interés Turístico Nacional. Son decenas las casetas levantadas junto al paseo de A Calzada para ofrecer al público estos vinos ligeros y de aroma delicioso, acompañados además con una variada muestra de productos típicos entre los que destacan los mejillones, el pulpo, las empanadas, los pimientos… Por cierto que, si gustáis de los buenos caldos gallegos y no deseáis esperar a agosto, la oferta en este mes sigue siendo espectacular: desde la XVI Feria del vino D.O. Valdeorras en A Rúa, Orense, y cuyos actos se clausuraron el pasado fin de semana, hasta la XXI Fiesta del Vino de El Rosal los días 19 al 21 de julio… vamos, todo un festival de sabores para disfrutar y recordar con pasión en años venideros.

Delicioso plato de navajas. Autor, Alex Chiang

                                                         Delicioso plato de navajas. Autor: Alex Chiang

Preparando el famoso pulpo a la gallega. Autor, Gabriel González

                                         Preparando el famoso pulpo a la gallega. Autor: Gabriel González

No todo es comida y bebida durante estos jolgorios estivales. Fuegos de artificio, pasacalles a cargo de gaiteros, competiciones populares o las consabidas verbenas nocturnas completan un repertorio que, a tenor del éxito obtenido en años anteriores, prometen sin duda incrementar el público para la presente edición 2013. En Mondariz, al pie de la Sierra do Suido, lo saben sobradamente. Y es que a finales del mes de abril celebraron a todo trapo la IV edición de “De Tapiñas por Mondariz”, un evento que ampliarán para mediados de octubre con el III aniversario de su Ruta de Tapas… Pero, ¿es que no hay nada previsto entre abril y octubre? Por supuesto que sí. Llega el mes de julio y no puede faltar su Fiesta gastronómica con churrasco, pata de cerdo con alubias o pulpo a la gallega, que el año pasado repitió en Mondariz por décima vez consecutiva y es sin duda la reina de los festejos culinarios locales.

Si alguien queda con ganas de más sarao y es capaz de reponerse a tiempo, no está de más apuntar en la hoja de ruta la Exaltación del chuletón de Maside (Orense), puesto que las piezas que allí se reparten entre el respetable no suelen bajar nunca del medio kilo. Es éste un lugar de gratos encuentros para muchos, y los impenitentes de Mondariz se abrazan con los sobrevivientes de Vimianzo (A Coruña), también recien llegados de otra fiesta, con el fin de intercambiar experiencias cargadas de arrojo y promesas de no desfallecer en próximas ediciones. Así, en buena compaña y para que todo salga según lo previsto, hasta unas 30 personas o merdomos de Maside se encargan de preparar las parrillas y asar los cerca de 800 kilos de carne vacuna que se necesitan para cumplir con el programa, acompañándolo todo de patatas fritas, pimientos, pan y la obligada botella de vino que facilite toda la digestión. En la última edición del evento se superó el millar de vecinos y simpatizantes, llegados de los cuatro puntos cardinales, aunque se espera que este año la devoción por la res autóctona no defraude y que las expectativas locales se multipliquen ampliamente.

Vilasobroso, Mondariz. Autor, HombreDHojalata

                                                       Vilasobroso, Mondariz. Autor: HombreDHojalata

Pulpo a la Gallega. Autor, Jose Antonio Gil Martínez

                                                     Pulpo a la Gallega. Autor: Jose Antonio Gil Martínez

Pero Galicia es también tierra de marisco y otros productos marinos, y por tanto no podemos olvidar el mosaico de celebraciones que se asocian a estos codiciados frutos del mar. En Illa de Arousa (Pontevedra), una preciosa localidad en el corazón de la ría del mismo nombre, vienen celebrándose desde hace años varios encuentros culinarios de este tipo. El de la almeja roja (a mediados de julio) es de los más nombrados en toda la región, pero solo unos días más tarde este molusco da paso a una pariente suya no menos famosa entre los gourmets. Efectivamente, del 26 al 28 de julio se organiza en esta isla atlántica la Fiesta de la navaja, o navalla, bivalvo del que en tierras gallegas se conocen dos variedades igualmente sabrosas: el longueirón o navaja grande, y la navaja curva o muergo. Tanto una como otra tienen una preparación muy sencilla, pues después de su limpieza solo es necesario asarlas lentamente en parrilla y aderezarlas por encima con una salsa compuesta de aceite, ajo, perejil, pan rallado y vino blanco. El resultado: uno de los platos más deliciosos de la comida gallega y española, y digno reclamo de los paladares más exigentes en medio mundo.

Barco varado en Illa de Arousa. Autor, Mchuca

                                                        Barco varado en Illa de Arousa. Autor: Mchuca

Chuletón gallego de 1 kg de peso. Autor, L. Miguel Bugallo

                                                Chuletón gallego de 1 kg de peso. Autor: L. Miguel Bugallo

En definitiva, Galicia se viste en las próximas semanas de productos de la tierra y del mar, ofreciendo a los visitantes el tesoro de su rica gastronomía aderezado con unos paisajes repletos de tradiciones milenarias, espitualidad y verdor. Municipios y parroquias; calles, plazas y puertos; bosques y prados de estampa virginal… Cada vez que descubráis en vuestro trayecto un conjunto de personas arracimadas alrededor de las casetas de feria, con el humo de los fogones flotando en el aire claro, y notéis que un aroma denso a carne asada o a marisco llena vuestras narices y se mete de lleno entre ceja y ceja, no queda otra: detenéos y probad el regalo de la tierra gallega, sentíos por un momento verdaderos reyes en mitad de un banquete y guardad finalmente en vuestra memoria la experiencia de comer y disfrutar como nunca para envidia de los que quedaron en casa. Eso sí, no os paséis con el Albariño.

Procesión en la Fiesta del Carro. A Lama, Pontevedra. Autor, Gabriel González

                               Procesión en la Fiesta del Carro. A Lama, Pontevedra. Autor: Gabriel González

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De toros y pamplonicas. La historia más oculta de los Sanfermines

De toros y pamplonicas. La historia más oculta de los Sanfermines

En estos días de canícula entrado ya el mes de julio, el espectáculo vital y primigenio de los encierros durante las fiestas de San Fermín vuelve a ser protagonista destacado en la prensa de medio mundo. Se trata de unos festejos que vienen de antiguo, debiéndonos remontar en su origen hasta la edad media y la época de las primeras ferias ganaderas organizadas alrededor de la festividad de San Pedro. Como suele ocurrir en cualquier evento de este tipo, la presencia de ganaderos, comerciantes y demás público ávido de negocio y diversión propiciaron poco a poco una mayor variedad de festejos, entre los que se incluyeron lógicamente las corridas de toros, que casi desde el primer momento fueron elevadas a la categoría de “súmmum” de la fiesta. Ahora bien, se dio el caso de que existía asimismo en Pamplona otro multitudinario y celebrado sarao, éste en honor a San Fermín, patrón de la diócesis pamplonesa y copatrón de Navarra junto a San Francisco Javier. Venía organizándose el 10 de octubre e incluía, además de las consabidas suertes taurinas, diversos espectáculos de música, actores, comediantes y puestos de venta, lo que atraía como es de rigor a un numeroso respetable… que con frecuencia se quedaba sin festejos por las abundantes tronadas y aguaceros propios de esa época del año. Visto el problema, de no pequeñas dimensiones, el Ayuntamiento solicitó formalmente en 1591 una solución definitiva y ésta consistió en hacer coincidir en un solo día (7 de julio) las ferias comerciales de San Pedro y la festividad de San Fermín. La fecha satisfizo a todos y desde entonces se considera como oficial e inamovible.

Aspecto de la plaza de toros de Pamplona tras un encierro. Autor, Bigsus

                                   Aspecto de la plaza de toros de Pamplona tras un encierro. Autor: Bigsus

En un principio las fiestas duraban escasamente dos días, pero no pasó mucho tiempo antes de que se alargasen hasta el día 10 mientras aparecían sin cesar nuevas y originales variedades de ocio. Los actos religiosos aumentaron a partir del siglo XVII y junto a ellos surgieron también saltimbanquis, gigantes y cabezudos, el vuelo de la mujer cañón, torneos con animales exóticos y otras ligerezas que hacían temer, a juicio de los clérigos, por la decencia y virtud de los jóvenes pamplonicas. Por supuesto, los encierros y sobre todo las corridas de toros siguieron siendo el elemento central de la fiesta, aunque no como las conocemos ahora, puesto que en el siglo XIX solían ser más largas y se organizaban en improvisadas estructuras de madera. La primera plaza fija se construyó en los años cuarenta de ese siglo, y hay que decir que resultó tan ruinosa que terminó llevando a los tribunales a la pobre viuda del constructor, ignorante por completo de las pifias de su marido. Por supuesto, salió absuelta.

Espectáculo en la plaza en el siglo XIX. Obra de Francisco de Goya (1824-25)

                                Espectáculo en la plaza en el siglo XIX. Obra de Francisco de Goya (1824-25)

Entrada de un encierro en la plaza. Autor, Baltasar García

                                               Entrada de un encierro en la plaza. Autor: Baltasar García

Antes de la modernización de los festejos taurinos era muy común organizar todo tipo de suertes y torneos durante las corridas, hoy afortunadamente extinguidos a causa de su peligrosidad. Por poner un ejemplo, se tiene constancia que durante los 4 días de Sanfermines del año 1804 los toros lidiados mataron un total de 19 caballos, mientras que una de las reses llegó a saltar la barrera y terminó muerta a bayonetazos por unos granaderos que casualmente se encontraban en el lugar. Claro que esta “hazaña” fue superada ampliamente en 1845, cuando se compraron para los 4 días de fiesta un total de 97 caballos, de los que solo sobrevivieron 24. Era asimismo frecuente ofrecer al populacho durante los Sanfermines los llamados novillos ensogados, reses sujetas con una o varias cuerdas para impedir sus embestidas, así como la utilización de perros de presa para rendir a los toros. Ésta última modalidad se practicó hasta el último tercio del siglo XIX y hay que decir que resultaba especialmente sangrienta, puesto que acababa casi siempre con los canes moribundos y abiertos en canal en mitad de la plaza. El arte consistía en soltar a los perros de tres en tres a medida que iban retirándose los inutilizados, hasta que al fin conseguían inmovilizar al astado lo suficiente como para que el maestro le rematase con el estoque y la puntilla. En 1958 volvió a verse un espectáculo espontáneo de esta guisa cuando “Ortega”, un perro pastor acostumbrado a guardar ganado, se enfrentó a dentelladas con un toro hasta que lo hizo batirse en retirada y fue retirado de la plaza. Que se recuerde, es la única ocasión en que un chucho recibe la ovación del respetable y completa a hombros una vuelta al ruedo.

El perro en los toros. Alano Español

                                                                 El perro en los toros. Alano Español

Las peculiaridades de las corridas durante los Sanfermines decimonónicos rayaban a veces en el esperpento, como cuando se probó a sacar a la plaza machos cabríos con muñecos a modo de picadores adosados a sus lomos. No se conoce la reacción del toro ante tal invento, ni tampoco el éxito alcanzado, pero sin duda fue menor que el que obtenían los aclamados mozos molineros a los que se reservaban astados para despacharlos con la suerte del palenque. Consistía esta técnica en esperar al toro en la plaza con la única defensa de una pica o lanza, y al tiempo que el toro embestía, los mozos lo levantaban por los aires sobre las picas hasta dejarlo muerto en la arena. El público pamplonica era especialmente aficionado a esta modalidad y celebraba con júbilo las diversas muestras de valor durante el episodio. Por contra no dudaban en mostrar su disgusto cuando espadas o banderilleros rebajaban las expectativas, lo que hacían saber de la manera más usual en aquella época: lanzando cualquier cosa que encontraban a mano. Es lo que ocurrió en 1876 cuando el respetable, iracundo ante una mala tarde de faena, comenzó a arrojar a la plaza pedazos de pan, botellas, cacerolas, herraduras y hasta cubos desvencijados llenos de basura, haciendo que los picadores temiesen por su integridad y corriesen a buscar refugio tras la barrera.

Aspecto de las calles de Pamplona durante un encierro. Autor, Baltasar García

                               Aspecto de las calles de Pamplona durante un encierro. Autor: Baltasar García

Palenque de los moros hecho con burro. Obra de Francisco de Goya (1814-16)

                               Palenque de los moros hecho con burro. Obra de Francisco de Goya (1814-16)

Pero son los encierros los que, a tenor de la cobertura mediática, han despertado siempre el mayor interés entre propios y extraños de los cinco continentes. Su origen estuvo en la conducción de reses bravas hasta las plazas donde iba a efectuarse la corrida, y por tanto puede decirse que en Pamplona existen encierros desde el mismo momento en que existieron festejos taurinos. La figura del corredor no aparece hasta el siglo XIX, cuando el itinerario de los toros por las calles de la ciudad comenzó a aglutinar a una población ansiosa por ver en primera línea el espectáculo de la manada. De ahí a correr delante de las reses solo había un paso, y otro más para poner doble vallado en el recorrido (cosa que ocurrió finalmente en 1939), pues durante los primeros tiempos no era raro que algún toro escapase y terminara de estampida por las calles para sorpresa mayúscula de tenderos y ancianas desprevenidas. Fue la figura del conocido escritor estadounidense Ernest Hemingway la que dio un impulso definitivo a los Sanfermines con la publicación de su obra Fiesta, de 1926, aunque él mismo sufrió un percance con un novillo embolado al que intentó coger en vano por los cuernos, proeza que le costó un buen revolcón y dos o tres duros de multa. Esperemos que la fiesta del presente año no vaya más allá de unos sonoros moratones para los mozos de la calle Estafeta, y que en cualquier caso siga siendo un foco de hermandad y pasión por el toro como lo ha venido siendo desde hace más de 500 años… ¡Víva San Fermín!

Mozos en la plaza de Pamplona. Autor, Baltasar garcía

                                                  Mozos en la plaza de Pamplona. Autor: Baltasar garcía

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Días de sol y mieses. El trabajo de los segadores en tierras manchegas

Días de sol y mieses. El trabajo de los segadores en tierras manchegas

Los días 28 y 29 de junio de 2008 se celebró en Tomelloso la Fiesta de la Siega y la Trilla, un evento que atrajo a numeroso público y que sirvió para recordar esta actividad tradicional tan arraigada en tierras manchegas. Y es que antes de la llegada de las cosechadoras y otros artilugios mecánicos, la siega de la mies era una de las tareas con mayor calado de todo el calendario agrícola. En La Mancha son característicos los veranos secos y calurosos, y era precisamente entonces, coincidiendo con San Juan y San Pedro, cuando comenzaban los preparativos para la siega en los inmensos trigales de Campo de San Juan, La Mancha y Campo de Montiel, tierras de cereal por excelencia. A partir de finales de junio la espiga adquiere un color dorado y comienza a doblarse por el peso del grano, lo que en el argot se denomina “estar granada”. Como el “granado” no era igual para todos los tipos de cereal, primero se segaba la espiga más temprana, la cebada, continuando después sucesivamente con el trigo, el centeno y finalmente la avena, ésta última ya en el mes de agosto.

Alpacas de paja en el rastrojo. Autor, JC Hupo

                                                         Alpacas de paja en el rastrojo. Autor: JC Hupo

La siega del cereal era una actividad de gran importancia para las familias de jornaleros, puesto que su llegada significaba ocupación e ingresos asegurados durante los largos meses estivales. En los campos de mediano tamaño ocupaba a todos los integrantes de la familia, incluyendo a parientes más o menos cercanos, puesto que era necesario ayudarse entre todos a fin de acabar pronto y tener el grano listo para la venta. Distinto era, sin embargo, el procedimiento de los grandes propietarios, los cuales contrataban o “ajustaban” a cuadrillas de segadores venidos a veces desde muy lejos para efectuar el trabajo. Las cuadrillas, cargadas con sus alforjas y hoces, salían de los pueblos a principios de junio en grupos más o menos numerosos, y marchaban por caminos polvorientos en busca de las grandes haciendas cerealistas, donde la faena estaba casi asegurada.

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                                                             Cuadrilla de segadores. Autor: Büschgens

La apariencia del segador resultaba inconfundible: ropas bastas y gastadas, remendadas por largos años de uso; pantalones de pana, camisas de algodón y pañuelo anudado al cuello. En la cabeza no podía faltar el gran sombrero de paja, mientras que los pies se calzaban con unas abarcas aseguradas al empeine y el tobillo con correas entrelazadas. Estos “agosteros” regresaban normalmente a los mismos campos de años anteriores, y una vez ajustada la faena se alojaban en la casa del “amo”, a menudo en los graneros o en las cuadras que éste ponía a su disposición. No era raro, sin embargo, que hombres y mujeres durmiesen directamente en los campos, bien “al raso” o bien habilitando cada noche en el rastrojo una estructura con gavillas, lo que les servía de refugio improvisado en caso de tormenta.

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El trabajo de la siega. Autor, Jose Luis Tajada
                                                           El trabajo de la siega. Autor: Jose Luis Tajada

Las cuadrillas ajustaban su trabajo “a destajo” o “a jornal”. En el primer caso se recibía una cantidad dada por cada fanega de candeal segado, mientras que el jornal significaba un sueldo idéntico para cada trabajador excepto para el jefe de cuadrilla o “manijero”, que recibía siempre algo más. En cualquier caso, la faena de siega era una actividad agotadora que duraba de sol a sol y en la que no había domingos ni jornadas de descanso. Normalmente sólo se paraba el 25 de julio, día de Santiago. El resto suponía un esforzado trabajo contrarreloj para finalizar antes que llegasen las temibles “nubes” de granizo, propias de mediados de verano, lo que podía dar al traste en solo una hora con la cosecha y los desvelos de todo un año.

Campo de cereal con las espigas granadas. Autor, Les jardiniers du possible

                                Campo de cereal con las espigas granadas. Autor: Les jardiniers du possible

El trabajo daba comienzo alrededor de las cinco de la mañana. A esa hora los segadores marchaban con buen paso hacia los campos, y ya con la primera claridad del día comenzaba la ardua tarea de mover la hoz y cortar el tallo de la espiga, blando y suave por el relente. Se paraba únicamente a media mañana y a mediodía, y comían lo que los segadores tenían comprado en el pueblo a cuenta de la paga: sopas de ajo, chorizo, tocino, migas o gazpacho, según se terciase. En otras zonas de La Mancha, en cambio, la comida era por cuenta del propietario y éste les habilitaba todo lo necesario para que el “hatero” preparase el rancho. El “hatero” estaba a cargo del “hato”, un lugar a propósito en el rastrojo donde se guardaba todo lo necesario para la siega: los aparejos de las mulas, piedras de afilar y hoces de repuesto, el cántaro de agua y los botijos, el saco con el pan, los condimentos o las verduras. Cuando la familia se desplazaba al completo hasta los campos de mies, los más pequeños quedaban también en el rastrojo, bajo un toldo y al cuidado de un mozalbete que hacía las veces de hermano mayor.

Diversas actividades de la siega. Autor, José Flores Sánchez

                                             Diversas actividades de la siega. Autor: José Flores Sánchez

Hombres, mujeres y adolescentes trabajaban al unísono, los mayores llevando hasta tres surcos y los jóvenes uno o dos, según sus capacidades. Con una mano se cogía la mies, protegida por la “zoqueta”, mientras que la otra empuñaba firmemente la hoz e iba realizando el corte de las espigas. La mies cortada se ataba en gavillas para que quedase bien sujeta, y después se cargaba en el carro o galera formando grandes y espectaculares montones para su traslado hasta las eras, donde se extendía en “parvas” para el posterior trillado. Y así, hora tras hora, surco tras surco, el trabajo y los segadores avanzaban infatigables hasta la puesta de sol:

Ya se está poniendo el sol.
Ya se debiera haber puesto.
Para el jornal que ganamos
no es menester tanto tiempo.

Preparando las gachas en el hato del rastrojo. Autor, José serrano
                                        Preparando las gachas en el hato del rastrojo. Autor: José serrano

Esta era la hora más ansiada de la jornada. Llegaba la noche y el tiempo de descanso. Los padres iban en busca de los niños, se afilaban las hoces, se tomaba un refrigerio y todos marchaban después al pueblo para comprar la comida del día siguiente y alojarse en las dependencias del dueño. Otras veces, la gran distancia de los campos al pueblo obligaba a hacer noche en el mismo rastrojo. Para ello se juntaban algunos haces de mies, se extendían otros por el suelo y así, vestidos y con una simple manta por encima para ahuyentar el frío de la madrugada, los segadores tomaban el merecido descanso a la espera de un nuevo y duro día de trabajo.

En la Siega. Obra de Jose Lull

                                                                      En la Siega. Obra de Jose Lull

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El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (2ª Parte)

El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (2ª Parte)

Las frondas del Manzanares eran lugares peligrosos para la virtud de las jóvenes que acudían allí, atraídas por el grato ambiente y la ocasión propicia de aquella noche de verano, animada y alegre por una tradición ancestral. La afluencia de los dos sexos en aquel lugar producía desde vulgares aventuras de tapados y tapadas dispuestos a destaparse, hasta los tiernos idilios, donde el amoroso ardor de los galanes, la dulce debilidad de las damas y el misterio nocturno, hacían verdaderos estragos. Un romance de Vargas describía acertadamente este ambiente en los siguientes versos:

Tapadas y sin tapar
Andaban por el sotillo
En la noche de San Juan
Por las riberas del río;
Niñas cual blancas palomas,
Que huyen del halcón maligno,
Deseando que el halcón
Estrechara más el sitio.

El Baile de San Antonio de la Florida. Obra de Francisco de Goya (1746-1828)

                               El Baile de San Antonio de la Florida. Obra de Francisco de Goya (1746-1828)

Como es de suponer, la licencia que aquella fiesta autorizaba fue ocasión de escándalos, pendencias, robos y homicidios. De hecho, esa fecha fue una de las más sonadas en las efemérides de la criminalidad madrileña, hasta el punto que el poder público hubo de intervenir en más de una ocasión: el 23 de junio de 1642, se ordenó por pregón general “que nadie bajase al río bajo pena de 300 ducados y vergüenza pública, para evitar las desgracias que suelen suceder en la noche de San Juan”. Y era bueno que la autoridad tomase cartas en el asunto, puesto que desde la noche de San Juan hasta la de San Pedro, una semana más tarde, la fiesta seguía casi sin interrupción para deleite de jóvenes y pesar de padres, madres y sujetavelas:

Entre la espesa arboleda,
A esta cojo y a esta pillo,
En la noche de San Pedro
Anda el diablo divertido.

El Palacio Real de Madrid al anochecer. Autor, Fernando López

                                          El Palacio Real de Madrid al anochecer. Autor: Fernando López

La mañana del 24, festividad de San Juan, desde antes de rayar el alba acudía la muchedumbre a orillas del río Manzanares (aunque también tenía gran repercusión el Prado de San Jerónimo). Era de rigor lucir en aquella mañana todas las galas disponibles: ellas, sombreros y mantellinas con plumas, joyas, puntillas y sayas de ricas telas; ellos, su ropa de más fino paño, sombreros de fieltro sujetos con rosas de diamantes, o al menos con plumas de colores, y cadenas de oro. Ambiente indicado, en fin, para encontrar la pareja adecuada, aunque para algunos la cosa ya venía trabajándose con dedicación desde varios días antes: concretamente desde el 13 de junio, fiesta de San Juan de Padua y jornada por excelencia para encontrar novio. Era bien conocida, por ejemplo, la costumbre oficial de tirar un garbanzo al ombligo del santo, y de tal manera que si la solterona acertaba conseguiría novio en ese año. Es difícil saber la efectividad de este método, y no hay constancia de que funcionase realmente.

Escena festiva a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1788

                           Escena festiva a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1788

Las damas más elegantes paseaban en coche por las alamedas del río, mientras sus galanes iban subidos en los estribos del carruaje o a caballo. Los prados florecían de festivos corrillos al son alegre de las guitarras, mientras las mujeres bailaban sin descanso cien y una danzas picarescas, tan al gusto de aquel tiempo. En otros grupos la actividad era más funcional, y consistía básicamente en atiborrarse con las abundantes vituallas que se traían para el almuerzo: lonchas de jamón, bizcochos y abundante vino sobre todo. Las muchachas tejían coronas de rosas y claveles, que ponían en sus cabezas, y después del canto y del baile regresaban a Madrid en alegres bandadas, para llegar a sus hogares cuando el sol se ponía ya sobre el horizonte. Mientras tanto, ellos cortaban matas, ramas y cañas verdes con los que engalanaban las rejas y los umbrales de sus novias, formando en los huecos de puertas y ventanas lo que se denominó “la enramada”. Al adorno añadían diversas serenatas amorosas, ejemplos de garbo popular y de las cuales existían a miles:

Asómate a esa ventana
cara de sol te veré
y con la luz de tus ojos
un cigarro encenderé.
De tu puerta me despido
de tus cerrojos y llaves
y de ti no me despido
porque a la puerta no sales.

El parque del Retiro en Madrid. Autor, Jim Anzalone

                                                    El parque del Retiro en Madrid. Autor: Jim Anzalone

En estos menesteres del galanteo más castizo, los enamorados contrataban músicos que los acompañaban para cantar o simplemente tocar «piezas» cerca de la ventana de sus prometidas. Si una muchacha tenía más de un pretendiente y estos coincidían para rondarla, la serenata pasaba a convertirse en “coplas de pique y repique”, es decir, canciones alusivas a amoríos, cualidades, destrezas, defectos… que cada uno de los mozos cantaba para desprestigiar a su contrincante o enaltecerse delante de la afortunada. No era raro que tales encuentros fuesen calentando poco a poco el ambiente, y que el festival músico-amoroso bajo el balcón terminase como el rosario de la Aurora.

La noche y la jornada oficial de San Juan, como no podía ser de otra manera, eran propicias para los amigos de lo ajeno, así como para riñas, golpes y tumultos animados por el vino y el espíritu pendenciero de la época. Pero en conjunto, puede decirse que el inicio del verano madrileño ofrecía una amalgama de esparcimiento popular de lo más variopinta: estímulos para la alegría; acicates y retos del amor; amenaza para las bolsas; escollos peligrosos de la honestidad; ocasión incomparable para los pescadores en río revuelto y, en definitiva, motivo general de jolgorio y regocijo para todos los madrileños.

La merienda a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1776

                            La merienda a orillas del Manzanares. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1776

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El arte del Galanteo. Madrid en el siglo de Oro y su noche de San Juan (1ª Parte)

Celebrar la fiesta de San Juan Bautista, el 24 de junio, era en España una costumbre antiquísima, pues ya los moros festejaban aquel día con luminarias, juegos de cañas y otros esparcimientos parecidos. En muchas casas del Madrid del siglo XVII, se preparaban la víspera de aquel santo grandes y costosos altares. Detrás de ellos había músicos, que tocaban y cantaban, y se invitaba a esta fiesta a las personas amigas agasajándolas con dulces, sorbetes y aguas de guinda o limón.

A las doce terminaba el concierto, y las jóvenes solteras se apresuraban a salir a su balcón o reja, preguntando en aquel preciso momento: “Señor San Juan, ¿me casaré bien y presto?” Los mozos alegres, que rondaban las calles cantando picarescas seguidillas, acompañados por la guitarra, solían responder a las preguntonas en lugar del santo, con palabras tales como: “Aún no es tiempo. Mañana será otro día” u otras cosas análogas, si no más fuertes.

La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

                                                La cometa. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 1778

Las muchachas que tenían gancho con el elemento masculino y podían elegir, cambiaban de novio por San Juan. Pero no todas disfrutaban tal suerte. Con frecuencia, las doncellas se ponían a medianoche en las rejas o en los balcones de sus casas, con el cabello suelto y el pie izquierdo dentro de una palangana llena de agua, para averiguar si habían de casarse o no. En caso de que alguno al pasar dijese un nombre, le daban una cinta para poderle reconocer a la siguiente mañana; y si, casualmente, se topaban en la calle con el que había recibido tal señal, era elegido unilateralmente como futuro marido y se le otorgaban los más obsequiosos honores, puesto que había sido decisión del santo.

Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor, M. Peinado

                                                  Jardines de El Capricho, de Madrid. Autor: M. Peinado

Otras jóvenes sacaban a medianoche a los patios de sus viviendas calderos llenos de agua, con la convicción de que en ella verían retratada la imagen de sus futuros esposos. Algunas muchachas en estado de merecer, ponían un huevo fresco de gallina negra en un vaso lleno de agua; y de ciertas señales que creían ver a la mañana siguiente, deducían si su destino les iba a otorgar o no amores felices y boda. Y es que para el casamiento todo valía, como podemos leer en las conocidísimas Bodas de Camacho de Don Miguel de Cervantes. Basilio, enamorado desde la infancia de Quiteria, quiere evitar la boda entre ésta y el rico Camacho, y para ello finge suicidarse clavándose una daga en el pecho. Entonces ruega a su amada que consienta casarse con él antes de morir, y ésta, conmovida por la escena, accede. El astuto Basilio, así como recibe la bendición, se levanta con ligereza ante el asombro de todos y da por terminado el engaño, mientras Don Quijote sentencia la unión: “el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia”.

Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

               Casamiento de Basilio y Quiteria. Manuel García, Hispaleto. Óleo sobre lienzo (entre 1836 y 1898)

La noche del 23, que llamaban víspera de San Juan el Verde, había en toda la nación gran tumulto y regocijo. Todo el mundo se desplazaba hacia apartados paseos para disfrutar de los encantos de la noche estival, como muy acertadamente contaba Don Quiñones de Benavente en su entremés “Las Dueñas”:

¿Qué sabandija se queda
La víspera de San Juan
Sin ir al río, si hay río
Y sin ir al mar, si hay mar?

Los grupos de amigos, como ahora, encendían hogueras en las alturas, resonaban por todas partes gritos de júbilo, y en ciudades, campos y aldeas la gente moza se entregaba a la diversión en grupos bulliciosos, cantando, bailando o simplemente retozando. Era noche de libertad general, en que todo estaba permitido; noche de alegría, de amor y de aventura, por la cual suspiraba la juventud desde muchos meses antes; noche sagrada y embrujada, de ilusión y misterio para todo aquel que ansiase encontrarlo.

Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor, Trioptikmal

                                          Vista de la catedral de la Almudena de Madrid. Autor: Trioptikmal

Aún las jóvenes más honestas, las que solo iban a misa los domingos y a las fiestas religiosas más sonadas, salían durante la noche de San Juan con motivo o pretexto fingido de visitar los altares. Así lo expresaba con segundas Ruíz de Alarcón en su obra “Las paredes oyen”:

¿Y estar quieres encerrada
Noche en que el uso permite
Que los altares visite
La doncella más honrada?

En Madrid se festejaba la verbena de San Juan con excursiones nocturnas a la vega del Manzanares, y a las que asistió alguna vez el propio monarca Felipe IV. También se celebraba la víspera de esta festividad con cenas en el Prado. En uno y otro lugar hacía uso de carruaje quien podía. Y como el uso del coche era la pasión femenina de la época, ningún galán medianamente rumboso y que quisiera hacer méritos con su dama, podía dejar de costearle tal vehículo para aquel día, a la vez que una merendona. El coste, como puede suponerse, suponía un verdadero quebranto para los enamorados menos pudientes. Pero ya se decía entonces que: “Más vale viejo con plata que joven con alpargatas”. Y entre coches, coqueteos y persecuciones galantes, bullían frases alusivas como:

¡Oh, noche de San Juan, alegre noche
En que anda desvelado todo coche!
¡Oh noche de San Juan, alegre y fresca
Que en el río das caza más que pesca!

A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo

                                 A orillas del río Manzanares. Casimiro Sainz (1853-1898). Óleo sobre lienzo

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Ciudad Real, años Cincuenta. Tertulias y anécdotas alrededor de un botijo

Ciudad Real, años Cincuenta. Tertulias y anécdotas alrededor de un botijo

El próximo 7 de junio y durante 3 días se llevará a cabo en la plaza Mayor de Ciudad Real el popular Mercado “Años 50” con el objetivo de revivir en la mente de todos una época única, cargada de connotaciones nostálgicas. Actores, artesanos y visitantes habrán de unir esfuerzos para recrear no sólo los oficios, sino también el vocabulario y los usos de una década que muchos de nosotros no conocemos más que en los libros o el cine, pero que sin duda nos resulta totalmente familiar… Sin ir más lejos ¿Quién no tiene en casa el típico botijo del abuelo decorando la estantería del comedor?

Plaza Mayor de Ciudad real. Autor, Kyezitri

                                                           Plaza Mayor de Ciudad Real. Autor: Kyezitri

Mujer bebiendo de botijo. William-Adolphe Bouguereau. Óleo sobre lienzo. 1886

                              Mujer bebiendo de botijo. William-Adolphe Bouguereau. Óleo sobre lienzo. 1886

Y hablando de botijos… Aunque se trata de un invento que ya viene de lejos, una de sus imágenes más populares procede de aquellos veraneos familiares de los 50 y 60, cuando la familia en bloque se embutía dentro del Seiscientos para atravesar España en plena canícula de julio, camino del litoral. Y es que nadie puede negar que el botijo es un gran invento. Había botijos de arcilla blanca y de arcilla roja, y existían también de verano y de invierno. Los primeros refrescaban el agua gracias a los poros de la arcilla y al efecto de transpiración producido en la superficie del recipiente. En cambio los de invierno se recubrían de una capa vítrea impidiendo tal proceso, al tiempo que se aprovechaba para decorarlo según gustos y producir un objeto de gran valor ornamental. Con el fin de proteger el agua de los insectos era frecuente que la boca ancha apareciese cubierta por el conocido tapete blanco de ganchillo, mientras que al pitorro se le insertaba una pieza artística acabada en punta (o para acabar pronto, un simple trozo de sarmiento).

Cerámica de Talavera y botijo de invierno. Autora, Lourdes Cardenal

                                      Cerámica de Talavera y botijo de invierno. Autora: Lourdes Cardenal

Madre y niño con un botijo. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1905

                                        Madre y niño con un botijo. Joaquín Sorolla. Óleo sobre lienzo, 1905

Los botijos tenían su aquel, y todos sabían por ejemplo que nunca debía usarse un botijo nuevo si éste no era antes “curado” para evitar que el agua tuviera sabor a barro. Para evitarlo se llenaba el recipiente de una mezcla de agua y anís y se dejaba reposar al menos una semana antes del estreno. No era mala idea lo del anís, y de hecho en muchas zonas de España fue tradición usar el botijo no para el agua, sino para contener “palometa”, léase agua mezclada con un buen chorro de cazalla, lo que aparte de quitar la sed resultaba un buen reconstituyente. Sobran los testimonios que ilustran esta costumbre, como el recogido en uno de aquellos viajes infumables a la costa levantina: “Nemesio, ya nos hemos dejado otra vez el cruce, a ver si prestas más atención. Y deja de hacerle caso a tu padre que desde que salimos del pueblo no suelta el botijo ni para toser” El conductor al volante, que se cabrea “¡Pero qué tiene que ver ahora mi padre y el botijo, a ver!”. “¡Pues qué va a ser! Que lo ha llenao al salir con el aguardiente de la alacena. ¡Ea, míralo como sonríe!”.

El inefable Seiscientos a la aventura. Autor, Óscarq

                                                   El inefable Seiscientos a la aventura. Autor: Óscarq

En todas las casas había un botijo con agua fresca, y hasta el barbero o el maestro presumían de tener el suyo, siempre sobre un plato de barro arrimado al rincón más alejado de la puerta. Para muchos el botijo de los Cincuenta está asociado a su niñez y a aquellas expediciones de la chiquillería hasta el taller del alfarero para recoger las piezas defectuosas, que luego servían en multitud de juegos más o menos inocentes. Era aquella la época de separación de sexos y las niñas en corro se iban pasando el cacharro al compás de canciones pegadizas, que resonaban en las plazas con voz despreocupada y feliz. Los niños, en cambio, éramos más de piedra, correa y descalabro. Algunos (los menos) se quedaban junto al torno para ver como las manos portentosas del artesano sacaban esos recipientes y filigranas de barro, nacidos como por arte de birlibirloque de un montón de arcilla informe. Luego se supo que al fin y al cabo no era tan milagroso el invento, y que el secreto de un buen botijo consistía en añadir sal a la masa con el fin de lograr la porosidad adecuada, lo que permitía a la pieza “sudar” y por tanto refrescar el agua contenida en su interior.

Aquellos maravillosos años de la niñez. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

                      Aquellos maravillosos años de la niñez. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

Las manos milagrosas del alfarero. Autor, Juantiagues

                                                 Las manos milagrosas del alfarero. Autor: Juantiagues

Con el paso de los años los botijos cambiaron de contexto pero no de importancia para el populacho. En los cines de verano era habitual, por ejemplo, que el aguador (gran oficio anterior a la existencia de agua corriente en los edificios) vendiese tragos en botijo a peseta la «jartá», es decir, que por una peseta uno bebía lo que pudiese de un tirón. El truco consistía en aprender a tragar y respirar a un tiempo, y los jóvenes más habilidosos llegaban a vaciar el recipiente por completo para desesperación del botijero, que debía ir a llenarlo una y otra vez a la fuente. Los que no sabían usarlo terminaban con la camisa empapada y eran objeto de burlas constantes. Quizá sea éste el origen de ciertas asociaciones crueles entre botijo y maña: “Parecía tonto cuando lo cambiamos por un botijo”, o también este otro, “El otro día murió uno ahogado en la cocina de su casa. Se puso a beber de un botijo, y no supo pararlo”.

El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1620

                                          El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 1620

Durante la siega o la vendimia se agradecía un parón para hacer circular el botijo rebosante de agua fresca, acompañado a ser posible de un trago de aguardiente, y en muchos pueblos era costumbre tener el botijo a la puerta de casa para invitar a los transeúntes más o menos ociosos, que agradecían el gesto quedándose «un momento» a intercambiar los ultimos comadreos locales. De noche, en cambio, lo erótico tomaba cuerpo: como en los hogares todavía escaseaba el televisor, la tertulia de calle alrededor del botijo resultaba cosa obligada, y también los paseos de la moza hasta el pozo para buscar agua fresca (como era tradición). Y, claro, adonde iba ella… allá que volaba él. Si los botijos hablaran. No cabe duda que el Generalísimo debió de estar muy contento con este instrumento nacional tan apropiado a sus planes de repoblar el país, en las décadas de los 50 y 60. Aunque no todos compartieron su idea: harto de oír que ésta y otras decisiones del Caudillo le venían inspiradas por la paloma del Espíritu Santo, el novelista y diplomático español Agustín de Foxá replicó: “Si eso es cierto, yo me hago del tiro a pichón”.

Acarreando paja después de la siega. Autora, Plácida

                                                   Acarreando paja después de la siega. Autora: Plácida

Tertulia en el cortijo. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

                                    Tertulia en el cortijo. José Benlliure y Gil (1855-1937). Óleo sobre lienzo

Y es que el socorrido botijo servía lo mismo para una boda que para un bautizo, aunque existen testimonios de la época que achacan a este recipiente los usos más inverosímiles. Es el caso recogido por el escritor José Ignacio de Arana en su Anecdotario Médico, donde cuenta el intento de suicidio de uno de sus pacientes: una mujer entra despavorida en la consulta al grito de “¡Corra, por Dios, Doctor, que mi padre se está suicidando!”. El médico se incorpora, coge al vuelo el maletín y ambos salen de estampida sin tiempo que perder. La carrera es más de lo que puede soportar el galeno, cuesta arriba y cuesta abajo, esquivando transeúntes al galope y con más de un tropiezo en los cruces peligrosos a causa de los vehículos, de modo que en poco tiempo comienza a faltarle el resuello y a quedarse atrás. “¡Doctor, por lo que más quiera! Quizás sea ya demasiado tarde”. Totalmente derrengado pregunta con un hilo de voz “¿Pero se ha tomado algo? ¿Se ha cortado las venas, o qué?” “No, que va. Ha cogido el botijo de madre y se está abriendo la cabeza con él”. El médico para en seco su carrera y se la queda mirando. “Es que está mal de la chaveta, mi padre. Por la mañana se ha levantado con esa fijación y ahora no hay quien lo pare”. Cuando llegaron a su casa vieron que, efectivamente, el hombre asía el recipiente con las dos manos y se daba porrazos al grito de “¡Es que me mato, me mato!”. Por fortuna la cosa no pasó de ser un buen susto y el doctor pudo volver finalmente a su consulta, esta vez a un paso más tranquilo.

La ciencia del botijo. Autor, Frado66

                                                               Graffiti sobre la ciencia del botijo. Autor: Frado66

A pesar del desuso y la caída en popularidad, hoy podemos decir sin temor a equivocarnos que existe un botijo en cada pueblo o aldea de nuestro territorio. Hay, incluso, museos enteros con el botijo como único protagonista. Toral de los Guzmanes, en León, o el más conocido de Villena, han incorporado a lo largo de los años cientos de piezas únicas de valor material y sentimental incalculable, y lo mismo puede decirse sobre la colección particular de la alcazareña Julia Morales, verdadera obra maestra de artesanía en tierras manchegas. Pero el botijo, como suele decirse, traspasa fronteras, y si hay un sitio donde este recipiente ha sido ensalzado y aparece como verdadero estereotipo de la personalidad de un pueblo, es en la capital de España. Según la leyenda San Isidro hizo brotar agua de una roca mientras trabajaba en los campos, y como recuerdo de aquel milagro se levantó junto a aquel rincón del Manzanares la famosa ermita en su honor. Desde el siglo XVI y durante las fiestas del Santo es costumbre que los madrileños acudan a beber de esas aguas antes de marcharse a la Pradera para merendar, y hoy abundan allí los puestos de venta de rosquillas, garrapiñadas y por supuesto los tradicionales botijos de vino de San Isidro, solicitadísimos por cualquier devoto ávido de plegarias y diversión.

Botijos de Alcorcón. Autor, Tamorlan

                                                               Botijos de Alcorcón. Autor: Tamorlan

Fiesta en la ermita de san Isidro. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1788

                               Fiesta en la ermita de san Isidro. Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo. 1788

Pero no hay que echar mano de leyendas castizas para explicar la fama de este recipiente. Existió antaño en Madrid un comercio de aperos y quincalla llamado precisamente “La Tienda del Botijo”, en el madrileño barrio de La Latina, y cuyo sonoro nombre aludía al botijo lleno de aguardiente que el propietario colocaba muy ufano en su mostrador. Por una perra gorda cualquiera podía echar un buen trago de aquel manantial de sabiduría, y mucho nos tememos que fue este servicio y no el género de venta lo que terminó por hacer del local uno de los puntos más aclamados de la capital (no es casualidad que hoy, transformada en tienda de cosméticos, siga conservando el nombre original).

Tendero y exposición de piezas de alfarería. Autor, Wiros

                                                 Tendero y exposición de piezas de alfarería. Autor: Wiros

Todo un icono de lo español, el botijo pretende en los próximos años saltar las fronteras de nuestro planeta y hacer un viaje al espacio. Sí, como se oye. Esa es al menos la idea de Xavier Gabriel, el famoso lotero de la Bruja de Oro, quien tras pagar 156.000 € a tocateja será uno de los próximos tripulantes de la nave espacial VSS Enterprise, propiedad de un magnate estadounidense. Tras arduas negociaciones el leridano consiguió también que la empresa aceptase colocar en órbita un botijo de su propiedad, y que encargó previamente a un artesano extremeño del municipio de Salvatierra. Sin duda la epopeya supera todas las expectativas para tan humilde utensilio, y según comentó el propio Xavier: “No sé si decir algunas palabras históricas, algo así como que es un pequeño paso para un botijo, pero un gran trago para la humanidad». Sea cual sea el resultado de esta historia, y a pesar del gusto por la modernidad y el glamour aplastantes que nos invade hoy día, tendremos que aceptar que el humilde botijo lleva camino de convertirse en estereotipo único de nuestra cultura ante el mundo, y por supuesto, en el utensilio español más famoso de la galaxia.

La Tierra desde el Espacio exterior. Aytor, Garysan97

                                                    La Tierra desde el Espacio exterior. Autor: Garysan97

Botijo decorando una ventana. Autora, Bego Díaz

                                                       Botijo decorando una ventana. Autora: Bego Díaz

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Málaga y los galeotes de Felipe II. La vida de los condenados a galeras (1ª Parte)

Málaga y los galeotes de Felipe II. La vida de los condenados a galeras (1ª Parte)

En los tiempos lejanos de la España de los Austrias, cuando el oro y la plata fluían a sacas llenas desde los galeones procedentes de América y medio mundo temblaba bajo el poder del Imperio, Málaga y su puerto abierto al Mediterráneo tuvo el dudoso honor de servir de embarque a la peor ralea de la Península: nos referimos a los galeotes, los forzados a remar en galeras. La pena de remo era considerada como la más infame condena en vida, verdadero suplicio que se alargaba a veces a perpetuidad y que a efectos prácticos desahuciaba a estos infelices para el resto de su existencia. León, Oviedo, Salamanca, Zamora, Ávila, zona Centro y buena parte de Andalucía, enviaban los penados hasta la ciudad de Málaga para su embarque en las empresas bélicas y de vigilancia por todo el Mediterráneo. ¿Eran realmente tan despreciables ante la Justicia y la sociedad? Aquí van algunos apuntes sobre la realidad más humana de estos “olvidados de Dios”:

El puerto de Málaga. Autor, Dcapillae

                                                                 El puerto de Málaga. Autor: Dcapillae

1. Desde el asentamiento turco en Argel en 1516, y aún antes, toda la costa del Mediterráneo español se encontraba amenazada por ataques de piratas berberiscos. Éstos desembarcaban en cualquier punto del litoral y asolaban asentamientos rurales en busca de botín o esclavos, que luego eran transportados hasta los numerosos mercados musulmanes de Berbería. Málaga sufrió largamente estos ataques debido a su importancia como puerto de primer orden y a su cercanía a las costas magrebíes y argelinas. Para evitar esta plaga, el Emperador Carlos I ideó un sistema defensivo basado en la construcción de torres vigía por toda la costa (muchas de las cuales se conservan todavía en localidades como Nerja, Marbella o Benalmádena) y en aumentar el número de galeras de la flota del Mediterráneo. Gracias a ello el puerto de Málaga creció extraordinariamente en importancia por aquella época, puesto que de allí partían entre otras cosas las escuadrillas de castigo hacia los puertos africanos. Una escuadra de galeras necesitaba de remeros, ¿y dónde mejor y más barato para conseguirlos que entre la masa humana que colmaba los presidios? Así nació la pena de galeras en España.

3. El pirata Berberisco Barbarroja, terror del Mediterráneo en el siglo XVI. Charles Motte (1785–1836) . Litografía

 El pirata Otomano Barbarroja, terror del Mediterráneo en el siglo XVI. Charles Motte (1785–1836). Litografía

2. La condena a galeras se consideraba un escarnio público, y por tanto no podía generalizarse a todas las clases sociales. Existía, por ejemplo, un indudable trato de favor para dignatarios, nobles o hidalgos venidos a menos, quienes estaban exentos de sufrir vergüenza pública y por tanto no podían ser sometidos a azotes, amputaciones u otras atenciones del estilo. Exhibir credenciales de alcurnia era éxito seguro, y aún en casos de delitos acreedores de pena capital, ésta no podía ser en ningún modo el ahorcamiento, considerado vejatorio, sino la decapitación. En definitiva, un hidalgo miserable y reo de asesinato daba por bueno perder la cabeza, si fuese de merecer, pero nunca la honra ni el respeto debido a su apellido.

Torre vigía en Vélez Málaga. Autor, Carlos Castro

                                                     Torre vigía en Vélez Málaga. Autor: Carlos Castro

3. Por el contrario, para aquel ciudadano raso que fuese descubierto en hurto o robo, y aún más si éste era de carácter violento, la condena a galeras era un hecho consumado: en 1566, el primer hurto cometido por un ladrón supuso una pena de 6 años de remo forzado. No es de extrañar, por tanto, que casi la mitad de los galeotes de la flota real fuesen en realidad simples timadores, rateros y otros cacos de tres al cuarto. Las diferencias de trato estaban aún más claras cuando se trataba del juego: por esas mismas fechas se dio el caso de un hidalgo reincidente en los dados para el que la justicia solicitó 5 años de destierro y una multa de 200 ducados; en cambio, un simple plebeyo recibía 200 azotes y 5 años de galeras por el mismo delito. Ser hijodalgo, aunque uno se muriese de hambre, constituía sin duda un gran alivio en la España del Quinientos.

Torre vigía en Maro, Nerja (Málaga). Autor, Trix

                                                        Torres vigía en Maro, Nerja (Málaga). Autor: Trix

4. Con el tiempo Málaga se hizo cosmopolita, la necesidad de remeros más acuciante y, en consecuencia, la carne de galeote hubo de ampliarse también a blasfemos, desertores, huidos de prisión, vagabundos, gitanos y hasta bígamos. En tiempos de Felipe II los fornicadores se cuidaban bien de airear sus aventuras y el vagabundo fue considerado ladrón con este curioso razonamiento: “ladrón es propiamente del pan de los pobres, el holgazán que está sano y mendiga de puerta en puerta”. Estos vagabundos, sin recursos y errantes por los caminos en busca de trabajo, cumplían por lo común penas mínimas de 4 años en los barcos de Su Majestad. Mucho más graves eran sin embargo los delitos contra la honra o la moralidad. En la España ultra católica del XVI, por ejemplo, ser chulo de prostíbulo era una profesión muy arriesgada, y aquel rufián que fuese atrapado negociando los amores de su pupila podía verse en galeras por 10 y más años. Lo mismo cabe decir de adúlteros, alcahuetes y homosexuales, aunque en estos casos, puesto que por gracia divina se salvaban de la hoguera, acababan recibiendo la condena a remos casi como una bendición.

Condenados camino del presidio. Antonio Parreiras. Óleo sobre lienzo, 1800

                                 Condenados camino del presidio. Antonio Parreiras. Óleo sobre lienzo, 1800

7. Alcazaba de Málaga. Autor, Cayetano

                                                     Vista desde la Alcazaba de Málaga. Autor: Cayetano

5. Las cadenas de galeotes llegaban a Málaga después de semanas de viaje a pie, y eran conducidos directamente hasta la cárcel de la ciudad. El presidio fue construido en 1489 en la Plaza de las Cuatro Calles sobre unos antiguos baños árabes, y tras su ampliación permaneció en uso hasta entrado el siglo XIX. Durante el reinado de los Austrias la cárcel malagueña estaba regulada por el Cabildo Municipal, y al igual que en el resto de cárceles españolas cobraba a los presos por sus «servicios» (el agua y la lumbre eran gratuitos). Los inquilinos, en consecuencia, debían abonar todos sus costes de manutención si querían permanecer en presidio, cosa que de todas formas estaban obligados a hacer a punta de arcabuz. La situación llegaba en algunos casos a ser grotesca cuando los galeotes, que solo llevaban lo puesto, se enfrentaban a alcaides deseosos de lucrarse con ellos a costa de subir los precios, o bien al acoso de presos más veteranos y aviesos, que les «solicitaban» sin reparos una tasa de protección. En estas condiciones, el único amparo que les quedaba mientras esperaban embarque era la ayuda de instituciones religiosas especializadas en lo carcelario, como la Cofradía de los Pobres de la cárcel de Antequera, o la Hermandad de San Juan Degollado, esta última fundada en Málaga a finales del XVI.

Interrogatorio en la cárcel. Alessandro Magnasco. Óleo sobre lienzo (1710-1720)          Interrogatorio en la cárcel. Alessandro Magnasco. Óleo sobre lienzo (1710-1720)

6. Aunque eran los menos, no era raro encontrarse con galeotes de edades comprendidas entre los 60 y 70 años, y se tiene constancia de condenados que alcanzaban casi el centenar. En el extremo opuesto aparecen niños de apenas 14, lo que demuestra que la necesidad de conseguir remeros para la flota hacía buscar candidatos con el mínimo criterio objetivo. Nada mejor para ilustrarlo que la curiosa disposición tomada por Carlos V en 1530 cuando la armada de su aliado genovés, Andrea Doria, liberó a cientos de cristianos tras un ataque a las cárceles argelinas. En la batalla pudo capturar 2 galeras sarracenas de gran porte, amén de varias embarcaciones más pequeñas… Pero no disponía de remeros. ¿Qué hacer? Nada más fácil: echó mano de los infelices cristianos para convertirlos en forzados, y éstos terminaron maldiciendo su liberación y ansiosos de verse atrapados nuevamente por la piratería.

Réplica de la galera D. Juan de Austria en la Batalla de Lepanto. Autor, Fritz Geller-Grimm

                    Réplica de la galera de D. Juan de Austria en la Batalla de Lepanto. Autor: Fritz Geller-Grimm

7. Cualquiera que fuese la edad del forzado, las galeras de esa época precisaban de un número de remeros que oscilaba entre los 150 y los 300, los cuales vivían en la embarcación hacinados dentro de habitáculos inmundos, mal ventilados, con una penumbra permanente y expuestos de continuo al frío y a las enfermedades. La humedad también causaba grandes molestias, ya que las galeras sobresalían poco de la superficie del mar y durante las fuertes marejadas los bajos se anegaban por completo. Un indicio del terror que suscitaban las miserias del remo entre los condenados lo tenemos en el apelativo que daban algunos a estos barcos, infiernos flotantes, llegando además a afirmar que una condena superior a 6 años era equivalente a la sentencia de muerte.

galera Aspecto de una galera del siglo XVII. Gaspard Van Eyck (1613-1673). Óleo sobre lienzo

8. En los primeros meses el galeote recién iniciado debía adaptarse a un mundo lleno de estrecheces. La alimentación ordinaria, por ejemplo, no era para tirar cohetes. La base estaba constituida por una tortita pequeña de harina integral medio fermentada llamada bizcocho, y todos los testimonios recogidos de la época confirman su extremada dureza, hasta el punto que para poderla ingerir era necesario remojarla previamente en agua. Afortunadamente una vez al día el bizcocho se acompañaba de un cazo de habas con cuatro gotas de aceite, aunque había que esperar a la noche para el plato fuerte: sopa aguada y preparada con el bizcocho sobrante a mediodía. La víspera de las batallas, y en general cuando se pretendía obtener de los remeros un mayor esfuerzo, aumentaban las raciones, mientras que la carne solo aparecía en días señaladísimos como la Pascua de Navidad, Carnavales, Pascua de Resurrección y Pentecostés… Todo un lujo para guardar la línea.

Costa malagueña en la Costa del Sol. Autor, Bogdan Migulski

                                              Costa malagueña en la Costa del Sol. Autor: Bogdan Migulski

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La Baraja que hizo grande a Almagro

visita guiada Almagro

¿Qué sería de la España del Siglo de Oro sin la baraja?


En un país donde la picaresca y el briboneo eran señas de identidad, y en la que el dinero, tanto si lo había como si no, pasaba de unas manos a otras de mil formas a cual más imaginativa, el juego llegó a ser todo un elemento de socialización y expresión popular, por otra parte bien reflejado en la literatura de la época. Dados y naipes sellaban la perdición de muchos burgueses e hijosdalgo venidos a menos. Había garitos de juego y profesionales del juego, o “gariteros”, y todos ellos coincidían en señalar a los “juegos de estocada” como los peores, por la rapidez en que podía ganarse o perderse el dinero de golpe. El juego era el medio por el que se dirimían malentendidos y rencillas familiares, se disipaban herencias o simplemente se apostaba por el mero placer del riesgo y el prestigio de un solo día.

“Desde que estoy en esta villa – escribe -, he visto desguarnecer de una casa todas sus tapicerías, porque el dueño se las había jugado la noche anterior. Uno de los grandes se ha jugado una cama de su mujer con bordados de oro, que la había hecho venir hacía poco de Génova, y que muchas damas habían ido a ver algunos días antes por curiosidad”. José García Mercadal. España vista por los extranjeros. 1918.

Baraja de naipes de Almagro, año 1729

Pero fue precisamente una baraja de naipes la que por una vez trajo gran suerte y honra a toda una ciudad como Almagro, convirtiéndola en uno de los mayores referentes de la cultura y el teatro a nivel mundial. Por cierto que, en el siglo XVI, a los naipes no se los conocía por ese nombre. Existía un argot propio de los jugadores para todas las herramientas y triquiñuelas de su arte, y así la baraja tomaba sonoros nombres como “el Descuadernado”; “los Bueyes”; “Maselucas” y también, con cierta guasa, “El libro impreso con licencia de S.M.” refiriéndose con ello al monopolio exclusivo de la Corona para imprimir y vender naipes.

En 1950 funcionaba en Almagro una antigua posada que, desde mediados del siglo XIX, era conocida como posada de la Plaza o mesón de Comedias. Como casi todas las posadas disponía de aposentos, patio, un zaguán de entrada, cocina, chimenea y cuadra para las caballerías de arrieros y demás viajantes.  Ese año el propietario decidió acometer unas obras dentro del edificio, y mientras realizaba las labores de desescombro descubrió una vieja baraja de naipes que había permanecido oculta en la pajera, el lugar donde los dueños almacenaban la paja destinada a los animales. Allí estaba, bajo kilos de tierra, paja, cordajes y polvo acumulado durante décadas, al parecer completa y en un aceptable estado de conservación. Podría haberse tratado de una baraja cualquiera, propiedad de alguno de los muchos viajeros que entonces frecuentaban el local, pero en realidad los naipes tenían una peculiaridad que los hacía únicos: estaban pintados a mano. El dueño dio cuenta del hallazgo al Ayuntamiento, y el entonces alcalde D. Julián Calero Escobar sospechó enseguida que se trataba de algo poco habitual. El gobernador civil de la provincia estuvo de acuerdo con D. Julián y poco más tarde se veían confirmadas las sospechas de ambos: los naipes databan de 1729, y tenían por tanto una antigüedad de más de 200 años.


Corral de Comedias de Almagro

teatro clasico festival Almagro

Conscientes de la importancia del hallazgo, alcalde y gobernador formaron equipo y comenzaron a indagar en la documentación histórica de la ciudad. En ese lugar se encontraba antiguamente el mesón del Toro o mesón de la Fruta, llamado así por encontrarse muy cerca de los comercios de la Plaza Mayor. Los escritos conservados de los siglos XVIII y XIX hablaban además de un corral de comedias, teatros de corte popular que alcanzaron gran éxito durante el siglo de Oro español. Éste de Almagro debió permanecer activo hasta que las leyes promulgadas por Felipe V y sus sucesores determinaron la prohibición de los corrales por falta de higiene, aglomeraciones, riesgo de incendio y los inevitables altercados tan comunes en la sociedad de la época.

Si lo que reflejaban los documentos era cierto, en aquella vieja posada podrían hallarse los restos del Corral de Comedias de Almagro, lo que sin duda supondría un hallazgo de carácter único. La mayoría de estos espacios desapareció tras la prohibición de finales del XVIII, mientras que el resto fue transformado de acuerdo con las nuevas modas en teatros “a la italiana”, como ocurrió con el Corral del Príncipe, hoy Teatro Español en Madrid. Solo el corral de comedias de los Zapateros en Alcalá de Henares ha llegado hasta nuestros días, pero únicamente de manera parcial. En el caso de Almagro, pensaron, era lícito suponer que tras los muros se hubiese conservado alguna parte de su estructura, ya que a fin de cuentas el edificio nunca dejó de ser lo que siempre fue: mesón y posada.                                          

Afortunadamente un imprevisto vino a solventar el asunto. Durante unas fuertes lluvias caídas en 1952 se vino abajo el tramo de yesería que cubría las galerías del primer piso, descubriendo tras él algo que no dejaba lugar a dudas: el viejo escenario en un óptimo estado de conservación. Alcalde y gobernador decidieron por iniciativa propia comprar aquella posada, que estaba a punto de ser demolida, y en ese mismo año de 1952 comenzaron los trabajos para eliminar los tabiques que tapaban las galerías y aclarar la zona del tablado, que entonces se utilizaba como prolongación del patio. Poco a poco, desplegándose como un tapiz medieval de colosales proporciones, apareció ante los ojos asombrados del equipo la verdadera dimensión del hallazgo, una joya del Barroco prácticamente intacta que volvía a ver la luz tras siglos de abandono y olvido. El secreto mejor guardado de la ciudad se desvelaba así por un inocente montón de naipes. Hoy la baraja está custodiada dentro del Museo Nacional de Teatro, testigo de una época irrepetible que encumbró a nombres como Tirso de Molina, Lope de Vega o Calderón de la Barca. Y en el lugar donde se situaba la oscura y humilde posada vemos ahora levantarse el monumental Corral de Comedias de Almagro: el único corral en el mundo conservado íntegramente, tal y como se conocían esos locales hace 500 años, declarado Monumento Nacional en 1955 y serio pretendiente actual a la figura de Patrimonio de la Humanidad.